La Jornada Semanal, 12 de marzo del 2000



Angélica Abelleyra

mujeres insumisas

Amor a lo posible

Angélica Abelleyra afirma que nadie puede negar la ``permanente confluencia de obcecación y claridad para defender la libertad de las mujeres para decidir sobre su vida, empezando por su propio cuerpo'' que caracteriza el quehacer y la obra de Marta Lamas. Por esta razón, es un honor para este suplemento tener en sus páginas la semblanza de una de nuestras mejores insumisas.

Si se pudieran resumir en dos sus propósitos fundamentales, éstos serían: por la libertad y contra el silencio. Y en tanto algunos la elogian y otros la agreden, difícilmente hallaríamos a quien niegue en Marta Lamas su permanente confluencia de obcecación y claridad para defender la libertad de las mujeres para decidir sobre su vida, empezando por su propio cuerpo.

Antropóloga y periodista, es el rostro más visible del feminismo en México, al cual se adhirió despuésÊde escuchar a la escritora Susan Sontag cuando impartía una conferencia durante los cursos de invierno de 1971 en la facultad de Ciencias Políticas de la UNAM. ``Su plática para mí fue un descubrimiento. De repente me cayó un veinte gigantesco, pues me di cuenta de que toda la lucha contra la injusticia, la explotación y el poder se puede llevar al ámbito de la vida personal, de las relaciones amorosas, del trabajo y la sexualidad. Mi hijo tenía un año, yo estaba separada y advertí en mi vida muchas de las cosas a las que ella se había referido. Cuando terminó la charla, corrimos a pedirle bibliografía mientras Marta Acevedo y María Elena Sánchez iban con su libreta de una en una anotando nuestros datos por si nos interesaba una reunión feministaÉ y desde entonces.''

Ese entonces suma treinta años. Pero más de un lustro antes, Marta ya había entrado a la política acompañada por su novio trotskista con quien descubrió lo que era la izquierda. Y también desde entonces se asumió hija de patriarcas: de Marx, de Freud, de su papá y de muchos más, por lo que en ningún momento se propuso ``tirar el modelo patriarcal'' ni hermanar sus demandas feministas a una confrontación con los hombres, como sí lo hicieron muchas de sus colegas.

Lo que Marta sí se planteó como línea de acción fue defender los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, con un enfoque primordial en la despenalización del aborto en México, pues está convencida de que significa ``la libertad de decidir sobre la vida, sobre el cuerpo''.

Punto límite del ejercicio de la voluntad plena y de la autonomía de las mujeres, el aborto se ha convertido en una demanda difícil no sólo de defender sino de poner sobre la mesa de discusión. Tiene un enemigo poderoso: la Iglesia católica, con la que no se quieren enfrentar grupos sociales y partidos políticos. ``Ni siquiera la izquierda progresista quiere comprar esa bronca, por lo que se convierte en tema pospuesto, que se tapa, que se evade. Siempre me asombra que en México no exista una ciudadanía organizada que exija a los políticos una postura frente al tema. Muchos opinan que todo se debe a nuestra condición de país mayoritariamente católico, pero no es así. Italia es una nación católica y además tiene al Vaticano. Y cuando sabemos que allá se cambió la ley del aborto en 1978 y que, dada la oposición, en 1982 se realizó un referéndum nacional donde perdieron el Vaticano y la democracia cristiana, comprendemos que resulta determinante la existencia de una sociedad democrática acostumbrada a discutir los temas. La diferencia entre Italia y México es el grado de desarrollo de la ciudadanía y también de la democracia.''

En eso estamos en pañales. Porque en cuestiones como la interrupción voluntaria de un embarazo (por las razones que sean), muchas y muchos le conceden legitimidad en privado pero no lo hacen en público. Además, los debates al respecto son cada vez más espaciados, si es que todavía existen. Recordamos aún los encuentros en radio y televisión donde las gafas ovaladas de Marta Lamas se enfrentaban con los anteojos cuadrados de Jorge Serrano Limón, el anónimo maratonista con 110 medallas y ultra conocido opositor ultra del aborto, del uso del condón (y de cualquier anticonceptivo) y del placer sexual fuera del matrimonio. Hoy, la presencia de estos dos adversarios y de no muchos más ha desaparecido de los mass media.

``Alrededor del aborto hay una conspiración del silencio. La Iglesia trata de que no se hable del tema y sus socios, como el señor Roberto Servitje y otros empresarios, amenazan a las radiodifusoras y a las empresas de televisión con retirar la publicidad de sus marcas si se toca el asunto. La derecha no quiere que esto se debata amplia y democráticamente porque sabe que pierde. Cuando discutes públicamente, las prohibiciones teológicas se desgastan; y cuando las mujeres escuchan argumentos, cuando saben que no están solas y que la interrupción de un embarazo es legítima, se sienten fortalecidas.''

Pero no sólo en el plano de la discusión abierta por canales masivos Marta Lamas ha sido figura central. La reflexión amplia, académica y científica sobre sexualidad y reproducción, derechos humanos de mujeres y de hombres, así como los avances y estancamientos del movimiento feminista en México dan consistencia a un ladrillo, como ella y el comité editorial (Hortensia Moreno y Gabriela Cano a la cabeza) le llaman cariñosamente a Debate feminista, publicación semestral con diez años de vida, referencia obligada para activistas, investigadores y analistas de nuestro país, de América Latina y el resto del mundo.

La revista es uno de sus dos proyectos de vida ``muy concretitos'', espejos de su compromiso para con la sociedad mexicana. El otro es el Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE), organización no gubernamental integrada en 1991, cuando en el sexenio salinista se reformó el artículo 130 de la Constitución para darle presencia legal a la Iglesia católica, y desde 1992 difusora de información científica y actualizada sobre los derechos sexuales y reproductivos en el país, como contrapeso a las posturas de la Iglesia y organizaciones civiles católicas sobre la materia.

Asimismo, GIRE ha implementado campañas para promover en el Código Penal del Distrito Federal la despenalización del aborto por causas específicas: eugenésicas, peligro de salud de la madre y razones económicas. La tarea ha sido ardua y las iniciativas de reforma para el DF quedaron congeladas en 1983, de la misma manera que en 1998 diversos líderes empresariales e instituciones de asistencia privada detuvieron esa posibilidad al negar que el aborto fuera un problema de salud pública y de justicia social. Al contrario, ratificaron su conceptualización de esta práctica como ``asesinato'' y resultado de ``la ignorancia, pobreza, marginación y libertinaje sexual'', por lo que el esperado debate no se ha dado hasta ahora, cuando el aborto continúa como la cuarta causa de muerte entre la población femenina de México.

Aún así, optimista, esta devoradora de libros y revistas, disfrutadora del trabajo comunitario, ``espanta-cigüenas'' y ``madre-asesina'' para algunos, y ``paladín de la libertad'' para otros, piensa que la democracia sí resulta lo menos malo como modelo en el país, en lenta conformación. ``Lo que debemos hacer es construir ciudadanía y luchar por hacer valer lo que tenemos, como la defensa del laicismo en el país, dejar de tener miedo a hablar de la sexualidad y ser radical en el pensamiento pero amar lo posible.''

Para Lamas, uno de esos posibles es la despenalización del aborto: ``En eso no hay paso atrás: vamos hacia esa tendencia de la modernidad donde los seres humanos sean los dueños absolutos de sus decisiones, de sus procesos de vida y de sus cuerpos. El problema es el tiempo que nos tardaremos en lograrlo y el costo de vidas que acarreará ese lapso. Muchas personas me preguntan las razones para continuar si ya no tendré abortos y no tengo hija mujerÉ `¿Por qué estás necia, obcecada con eso?', insisten, y yo no tengo más que responder: `Porque creo que es una causa justa y un desafío''', ratifica la insumisaÊque no confía en los relatos que circundan la vida personal. Al menos, no en su caso. ``Creo definitivamente que uno es su trabajo'', enfatiza. Y, ni modo, aquí no cabe la duda.



Betina Keizman

entrevista con Luisa Valenzuela

El uso de las palabras

Luisa Valenzuela, la gran escritora argentina, habla en esta entrevista de inusitada claridad sobre el lenguaje que es propiedad de los hombres (como una vaca marcada a fuego) y de la lucha de las mujeres por encontrar el ``ganado cimarrón'' de la palabra, ``no para marcarlo sino para limpiarlo de marcas para que sea del dominio de todos''. Luisa busca ver en su obra ``lo que aporta la mujer en el tema del erotismo'' y logra con maestría ``entrar en donde uno empieza a analizar el propio deseo y el lenguaje del gozo''.

¿Cómo te ubicas en relación con los narradores argentinos de tu generación?

-La verdad es que no me ubico. No me ubico y no me ubican. Soy un bicho raro. Siempre he sido muy marginal en todos los aspectos, por eso no saben dónde catalogarme, así que yo me decreté escritora mexicana porque México es un lugar donde recibo y doy mucho afecto. También hay aspectos prácticos, es un lugar en donde he publicado bastante. Los cuentos completos que se acaban de editar, por ejemplo, son de Alfaguara México.

-Tu inserción en otros países, Estados Unidos, por ejemplo, ¿cómo la explicas?

-La verdad es que tengo más reconocimiento fuera de Argentina. El poeta Alberto Girri decía que yo tengo la extranjería en el signo zodiacal; él me lo dijo antes de que sucediera. Tampoco es que me ninguneen, para usar esa maravillosa expresión mexicana. Pero es otra la recepción que tengo fuera.

-¿Y no se trata de un lugar elegido?

-Posiblemente, pero es una elección de doble faz: yo lo elegí pero me eligieron también a mí. Es cierto que me encantan los viajes y que me encanta vivir afuera, y eso es algo que el medio intelectual no te perdona, aunque hay poca gente más nómada que el argentino.

-A veces, en lugar de los vínculos de origen, uno elige otro tipo de inserción, de lazo. Creo que uno de los lazos que elegiste es el de la literatura femenina...

-Sí, eso tiene mucho sentido para mí. Me interesa cierta indagación desde el otro aspecto del lenguaje, lo que van escribiendo las mujeres... Pero no cierro el panorama ahí, me interesa ir abriéndolo, ver cómo podemos ir explorando territorios casi desconocidos. Entonces, me interesan las mujeres; Margo Glantz, por ejemplo, que realmente trabaja en esta búsqueda. Y eso también incomoda. Parece que queda como una elección feminista donde te estás aislando del discurso masculino, y el discurso finalmente es bisexual, es andrógino, y está cargado de connotaciones de toda índole, de todo tipo de hormonas. A mí me interesa particularmente esa búsqueda dentro del lenguaje, no de la temática, sino en el uso de las palabras.

-En comparación con el uso patriarcal del lenguaje...

-Claro, porque el lenguaje está muy marcado, el lenguaje está totalmente signado, así como las vacas que las marcaban a fuego. El propietario de la palabra es el hombre; entonces, uno tiene que estar buscando este ganado cimarrón (para decirlo en argentino), este ganado salvaje, y limpiarlo de marcas, no marcarlo sino limpiarlo de marcas para que sea del dominio de todos.

-Es interesante que lo pienses relacionado al lenguaje y deseches los aspectos temáticos.

-Sí, la temática me parece aburrida. En su momento cumplió una finalidad: que la mujer pueda hablar de su cuerpo y reconocer sus cuestiones orgánicas que antes eran tabú, pecaminosas. Pero no creo que eso sea una finalidad en sí. Es decir, cumplió su momento, se habló y ya está. El lenguaje es infinitamente más tabú, está infinitamente más marcado porque la trampa es más sutil. Yo siempre cito una frase ya vieja de una feminista lingüista que decía que los hombres se quedaron con los textos y le dejaron a las mujeres los textiles; y texto y textil tiene la misma raíz latina, es la misma palabra, pero hubo una separación jerárquica. También dice: los hombres se apropiaron del cosmos y nos dejaron los cosméticos y la revista Cosmopolitan. Entonces, de alguna manera hay que apropiarse del cosmos porque es de todos. Esto del año 2000 me encanta. Yo estoy sumamente entusiasmada con el año 2000, es el mito del dos, salimos del fálico uno hacia el dos, con esos tres ceros donde la indefinición está más aceptada.

-Te interesa lo indefinido, lo trabajas en tus textos...

-Sí, me interesa indagar sobre una mirada más femenina en donde la ambiguedad circule para generar, no para mantenerse en una indefinición oscura y nebulosa como la de los surrealistas, sino para que genere luminosidad, claridad de pensamiento. Tampoco es decir: la mujer es lo indefinido y el hombre es lo definido. En realidad, hay que integrar. Siempre dicen que yo miro las cosas desde un lado y después desde otro y desde otro, y es cierto, a mí eso me fascina. Para tratar de entender tienes que tratar de encontrar las tesis, las antítesis, los otros ángulos. Yo creo que no podemos seguir partiendo de las certidumbres, de las certezas.

-¿Cómo influye en esta idea tu experiencia en Estados Unidos?

-Mi experiencia en Estados Unidos es Nueva York, que es una experiencia distinta a la de una universidad en el medio oeste norteamericano. Nueva York es un lugar donde fluye la imaginación, es una ciudad loca, devoradora, pero donde la imaginación está a flor de piel. Entonces también te da la sensación de estar viviendo en otra dimensión, por eso me gustaba y me gusta tanto. Por eso también me interesó tanto el pensamiento indígena y por eso me acerqué a la gente de Nuevo México. Tienen un concepto que a mí me resultó fascinante: el del payaso sagrado (que también lo ves en México, pero no lo reconocen tanto). El payaso sagrado es el que en los rituales sagrados va a destruir el ritual, el que va a fastidiar, a molestar, a hacer todo al revés. Y es más sagrado que los dioses que están representados por las máscaras porque él es el que te hace mirar al mundo dos veces, te hace ver la parte desacralizada de lo sagrado para que lo percibas de otra manera.

-Es algo carnavalesco.

-Totalmente carnavalesco. Los payasos sagrados son los que dicen las cosas más obscenas y hacen gestos impúdicos, y al mismo tiempo crean algo; son los únicos que pueden ser irrespetuosos y que, de alguna manera, exacerban el respeto del otro. Es interesante. Yo me siento un poco como un payaso sagrado; también Nueva York tiene bastante de ciudad payaso sagrado, con todo el horror que es Estados Unidos y toda la pata que nos ha puesto encima. Pero como sucede que cuando estás en un lugar ves a los seres humanos que lo habitan y no a los grandes poderes que lo mueven, adquieres otra mirada.

-¿Y qué tipo de mirada te interesa desarrollar en tus libros?

-Por ejemplo, ver qué aporta, qué pasa con la voz de la mujer en el tema del erotismo. Entrar en donde uno empieza a analizar el propio deseo y el lenguaje del gozo.

-En tus libros hay una búsqueda de lo erótico y también de lo sórdido, como dos espacios no explorados.

-Me interesa indagar en las zonas oscuras, en la noche oscura del alma. Me gusta mirar hacia dentro, ver lo que hay, atestiguar cómo aflora lo sórdido. También me interesa mucho el humor para salir de ahí, porque cuando estás caminando por el filo de lo sórdido, de golpe un toque de humor hace que se desvíe el camino y entres en otra cosa. Si lo miras con un ojo medio picarón, bromista, lo sórdido se puede transformar en otra cosa, aun para la gente que está viviendo esa situación de sordidez que es lamentable. Es abrirles una ventana.

-Entonces, por lo que estás diciendo, rescatas aquella vieja idea de la función de la literatura.

-Claro, es una función de la literatura que no está prevista dentro del posmodernismo. Pero yo creo que de otro modo no hay literatura. Si no indagas en otros planos o intentas hacerlo; si no tratas de levantar capas de piel, entonces te quedas en lo totalmente epidérmico, ni siquiera en lo subcutáneo. Hay que hacer como en una lección de anatomía, ir tratando de meterte cada vez más adentro. Eso es desagradable para el lector; por eso, a veces el humor realmente salva: permite que uno lo haga y el lector lo lea. No intento hacerlo siempre, no es algo intencional, pero me interesa ver qué hay más allá, detrás de la esquina. Siempre me interesa hurgar.

-Hablas como si tu escritura fuera una extensión de tu carácter.

-No sé dónde empieza la escritura y dónde termina la vida de uno.

-¿Cuándo quisiste ser escritora?

-No sé si quise. Sucedió después, cuando ya lo había hecho. A los dieciocho años escribí un cuento y me lo publicaron en una revista literaria de la época. Y yo me sentí bien, contenta, y me decían que escribiera una novela. Me casé a los veinte años y me fui a Francia y ahí empecé a escribir esa novela. Entonces me di cuenta de lo que es escribir, que es maravilloso: ese mundo de descubrimiento que se va abriendo ante el ojo del escritor, los personajes tomando vida y haciendo lo suyo... es fascinante.

Después descubrí la contracara, ese lapso en que uno no escribe y sufre tanto. Luego sale el libro y se sufre con las críticas; siempre hay periodos de sufrimiento. Pero el momento de la creación es maravilloso. Yo quería ser pintora porque me encantaban los colores, las formas, los dibujos. Intenté un aprendizaje no académico pero la escritura me salía más natural. Entonces me desalenté solita, porque la pintura no me daba esa satisfacción que yo sabía que tenía que estar en algún lado, que existe cuando te está saliendo algo naturalmente, porque te pertenece.



Stefano Vastano

No todos los Canetti son Elias

Veza siempre vivió a la sombra de su célebre esposo, aunque hizo mucho más de lo que podría imaginar cualquier lector de Auto de fe y del resto de la obra canettiana -un adjetivo que deberá ampliar su significado. Ahora, después de sesenta años de silencio, la narrativa de Veza Canetti vuelve a ser publicada en Alemania y otros países, gracias a lo cual recuperamos a una autora cuya importancia es por completo independiente de la obra que, hasta ahora, solíamos agrupar bajo el apellido Canetti.

De Elias Canetti, gran escritor, filósofo y dramaturgo, nada o casi nada se nos escapa. Su maravillosa novela Auto de fe (1930), su monumental obra sociológica Masa y poder (1960), e incluso sus relatos de viaje (como Las voces de Marrakesh, de 1967, sólo por mencionar el más famoso), hacen de él uno de los más importantes y leídos escritores de nuestro siglo, merecedor del Premio Nobel de literatura en 1981. Por el contrario, hasta ahora nada se sabía de su primera esposa, Venetia Taubner-Calderon, conocida a partir de su matrimonio con Elias en 1935 con el diminutivo de Veza. Sobre todo, no se sabía que también ella era una escritora de gran valor, como lo está revelando la reimpresión en Alemania de sus escritos olvidados.

En su autobiografía, el mismo Elias Canetti reconstruye, con las palabras más dulces y sinceras, su primer encuentro sucedido el 17 de abril de 1924. Cuando en Viena Karl Kraus da una conferencia, allí está la adorable Veza, que había nacido en la capital austriaca en 1897; tenía pues ocho años más que el cosmopolita y gran escritor búlgaro. ``Una joya -escribe después Canetti-, un ser que nunca hubiera esperado poder encontrar en Viena, si acaso en una miniatura persa. Confuso, en lugar de los ojos, le miraba sus negras y estupendas pestañas, maravillándome continuamente por su pequeña boca.'' Palabras dulces, pues, que revelan todo el ``deslumbramiento'' (este es el título original de la primera novela de Canetti, Die Blendung) del joven estudiante Elias, de diecinueve años, frente a la ``maravillosa persona de rostro español'': Veza. Palabras que sin embargo ocultan, bajo tanta miel, un hecho esencial de la persona amada, un hecho que el mismo Canetti -tal vez por envidia o por celos, aunque nadie sabe a ciencia cierta por qué- mantuvo en silencio hasta el final: también la bella Veza -que al principio de los primeros años veinte fue maestra de preparatoria en Viena-, una socialista apasionada, escribía cuentos, novelas, poesía y piezas teatrales que publicaba en el más importante diario austriaco Die Arbeiter-Zeitung (el diario de los trabajadores).

En ese diario, en junio de 1932, bajo el seudónimo de Veza Magd, publicó su primer cuento, ``El vencedor'', además de reseñar obras de Gorki, Isaac Babel, Joseph Roth y otros. En 1933, cuando Elias se trasladó al departamento de Veza en la Ferdinandstrasse 29, Veza siguió con otros textos en prosa y teatro, como la novela La calle amarilla y la pieza teatral El ogro. ``Soy socialista -escribe ella en una carta de 1950-; en los treinta publiqué en un diario vienés bajo seudónimos porque, como me confesó el director, con tanto antisemitismo latente no convenía que se publicaran demasiados cuentos de una judía.''

Es un mérito de la casa editorial Muchnik haber empezado a recuperar y publicar -aunque a medio siglo de distancia- estas obras dispersas de Veza Canetti que, en 1956, en una crisis depresiva, destruyó muchos de sus manuscritos y tiempo después murió, casi seguramente por suicidio, el primero de mayo de 1963 en su departamento de Londres.

Después de la novela La calle amarilla (editada en 1990 por Hanser, con un prefacio de Elias Canetti) y el libro de cuentos La paciencia trae rosas, publicado en 1992, ahora es el turno de Las tortugas, sin duda la novela más lograda y madura de Veza Canetti. Una novela escrita casi de un solo tirón en los primeros tres o cuatro meses de 1939, es decir, en el primer periodo del exilio londinense de los Canetti, después de su huida de Viena, luego de la anexión austriaca de Hitler en marzo de 1938. La novela narra precisamente la lenta y sistemática persecución de un pareja de intelectuales judíos y de la comunidad judía vienesa, bajo el infame racismo hitleriano.

No es difícil reconocer a Elias en la figura del poeta Kain, protagonista de Las tortugas, protegido y consentido por su esposa Eva (ésta también de tez morena y de cabellos negros), así como en la realidad Veza siempre estuvo al cuidado del ``joven genio'': Elias fue venerado y mimado hasta el final por Veza que, aunque discapacitada de un brazo, copió a máquina todos los manuscritos de su marido. Es evidente que también la gran casa de campo de los alrededores de Viena de Las tortugas, donde Veza esconde y hace sufrir en paciente silencio a sus protagonistas -exactamente como las tortugas, en cuyo caparazón un exaltado nazi quería grabar la suástica hitleriana-, no es otra que la casa en el pueblo de Grinzing en el que se refugiaron los Canetti desde septiembre de 1935 hasta la huida de Londres. La torrecilla de la casa de campo en la que los desesperados Eva y Kain esconden las tortugas salvadas de la infame marca nazi; el gran balcón que se abre sobre el valle con el que empieza la novela -exactamente cuando un oficial trata de izar la bandera roja del Tercer Reich-, hasta las piedras y las estatuas en el jardín, corresponden puntualmente al real y último domicilio de los Canetti en los alrededores de la amada y odiada Viena.

``Un poeta -hace decir Veza a Eva, su alter ego en la novela- puede crear sólo allí donde está viva su lengua: la lengua es su alma; las figuras que crea, su cuerpo.'' Tanto para el poeta Kain como para su esposa Eva, el exilio se vuelve una perspectiva inevitable cuando en la bella casa de campo aparece Baldur Pilz, antisemita despiadado, nazi fanático y ex oficial de aviación. Poco a poco, la convivencia con el maléfico ``hongo'' nazi -hongo es el significado de pilz en alemán-, se transforma en una terrible tortura, primero sólo para Kain y Eva, y después para toda la comunidad judía (uno de los más bellos capítulos del libro es ``Noviembre'', en el que Veza describe el incendio y la destrucción de las sinagogas de Viena en la noche de noviembre de 1938). No sólo Las tortugas, sino la obra completa de Veza Canetti, en buena parte histórica y autobiográfica, obliga a pensar en cuál sería la misteriosa razón por la que Elias Canetti no sólo nunca la mencionó, sino que además destruyó, poco antes de morir en 1993, toda la correspondencia que sostuvo con Veza, la gran escritora que fue su primera esposa.

Traducción de Annunziata Rossi



Marta Donís

el cuento del domingo

Despedida

El amor en la ciudad, la boda de parejas ``enamoradas hasta el disparate'', las ``bocas pellizcaditas y carnosas'', los despidos del trabajo, la llegada de los nietos, las infidelidades en la comezón de los cincuenta y cinco años, las separaciones, las clases de francésÉ Con todos estos materiales ``humanos, demasiado humanos'', Marta Donís construyó este cuento del domingo que tiene un final lleno de serenidad.

La primera vez que pensé en irme planeé todo, hasta el color de la ropa interior que me pondría, y ahorré para unas botas beige de tacón bajo que combinaban con el precioso traje sastre de lino que me había regalado mi marido.

Todavía me acuerdo perfecto: acababa de cumplir treinta años y en medio de mi fiesta me vino un impulso frenético de salir corriendo. Pero, luego, una fuerza -un terror- me obligó a quedarme. Con los años aprendí a aceptar que mi cara, que mi cuerpo envejecerían junto a Mariano; con el tiempo llegué a aceptar que en mi vida había un destino al que tenía que someterme.

Pero hacía unos meses que Mariano, con sus necedades y deudas y sus coqueteos con muchachitas, me tenía totalmente desesperada; te lo juro que a vecesÊme dan unas ganas locas de largarme para siempre. Mariano. Quizá me fue fiel los primeros tiempos, aunque con los hombres nunca se sabe. Bueno, sí, sí sé: me fue fiel siempre, creo, sólo hasta últimas fechas le dio la viruela de hacerse el don Juan.

Endeudado y necio fue desde antes de casarnos, ¿cuántos coches no cambió por otros sin haber terminado de pagarlos? Ahí estaba el Cutlass: casi era suyo, cuando ya se estaba echando la droga del Lincoln. Ese hombre no puede tener nada propio, ni la casa donde vivimos: aunque sea de su mamá, tiene que estar pagando renta, tirando el dinero a la basura. Cierto que es un hombre responsable y paga lo que debe, pero a mí me da muchísimo coraje que la gente se aproveche de su generosidad, de su fascinación por las cosas nuevas. Hasta su mamá es una aprovechada: ¿cuántas veces no le ha ofrecido Mariano comprarle la casa? Y, claro, desde que lo corrieron de los laboratorios, la cosa empeoró: no sólo siguió haciéndose de deudas, sino que las aumentó, como si el dinero cayera del cielo. A veces he pensado que Mariano se hizo despedir: tanto lo jala esa vida en los restaurantes y los bares. Por fortuna lo indemnizaron y, con tantos años en el laboratorio, recibió muy buen dinero. Gracias a Dios las niñas ya se casaron.

Pues ese día, después del desayuno, subí a mi cuarto. Estaba en orden y silencioso, parecía como si el tiempo se hubiera detenido. El sol entraba por la ventana como una cascada, ese sol de las diez que es una bendición. Su calor suavísimo me envolvió arrullándome. Esos momentos han sido siempre los más felices: me parece que toco la eternidad, que recupero la vida perdida. Se me olvida que tengo cincuenta años, las ausencias de Mariano, se me olvida que las niñas ya se fueron.

Las niñas, por Dios, verlas primero tan chiquitas, cargarlas, velar por ellas. Luego, ya gatean, ya caminan, y que la bicicleta, las tareas, los patines. Y de pronto la vida se vuelve un vendaval, qué un vendaval: un huracán que te las arranca de los brazos: ya no son tuyas, ya son harina de otro costal. Pero al menos los hijos son los hijos, son sangre de uno, y eso ni Dios lo tuerce. El marido es otra cosa: aunque vivas con él cien años, nunca es tu pariente. Aunque, bueno, después de vivir treinta años con alguien acabas más revuelta con él que con tu familia.

Con Mariano me casé enamorada hasta el disparate. Desde que lo vi en aquel café adoré su perfil, su boca pellizcadita y carnosa, y la cabeza redonda como de estatua. Su voz ronca es como una fuente antigua que me trae momentos olvidados de la infancia. Durante años he bebido con verdadera gula su olor, y después de cada vez que hacemos, hacíamos, el amor, me digo que nada podría ser mejor que morir enredada a su cuerpo.

Aún ahora siento ternura por su entusiasmo infantil ante las cosas y por su sensibilidad, pero a la vez su fuerza y valentía me conmueven. Mariano me hace sentir segura, me da un lugar y la sensación de que alguien velará siempre por mí. Sus manos son de lo que más amo en él: grandes, fuertes, tibias.

Mariano empezó a dar guerra hasta hace poco, unos cuantos meses antes del despido. Fue la crisis de los cincuenta o el matrimonio de las niñas, sobre todo el de Quetita, que era su adoración, o quizá porque Lulú lo hizo muy pronto abuelo, el caso es que le dio por comportarse como muchacho malcriado. Hasta que la muerte nos separe, había jurado, y hasta la muerte iba a quedarme. Pero el desempleo volvió irascible a Mariano y las parrandas se hicieron hábito. Yo seguí con la infinidad de quehaceres de la casa y las largas, despaciosas tardes de televisión y tejido. Muy esporádicamente como fuera con alguna amiga. Los jueves tomo clases de pintura y una vez por semana me vienen a ver mis hijas. Muchas noches antes de dormirme pienso que desde que se fueron ellas, mi vida ha quedado triste y vacía, como una cáscara desdeñada.

La idea de irme de la casa empezó, creo, cuando Laura Gómez me contó que había visto a Mariano con una muchachita de no más de veinte años en el Champs Elysées. A mí, en cambio, hacía años que no me invitaba a un restaurante. ¿O fue la vez en que Mariano, pretextando una partida de dominó, tardó tres días en regresar? O quizá el deseo de abandonarlo afloró ante sus silencios hoscos, su indiferencia, sus rechazos. Pero el colmo fue cuando, al entrar con Laura al Mazurka, ese mediodía del 2 de mayo, vi a Mariano abrazando a una mujer mientras le hablaba al oído. La acompañante no llegaba ni a los treinta años, y era hermosa, con ojos como dos lunas llenas y piel de durazno maduro. Tenía el cuerpo que siempre quise tener: esbelto y con la carne que se precisa en cada lugar.

Fue un vistazo nomás. Me sentí relegada y ridícula, me sentí como un trasto viejo. Una rabia infinita me nubló la vista. Laura, que lo había mirado todo, me sacó del restaurante y me llevó a mi casa. No quise ni hablar del asunto con ella y, nomás se fue, empecé a hacer las maletas. Juré no decirle nada a Mariano. Si tan sólo pudiera odiarlo lo suficiente como para estrangularlo, pero sentía el corazón desecho.

Al día siguiente fui a la preparatoria del colegio Miguel Angel, y me dijeron que por ser ex alumna en quince días habría posibilidad de algunas clases de francés y de pintura.

Sólo faltaba en las maletas el cepillo de dientes y la caja de pinturas. Había decidido no ir a casa de Lulú, como había planeado al principio, ¿para qué molestar?, menos con Quetita, que siempre toma el lado del papá. Me iría a una pensión y ahí me quedaría hasta conseguir departamento. El corazón me latía aceleradísimo y por un momento me sentí sin fuerzas, como cuando en mi fiesta de los treinta años pensé que me iba a desmayar con los primeros sorbos del vodka.

Recorrí la casa otra vez, mirando cada cosa como un ladrón que no sabe qué llevarse. En el cuarto de las niñas, con sus edredones y cojines floreados y los doseles de latón cubiertos de gasa, los muñecos de peluche en las camas parecían esperar a que Lulú y Quetita regresaran de la escuela. Me senté en el tocador y me miré en el espejo. ¿Cuánto hacía que no estaba suspendida en los brazos de Mariano? Como la vez que fuimos a bailar al restaurante El Lago, hacía ya años de eso, cuando apoyada en su hombro pensé que podía quedarme así toda la vida. Después regresamos a la casa callados, la mano de él apretando suavemente la mía, como dos novios que sólo piensan en estar solos.

Me asomé a la ventana: afuera en la calle había poca gente: un señor con portafolios que caminaba de prisa, una mujer con tubos que barría la banqueta, el vendedor de leche que tocaba el timbre en la casa de rejas negras. Ahora yo sería un personaje más del mundo, caminaría quizá cargando mi caja de pinturas o me dejaría arrastrar por el tráfico para dar mis clases de francés. Me temblaron las manos como si tuviera fiebre.

Tenía que apurarme. Bajé rapidísimo las escaleras sin voltear a ver nada. Las tres cuadras hasta Insurgentes con el calor de esa hora y cargando las maletas me parecieron como cruzar un abismo sobre una cuerda floja.

En Insurgentes los gestos fríos, casi tristes de la gente me hicieron pensar en la hosquedad de Mariano. Miré mis zapatos de charol negro y pensé si treinta años de ama de casa podrían borrarse con unas clases de francés.

La calle olía mal. Me imaginé que en el vientre de la ciudad las aguas negras llevaban cadáveres podridos y que, bajo las coladeras, un río oscuro y pestilente acabaría por anegar las calles.

Un taxi se acercó despacio buscando pasajero. Las maletas jalaron mis brazos y mi cuerpo hacia el suelo y casi me hicieron caer. El chofer tocó el claxon y me pareció escuchar el grito lúgubre de una ambulancia. Bajo mis pies se abrió un pozo negro y sin fondo.

El taxi, finalmente, siguió de largo. Miré otra vez mis zapatos -¡combinaban tan bien con mi traje nuevo de seda! Cargué las maletas que, más ligeras, me llevaron de regreso a casa.

Ilustración: Margarita Sada



Once voces


Once voces convencidas de la belleza intrínseca del quehacer literario y de la sustantividad independiente de la obra de arte. Once voces rigurosas y alegres en la búsqueda y el encuentro de la forma. Once sensibilidades distintas unidas por la ceremonia del poema y del juego de las palabras y los ritmos. Ofrecemos a nuestros lectores este conjunto de poemas sobre dioses, amores, desencuentros, encuentros, el canto y su compromiso grave y gozoso.


Ser como dioses

Coral Bracho


Quimera

Silvia Eugenia Castillero

El microscopio de la fantasía descubre criaturas distintas a las de la ciencia pero no menos reales; aunque esas visiones son nuestras, también son de un tercero: alguien las mira (¿se mira?) a través de nuestra mirada.
Octavio Paz, El mono gramático


Ofrendas para Kypris

Elsa Cross


Tres poemas

Alicia García Bergua


Notas en mi cuaderno

Carmen Leñero


Remembranza

Pura López Colomé


Para el otoño

Rosa Emilia Mendoza

A Mario Mayén


Negro-Marfil

(dos fragmentos)

Myriam Moscona

I


Intensidad

Angelina Muñiz-Huberman


Pequeño sol loco

Patricia Vega


Angeles

Carmen Villoro