La Jornada Semanal, 27 de febrero del 2000



David Huerta

Recuerdos fernardinos de Santo Domingo

En marzo de 1992 emprendí un viaje rumbo a la República Dominicana para vivir y trabajar, durante dos meses y un día, en la residencia del entoncesÊembajador de México en Santo Domingo: Fernando Benítez. No fui a desempeñar ninguna labor diplomática, como por ahí se dijo, sino a colaborar con el viejo maestro de tantos periodistas y escritores mexicanos en su proyecto de ese año: un alegato a favor de la memoria viva de fray Bartolomé de Las Casas, Obispo de los Confines, figura apasionante y compleja como pocas.

Mi labor se reducía a una talacha de ``corte y confección'', como el propio Benítez la describió acertadamente: ordenar y editar -en el sentido inglés de esta palabra- los numerosos materiales que él había estado preparando a lo largo de meses y años. El mes de octubre de 1992 estaba en el horizonte más o menos inmediato a modo de fecha límite necesaria para que la obra estuviera presente, en las librerías y ante los ojos lectores, duranteÊlas turbulentas conmemoraciones de los quinientos años del viaje trasatlántico de Colón. No sabíamos cuán turbulentas serían, sobre todo en el territorio lascasiano mismo: ahí apareció por primera vez en público, aun cuando no supiéramos todavía su nombre, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).

Benítez había escrito centenares de textos -diminutos algunos, otros bastante extensos- en todos los formatos posibles y con todos los medios imaginables, aunque no le había ``entrado'' a la computadora como la presión del tiempo sin duda exigía. Con ayuda de algunos amigos dominicanos, monté una Macintosch Classic, con todo y su impresora, en el estudio de la residencia diplomática, y comencé mi labor. Lejos estoy de ser un wiz de las computadoras, pero al lado de Fernando -templado mecanográficamente en la cultura Olivetti y Underwood- me sentía Han Solo ante la consola de mandos del Halcón Milenario. Quise mostrarle algunas habilidades con el procesador de palabras -y, quién sabe, hasta volverlo mi alumno-, pero él se rehusó con firme suavidad. Prefería repasar sus apuntes; criticar con ferocidad cordial las soluciones editoriales que yo le proponía; hojear morosamente los densos folios de los innumerables textos del siglo XVI que había juntado en su biblioteca dominicana. Tenía razón, por supuesto.

A lo largo de esos dos meses y un día casi no salí de la residencia de la calle de Sarasota. Me sumergí en mi labor de sastre y costurero editorial. Al final de esa temporada, el libro quedó listo, impreso en un considerable fajo de papel Bond y encerrado-cifrado en dos diskettes de computadora. Yo estaba exhausto y con unas ganas tremendas de regresar a México, a pesar de que la hospitalidad de los Benítez -Fernando y Georgina- fue ejemplar e irreprochable por todo tipo de buenos motivos.

La convivencia con Fernando fue una experiencia extraordinaria. Por desgracia no andaba muy bien de salud, pero se sobreponía a los quebrantos físicos con un indeclinable sentido del humor y con su picardía a toda prueba. Una negra fortachona e inmensa, que debía pesar media tonelada, llamada Brígida, le echaba la mano en algunos desplazamientosÊarduos por la residencia; de modo que todos nos enterábamos de que Fernando estaba a punto de iniciar algún viaje doméstico cuando lo escuchábamos gritar: ``¡Brigitte, Brigitte Bardot, venga para acá, por favooor!''

Se dirigía a mí con su ya clásico ``hermanito'', que ha resonado en su voz fina y fuerte en las mejores redacciones de los periódicos mexicanos. A cosa de dos semanas de concluir mi estancia dominicana, cuando el trabajo estaba prácticamente concluido, nos sentábamos a conversar; mejor dicho: yo me disponía a oírlo, de lo cual no tengo la menor queja. Era una delicia. No debo contar aquí muchas de esas historias que Benítez me confió; pero puedo asegurar que cada una de ellas daría para novelas y cuentos fantásticos y de aventuras la mar de divertidos. También me hacía leerle en voz alta decenas de páginas mexicanas del Barón Humboldt, con la vista y las intenciones puestas en el futuro libro acerca de la historia de la minería mexicana.

Fernando se animaba cuando había ``sociales'' en la residencia diplomática. Me tocó estar en una cena donde sus dones brillaron como nunca. Estaba presente el embajador de los Estados Unidos y algunos amigos dominicanos de Benítez, viejos comunistas que fueron perseguidos luego de la infame invasión norteamericana de 1963. Todos, el embajador y los dominicanos, estaban en terreno neutral: la residencia del embajador mexicano. Pero Benítez no ocultaba su simpatía por los nacionalistas isleños; aunque en la cena se comportó con una impecable diplomacia, como correspondía.

Ahora Benítez ha muerto en su casa de Coyoacán. Estos recuerdos dominicanos se esmaltan con una nostalgia irrestañable. Sólo queda poner aquí las palabras de rigor, muy sentidamente: Adiós, viejo y afable maestro de tantos de nosotros.