La Jornada Semanal, 20 de febrero del 2000
¿Cuánto pesa un pájaro? El lector de Eugenio Montejo (Caracas, Venezuela, 1938) sabe que la respuesta no es sencilla. En un ave, en una piedra, en el canto de un gallo está -puede estar contenida- toda la creación. Algunas palabras (1976) -apenas un puñado- pueden contener el Alfabeto del mundo (1987-1988), para decirlo con dos títulos de sus libros de poemas.
Eugenio Montejo es poeta, ensayista, editor, traductor. La poesía es, para él, razón de ser, sustancia de lo vivido, escrito, contemplado, soñado, callado y oído.
Aunque lo encontré brevemente en la Ciudad de México, en 1984, la fortuna quiso que pudiese tratar a Eugenio Montejo con asidua parsimonia entre 1992 y 1995 en Lisboa, gracias a un proyecto editorial llamado Perio-libros, auspiciado por la Unesco y el FondoÊde Cultura Económica, la casa editorial donde presto mis servicios desde hace años. Con Eugenio Montejo he andado y desandado aquella ciudad, sus callejuelas, sus avenidas, sus malecones, y a él y a Francisco Cervantes debo casi todo lo que sé de la cultura y las letras portuguesas, de Lisboa y de Fernando Pessoa. En Alfabeto del mundo hay un poema, ``La estatua de Pessoa'', que me hace pensar en el Eugenio Montejo de aquellos años. Lo copio para gusto propio y del lector:
Son tantas sombras en un mismo cuerpo
y debemos subirlas a la
cumbre del Chiado.
A cada paso se intercambian
idiomas,
anteojos, sombreros, soledades.
Démosle vino ahora. Pessoa siempre bebía
en estos bares de borrosos
espejos
que el Tajo cruza en un tranvía sonámbulo.
¿Por qué no
va a beber su estatua?
Con todo el siglo dentro de sus huesos
vueltos ya piedras llenas de
saudades,
casi nos dobla los hombros
bajo el silencio de su risa
pagana.
No hay que apurarse. Llegaremos.
Lo que más cuesta no es la altura
de su cuerpo
ni el largo abrigo que lo envuelve
sino las horas
del misterio
que se repliegan pétreas en el mármol.
Cuando a
diario soñó por estas calles
y desoñó y volvió a soñar y
desoñar;
el tiempo refractado en voces y antivoces
y los
horóscopos oscuros
que lo han cubierto como una gruesa
pátina.
Alzar sólo su cuerpo sería fácil.
Aunque se embriague no
pesa más que un
pájaro.
¿Se advierte la irónica nostalgia, el paso a la vez certero, pausado y veloz, el gusto por adelantar, en el ajedrez de la conversación, algunos movimientos y una alegría mansa pero ineluctable? La discreción, la elegancia son prendas del escritor y del varón educado -desde luego, también del poeta que sabe que sin un arte del silencio no es siquiera concebible la palabra, ya no digamos su oficio. Los poemas de Eugenio Montejo avanzan con paso felino y él mismo tiene, definitivamente, algo de poeta chino, de mandarín o de letrado asiático. Quizá la calma que va aunada en élÉ Sí, Eugenio Montejo es un poeta eficaz: sabe hacer poemas, sabe hacer eso que hacen los poemas. No hablo de una mera destreza o fluidez verbal -¡vaya que la tiene!- ni de esa conciencia de relojero del lenguaje que los más finos artesanos han de tener. ¿No se titula El hacha de seda (1995) uno de los libros publicados por Tomás Linden, uno de sus heterónimos? Me refiero a una conciencia moral y religiosa del lenguaje, y a la responsabilidad ética del escritor o, más bien, de la escritura.
En la obra de Eugenio Montejo confluyen, entre otras tantas, dos tradiciones de la literatura hispanoamericana y de la venezolana que aquí cabría resaltar:
1) La interrogación, la reflexión e incluso la teoría del lenguajeÊson vetas que recorren la prosa crítica y ensayística de autores venezolanos como Juan Liscano, Rafael Cadenas, Guillermo Sucre, José Manuel Briceño Guerrero, entre otros. Más allá, en el universo de la lengua, se imponen por lo menos tres nombres claveÊque se han responsabilizado de esta reflexión: Octavio Paz, Haroldo de Campos, José Angel Valente. ¿No es natural que la lengua de un continente -el americano, incluidas España y Portugal- que se encuentra en pleno despertar busque, a través de sus poetas, revisar los pactos, las palabras de la tribu? A esta delicada tarea de rectificación de los nombres y de crítica del juicio verbal y literario en la balsa de piedra llamada América, ha contribuido Eugenio Montejo con un libro deslumbrante y memorable, que se cuenta ya entre las obras ineludibles de las nuevas letras hispanoamericanas: El cuaderno de Blas Coll. El personaje que le da nombre al libro es -además de uno de los heterónimos de Eugenio Montejo- un tipógrafo rural, probablemente oriundo de las Islas Canarias; algunas tradiciones lo hacen nacer en Lanzarote, otras en Tenerife, pero hay quien sostiene que nació en un antiguo callejón de Las Palmas de la Gran Canaria. Blas Coll es una suerte de Monsieur Teste tropical desvelado por un sueño linguístico de concentración y de síntesis. Los suyos son -para evocar un título de Alejandro Rossi- ``Sueños de Occam'', fantasías more geometric necesarias, acaso apremiantes y terapéuticas dada la profusión, la prolija celulitis que agobia al español, tanto al hablado entre carpetovetónicos como al dicho entre americanos.
2) La otra tradición en la que se inscribe El cuaderno de Blas Coll es aquélla que viene de La carta de Lord Chandos, el personaje creado por Hugo von Hoffmansthal, las Sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo (1934-1936) de Juan de Mairena, amigo o heterónimo de Antonio Machado; la misma que prosigue Augusto Monterroso con Eduardo Torres y su San Blas literario en Lo demás es silencio; la misma que practicaron Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en las Crónicas de Bustos Domecq y que alcanza al profesor Gorrondona imaginado por el ya mencionado Alejandro Rossi, o ese pensador navegante llamado Maqroll, inventado por Alvaro Mutis; para no hablar, por supuesto, de los heterónimos de Fernando Pessoa cuyas estatuas muy probablemente también carga, discreto e imperceptible, Eugenio Montejo.
Los cuadernos de Blas Coll despliegan ya no sólo un talento crítico y reflexivo, una preocupación que no es exagerado llamar analítica por el lenguaje y su realidad -sus relaciones con la realidad- sino que también revelan a un risueño comediógrafo capaz de mezclar el vinagre de la sátira más atrevida (¿quién, si no Eugenio Montejo, se atrevería a imaginar un injerto del pintor venezolano Armando Reverón y del filósofo Ludwig Wittgenstein?) con los óleos teologales de las preocupaciones lógicas -y poéticas- mercuriales para producir un entremés, una ensalada propiamente novelística. La risa de Cervantes y de ciertos autores de lengua portuguesa -como Eca de Queiroz y J. M. Machado de Assis- se dibuja en las comisuras -ocultas por un bien dibujado bigote- de la boca de Eugenio Montejo.
Montejo sabe como pocos su oficio, su práctica, su historia, su teoría. Amén de los poemas -alejandrinos, endecasílabos, versos libres aconsonantados o no, sonetos impecables y originales (como los de Tomás Linden): todas las estufas de la estrofa-, vale la pena repasar sus libros de ensayos: Trópico absoluto (1982) y El taller blanco. El ensayo que da título a este libro es un texto personal e inolvidable; se inicia con una evocación de la panadería del padre -el taller blanco- y desemboca en una reflexión que es narración y es poema sobre el sentido del quehacer lírico. Gracias al pan del poema -lo sabe Eugenio Montejo- podemos continuar vivos, moral e intelectualmente activos y contemplativos.
¿Cuánto pesa la palabra pájaro, cuánto esta ``Oración por el tacto''?
Nunca sabré dónde termina y yo comienzo,
qué de mi cuerpo ya no es
suyo,
cuánto guarda mi voz de su silencio.
Sólo tengo esta
vida
que dentro de ella erró dormida por los
aires
hasta que
vino la luz con mis retinas
y hoy me apura los pasos.
Palpo la noche de quienes me preceden,
el futuro que atisban desde
un tiempo
remoto
y aclara mis anteojos.
Toco la tierra que yo soy, que he sido,
la que habla por mi boca y
mira por mis
ojos,
la que ahora mismo, con mi lápiz,
escribe
las letras de esta página.
Al palpar lo que palpe hablo con alguien,
me aferro a su raíz en lo
invisible
-es mi oración por el tacto.
Soy el que va soñando
entre las cosas,
la lumbre que se encarna de este sueño
y tierra
viva, palabra de la tierra,
un ínfimo fragmento de su
espejo,
jamás en el espacio nos hemos separado.
Guardo en su
seno mi máscara de arcilla,
mi guitarra enterrada...
Dentro o
fuera de mí la reconozco,
en cuanto siento o miro,
en el asombro
de estar despierto no sé
cómo,
a bordo noche y día de esta
errancia sin
término
en la gravitación de la
galaxia.
Sólo sabría decirlo -decidirlo- un lector de Eugenio Montejo. Señalo por lo pronto que el peso de estas palabras tiene que ver con esa otra ley de gravedad espiritual que es la del tiempo y, por supuesto, la de la historia (no olvidemos que Eugenio Montejo ha sido diplomático durante largos años y que ha sabido estar en el mundo). ``Tiempo transfigurado'' es el título de otro de sus poemas, que reproduzco para concluir este apunte nocturno. Se incluye en Adiós al siglo XX, un libro cuya sustancia informa sobre el tiempo, pero no -o no sólo- de esta edad nuestra, tan parecida quizás a esas ancianas y ancianos que hacen deporte y fingen con denuedo un aspecto juvenil.
Sus pasos que ahora me buscan por la
tierra
vienen hacia esta
calle.
No logro oírlos, todavía no me alcanzan.
Detrás de aquella puerta se oyen ecos
y voces que a leguas
reconozco,
pero son dichas por los retratos.
El rostro que no se ve en ningún espejo
porque tarda en nacer o ya
no existe,
puede ser de cualquiera de nosotros
-a todos se
parece.
En esa tumba no están mis huesos
sino los del bisnieto
Zacarías,
que usaba bastón y seudónimo.
Mis restos ya se
perdieron.
Este poema fue escrito en otro siglo,
por mí, por otro, no
recuerdo,
alguna noche junto a un cabo de vela.
El tiempo dio
cuenta de la llama
y entre mis manos quedó a oscuras
sin haberlo
leído.
Cuando vuelva a alumbrar ya estaré
ausente.
En Eugenio Montejo el ritmo interior va al paso del orbe imaginario y ético: la enunciación se decanta y canta su propio despojamiento con una inconfundible ironía. Montejo es, entre los poetas hispanoamericanos de su generación, uno de los pocos que serán semilla en el siglo futuro, uno de aquellos cuya hora no por inminente resulta menos perdurable. Pessoa, Borges y Paz son algunos de sus más nítidos ascendientes.
Amigo y lector de José Bianco y de Alejandro Rossi, lusófilo y lusóforo, elegante, veloz, exacto: hemos encontrado ya un par de contemporáneos que han sabido guardar en la memoria poemas suyos.
Eugenio -el bien nacido, como dice su nombre- entrevera hilos de aquí con hebras de allá, estambre del ahora con sedas del entonces y del quizá, en el cuerpo de poemas que se suceden dulcemente ante nosotros como en un concierto, como sombreros de prestidigitador donde el nervioso conejo del instante salta transformado en paloma. Eso es lo de menos, pues -es el caso de los maestros- Eugenio Montejo dice tanto o más por lo que calla que por lo que versa. La suya es una lección insondable; quizás aún no han nacido sus lectores verdaderos.
No, por supuesto, pájaros novicios
de canto incierto, desigual o
falso.
Otros sonidos y otras alas.
Hablo de todo Schubert entre
vuelos errantes,
del rapto oído en un gorjeo
que suba a
más
octava por octava.
Hablo de pájaros sin yo, sin ningún
pico,
celestes y sin patas,
pájaros que son tan sólo
música
en el ascenso más alto de los aires.
No, por supuesto,
pájaros tenores,
gordos, falsarios, de pesadas plumas,
sino
flechas que se desprendan de alguna partitura
y al cielo suba o más
allá, sin pausa,
arrebatando el corazón de quien escuche
y
agradecido calle.
Deben creerme. Hablo de sones puros,
de
pájaros sin pájaros.