La Jornada Semanal, 27 de febrero del 2000



Héctor Perea

el cuento del domingo

Claroscuro

Con minuciosidad, Héctor Perea nos describe en este relato una aventura de la carne exaltada (tal vez caiga en una de las prohibiciones recientemente establecidas en el recatado Código Penal del Estado de Yucatán). El autor no nos entrega datos sobre los amantes, pero los conocemos (de una indirecta y casi bíblica manera) aunque ellos, al igual que los personajes de El último tango en París, no quieren saber nada de lo que existe fuera del cuarto de los secretos. La mujer delgada se perdió tras las puertas de un hotel de lujo y el hombre inició su espera. La noche se prolongó y los dos supieron que la carne es la única verdad.

... y en cuyos ojos ardían las antorchas del alma.

R. L. Stevenson: Olalla

Volteó a su alrededor mientras dejaba el vaso de agua mineral sobre la mesa. Las miradas se habían dispersado.

Pero el contoneo de las nalgas morenas seguía frente a su cara, rozando casi sus narices. Sacó un billete de veinte y con los ojos extraños clavados otra vez en sus actos lo metió entre la piel brillosa y el calzón, que no era más que una delgada tira que rodeaba la cintura de la mujer y luego descendía y se perdía entre la carne. Aprovechó entonces para cobrarse acariciando en redondo ese cuerpo que de tan próximo, además de encender un murmullo general, le arrojó su aroma. Era un olor penetrante. No de sexo, sino del sudor escurrido y resecado por varias horas.

Salió. Había oscurecido. Fueron horas y horas de encierro. Estaba un poco harto de tantos cuerpos medio ofrecidos y de pasiones fingidas. Caminó, dejando atrás los dos pastiches de mitología egipcia que atraían hacia el bar y se internó en la escuálida corriente de trasnochados a los que ya nada, ni el desarreglo en las ropas que descubrían espaldas y pechos adolescentes -cuidados con celo al inicio de la noche- ni el aroma a vómitos de la calle llamaban en lo más mínimo la atención. Se detuvo, miró el escaparate de las antiguedades. La iluminación artificial resaltaba los pliegues recargados en el manto de una virgen. Y al fondo se distinguían, entre las penumbras de esa galería que más que tienda remedaba un museo, querubines de bulto y pinturas en las que, de nuevo por la luz concentrada, se destacaban los rostros de madonas y santos en pleno martirio. Juego de reflejos, los cuerpos vivos que circulaban desgarbados sobre la superficie del ventanal se sobreimprimían, con su fantasmal palidez, sobre los de la piedad y el sacrificio. El placer saciado hasta sus límites parecía demasiado viejo frente a aquel retrato del dolor, siempre renovado. Muy en el fondo, sin embargo, ya para entonces todo sonaba a lo mismo.

Mareado por la suma de imágenes y en absoluto por el alcohol prohibido definitivamente meses atrás, cerró los ojos y se volvió hacia la calle. Chocó contra la multitud. En realidad, la colisión había sido con un solo cuerpo. El de una adolescente rubia, no muy delgada y desde luego extranjera que sorprendida apenas por el golpe se detuvo y soltó un divertido ``¡Ouups!'' El contacto y la expresión lo hicieron reaccionar y abrir los ojos. ``Oh, I'm sorry!'', dijo, y quién sabe por qué motivo, achacado en seguida al cansancio, en el momento mismo en que se disculpaba dejó que su mano derecha, como una hoja desprendida del árbol, autónoma, se posara con suavidad sobre el seno derecho de la joven. Así permaneció por unos instantes, ante los ojos muy abiertos de ella. Otro ``¡Ouuuups!'', prolongado y más jugoso, seguido por la sonrisa despreocupada de la rubia, lo hicieron retirar la mano, esconderla tras su espalda y poner una cara que decía mucho más que otra disculpa.

La mujer, en otra cosa ya, siguió de frente para alcanzar a su amiga, a punto de vomitar en la entrada de un restaurante italiano cerrado hacía horas.

El también siguió su camino. Pero en sentido contrario y haciendo zig-zags sobre la acera. ¿Qué había pasado? No tenía idea. El choque inesperado, el hartazgo de su vida, la abstinencia de las últimas semanas. O, simplemente, el apetito por un cuerpo cualquiera, sin nombre. Aunque en realidad la gringa ni le había gustado tanto; y después de los desnudos que había visto y rozado toda la noche...

Caminó. Se detuvo frente a otro escaparate mientras acariciaba el boleto del estacionamiento. Le llamó la atención que de nuevo, a pesar de tantos focos, por el tipo de arreglo sólo algunos detalles resaltaran sobre un fondo negro. Y que los maniquíes y las ropas y los muebles fueran tan distintos de como los había visto hace cuánto, con la luz de día. Antes de penetrar en los antros y perderse de lleno entre los vericuetos del tiempo, las pieles ajenas y las burbujas insípidas del Tehuacán.

En estas meditaciones se encontraba, bajo el efecto de las neblinas mentales que uno debe tener por norma en esas circunstancias, inmóvil en una calle cada vez más silenciosa y solitaria, cuando sintió que una mirada se clavaba con firmeza en su nuca. Volteó. Una muchacha delgada, de piel muy blanca, ojos cafés y nariz recta y fina lo miraba sonriente. Sus ojos traslucían el efecto de los tragos o de haber fumado algo. Los labios de esa figura aparecían detenidos en el aire. Destacaban de su rostro y del fondo oscuro de la noche gracias a un rayo extraviado por error del escaparate. Era el retrato de otra madona, aunque pagana. Nada regordeta o sufriente. En fin, ante sus ojos tenía una verdadera aparición.

- Yo lo vi todo -le dijo. Pero no entendí nada. ¿Qué fue lo que te pasó?

Notó que, más allá del tono acuoso, al terminar la pregunta su mirada adquiría cierto brillo eléctrico. Levantó él los hombros y las cejas. Y abrió las palmas de sus manos, volteadas hacia arriba como dos conchas de almeja. Seguía sin saberlo. La joven se acercó y lo miró directo a las pupilas, en plan de reto. Las palabras de ella, ahora lo descubría, habían deslizado un cierto acento. Quizá europeo. La miró. Su delgadez aparecía acentuada en el claroscuro de la noche. Los labios delgados, casi traslúcidos, se habían tensado. Pero los rasgos de su cara seguían siendo suaves. Lo invitaba con la mirada a indagar el por qué de sus actos. Y él aceptó.

Su mano derecha, esta vez bajo un impulso consciente, comenzó a subir por el costado. Iba lenta, con cierta reserva y timidez. Pero también con seguridad. Se detuvo, otra vez medio enconchada, al llegar a la altura de los pechos. Y luego de acercarse, cubrió por completo el seno pequeño, que sintió desnudo bajo el vestido. El pezón se endureció y en ese instante supo que aquello no tenía nada que ver con el asunto original, aún en el misterio y ya en el pasado más remoto y casi en el olvido. Sintió una punzada en el estómago cuando ella tomó su mano izquierda para llevarla a cubrir el otro seno.

Lo abrazó. Se abrazaron, cómplices de algo que tampoco entendían bien pero que sentían con emoción.

Caminaron tomados de la cintura. Se besaban en el cuello. En las bocas. Miraban los aparadores para clavar en seguida los ojos en las transparencias vidriosas, o brillantes, del compañero.

Poco antes de la avenida con camellón dieron con un callecita cerrada aún más solitaria y en penumbras. A lo lejos se escuchaba el deambular de algún coche; una sirena de bomberos. Luego el silencio de esa noche de abandono. Más oscura que nunca.

Al fondo de aquella vía de aspecto romano, culminada por un edificio muy angosto que semejaba la maqueta de un palacete porfiriano -con un doble en otro país, en otro tiempo-, estaban apiladas, una sobre otra, las mesas de un pequeño restaurante, también cerrado hacía horas. Dieron algunos pasos, deteniéndose en los umbrales de las puertas. Entre besos y ya sin luz que los llevara a mirarse a los ojos. Caminaron, se besaron más. Lentamente. Se acariciaron. Estaba claro que sus cuerpos no resultaban nuevos. Uno frente al otro, uno junto al otro, simplemente se reconocían. Ya habían estado así mucho tiempo atrás. Quién sabe dónde. ¿Importaría? Otro misterio.

Casi en el remate de la calle descubrieron que del aparente callejón escapaban dos angostísimos afluentes que permitirían apenas el desliz justo de los cuerpos y los botes de basura. Terminaron su errática caminata. La atrajo hacia su cuerpo y la apretó. Temblaba. Los dos sintieron escalofríos.

La empujó con suavidad y las piernas delgadas pero sólidas de ella chocaron a la altura de las nalgas contra una mesa decorada con el símbolo de Corona. La tomó por el final de los muslos y la levantó. Recorría con su lengua los labios de ella. Y luego ella metía la suya en la boca de él. Se mordían con delicadeza y luego encajaban los dientes en esa franja en que la carne, al volverse húmedo satín, gira los pensamientos a otra zona de igual lubricidad. Y se lamían para calmar un dolor apenas hiriente. Sentó el cuerpo delgado sobre la mesa y fue inclinando su espalda hacia atrás. El frío metálico la hizo encorvarse por un instante. Pero casi enseguida dejó que la espalda se desplegara con una amplitud gozosa sobre la superficie plana, manchada con pequeños puntos de óxido.

Abrió sus piernas y pudo sentir tras la tela del pantalón el interior de los muslos de la joven. Pero también experimentó algo único. La sensación de que las sombras que los rodeaban no estaban muertas, como las esculturas heroicas o las ruinas de la ciudad. Los ojos de esas penumbras animadas los observaban sin parpadear. Otro escalofrío recorrió su cuerpo. Era igual que las mordidas en los labios: dolor y placer. O, más bien, el temor a quién sabe qué mezclado con un regusto agridulce y sin límites. Le subió el vestido y acarició sus piernas. Se frotó contra el calzón. Sentía las miradas, las respiraciones inquietas sobre la nuca. Y ella cada vez más excitada mordía su carne hasta amoratarla en pequeñas secciones. La mujer, su amiga entre enigmas, también sentía esas miradas sobre el cuerpo semidesnudo, sudado, oloroso sólo a su cuerpo. Y se apretaba más y más contra él tras cada vistazo. Se movían acompasados. Metió su mano entre el miembro erecto, oprimido por el pantalón, y el calzón de ella. Sintió la tela mojada. Movía su mano como un oleaje sobre el sexo recubierto de ella. Los dedos y la palma se deslizaban con un ritmo acompasado, chocando contra aquel promontorio caliente y luego deslizándose hacia atrás, retirándose como la espuma de un mar imaginario. Para embestir luego con una energía nueva, nunca antes sentida.

La caricia de las miradas iba ganando también en penetración. Lo sentía con claridad en la espalda. Ella también, de seguro, pero en sus piernas, entre las paredes de su sexo. A la mitad de una de esas marejadas levantó la orilla del calzón y metió con fuerza el dedo en la vagina. Lo metió hasta el fondo y allí lo dejó por unos segundos que parecían no transcurrir. Luego, el dedo se deslizó hacia el exterior sin prisa, bajo el murmullo de protesta de ella y el rugido de las miradas. El flujo y reflujo de las palabras confundían el español con una lengua indescifrable. En ese momento ella era de otras tierras y otra dimensión. Pero tampoco buscó desvelar ese misterio. Todo lo recubrían las sombras. Y las pupilas dilatadas.

Introdujo el miembro en la vagina. Su cadera produjo otro pequeño oleaje. Lo retiró; pero sin sacarlo. Y casi desde fuera comenzó a moverlo en círculos, rozando apenas los pliegues interiores, mojados. Entraba un poco y se retiraba. No dejaba de hacer vueltas, olas, de resbalarse con un ritmo uniforme. Acelerado o cortado de pronto. Las sombras se aproximaban. Bien lo sabía sin tener que verlas. Y los párpados se abrían hasta ser sólo círculos de luz.

Entre giro y giro y sin previo anuncio el miembro penetraba hasta el fondo. (murmullos de placer, chasquidos. Silencio). Para luego retirarse a la periferia y balancearse de un extremo al otro, en un juego milimétrico apenas perceptible. La degustación se concentraba entonces en el centro de sus cuerpos, crecida bajo una presencia múltiple que ambos sentían. Sin retirarse en absoluto, comenzó a voltear el cuerpo de ella sobre la mesa.

Delgado, ligero, flexible, quedó inmóvil bocabajo. Continuó así un rejuego cada vez más lubricado, más sonoro y murmurante. Metió la mano entre la mesa y el abdomen para restregar sus dedos sobre el frente abultado del sexo. Retiró el miembro con suavidad y lo levantó un poco. Apenas un par de centímetros. Con los mismos jugos extraídos acarició en redondo el apretado esfínter. Paciente, empujó contra él. Paciente fue deslizándose por el angosto túnel, ayudado por la cadera y el movimiento de las sombras que los arrastraban ya a un éxtasis sin descripción posible. ¿Las figuras en penumbra venían con ella? ¿Eran la suma de muchas otras noches? ¿Sería él una sombra más, en medio de un ritual de iniciación seguido por todas en algún momento? ¿En alguna noche sin fin? Misterio. Lubricidad. Silencio.

Oprimía con sus dedos la zona abultada, al tiempo que entraba y salía, bajo un ritmo tranquilo. Sentía uno, cuántos alientos virtuales sobre la nuca. Oscurecidos también. Ella no abría los ojos. Sólo sentía y mascullaba sonidos. Balanceaba sus caderas. Sabía que la observaban.

Y de un instante a otro la respiración de ella comenzó a entrecortarse. Sus movimientos a romper el ritmo pausado. El ronroneo gutural a crecer y volverse ruidos, gritos primitivos y apagados. El movimiento de su cuerpo se aceleró. Tomó ella la iniciativa. También a punto de venirse, comenzó a embestirla con fuerza. Hasta adentro, provocando gemidos ambiguos. El dolor seguía allí, justo al borde del orgasmo. Y bajo un impulso inconsciente abrió ella los ojos para descubrir los de las sombras saboreando su cuerpo esbelto. El sudor sobre su piel. Sus movimientos y quejidos. Aquellos ojos fijos se solazaban con la penetración cada vez más física, olorosa, palpable desde cualquier rincón.

Como pudo se zafó del miembro. Dio un salto hacia atrás. Con una expresión que helaba la sangre vio el rostro atónito de él y salió huyendo por una de las callejuelas. Corrió tras ella. Los postes lanzaban trazos regulares de luz sobre los muros y las banquetas. Dieron al fin con la avenida del camellón. Sus cuerpos se iluminaban al pasar por un aparador. Luego eran otra vez figuras apenas trazadas sobre el cuerpo de la noche.

De pronto, sin apenas dejar huella, la mujer se perdía tras las puertas acristaladas de un hotel de lujo. El detuvo de golpe su persecución tras la mirada asestada por el guardia de turno. Y no tuvo más remedio que volver, de espaldas y con lentitud, sobre sus pasos. Caminó así un trecho no muy largo hasta ocultarse bajo el umbral de una puerta remetida. Allí esperó.

No salía el sol. Era imposible que siguiera la oscuridad después de tantísimo tiempo consumido. Pero la noche era ya un telón sin fondo. Cómo hubiera agradecido entonces el ron ahogando sus pensamientos y la luz del día cuando comenzaron a juntarse frente a la suya las miradas cómplices, sin párpados, insatisfechas igual que él.