La Jornada Semanal, 19 de marzo del 2000



Marco Antonio Campos

Rodríguez

Guillermo Prieto pensó, nos dice Marco Antonio Campos, que todo (la capa azul, el sombrero alto en la mano, el rostro de rasgos indígenas, la raya en medio de la cabellera negra y lacia) ``estaba mal colocado en el cuerpo'' de uno de nuestros románticos mayores, Ignacio Rodríguez Galván. Su figura veinteañera llenó por unos minutos el escenario de la Academia de Letrán y sus versos encomiaron la inusitada belleza de ``la rosa de oro del Teatro Principal''. Unos años más tarde vio la luna desde la cubierta del vapor Teviot que lo llevaba a La Habana. Recordó a José María Heredia (cubano-mexicano si los hubo y habrá) y sintió la mirada de su mala estrella. Marco Antonio Campos fabula con datos precisos e imaginación bien domeñada, esta biografía que oscila sabiamente entre la realidad y la ficción.

a María del Carmen Ruiz Castañeda

La noche del viernes 14 de mayo de 1842 Rodríguez, con mirada nubosa, miraba en diagonal, una y otra vez desde la contraesquina de Colegio de Niñas y callejón de Dolores, las tres puertas de la fachada del Teatro Principal, y a través de la fachada, imágenes y escenas donde surgía una y otra vez, en diferentes instantes, Soledad Cordero. Una de esas puertas llevaba a lo que fue antes el local del Café Veroly, ahora Café del Progreso, donde se reunió tantas veces con los jóvenes amigos lateranenses.

Al otro día, Rodríguez partiría para Xalapa y luego a Veracruz, Nueva Orleans, La Habana y finalmente Caracas, donde tomaría su puesto en la Legación Mexicana en las Repúblicas del Sur e Imperio del Brasil. De pronto, al pensar que dejaría México, se le vino a la memoria un día de 1838 cuando el joven Ignacio Ramírez llegó a la Academia de Letrán. Sonrió. Luego de leer Ramírez un texto que escandalizó al rector Iturralde y al padre Guevara, y fascinó a casi todos los otros, próceres y eminencias empezaron a interrogarlo. Al preguntarle el ministro Tornel qué le gustaba más de México, contestó que Veracruz, ``porque por Veracruz se sale de él''.

Pensó en el amor, ahora sí imposible, por la Cordero y en una gloria artística que se le iba como humo de las manos. Cuanto había escrito importante en teatro había sido pensando en ella como primera actriz. Así lo fue en 1838, cuando se puso en escena Muñoz. El visitador de México y lo era ahora en abril con El privado del virrey. Eran ya varios años en el intento de alcanzarla, y eran ya varios años que, en todo intento, sólo había encontrado palabras áridas y desdén quemante. En vez de que los años disminuyeran el tenaz incendio en la hierba del corazón, el amor se había vuelto a tal grado en él una obsesión enfermiza, que su protector y amigo, el ministro de Guerra José María Tornel, consciente de un absurdo que ya tenía visos de locura, gestionó el actual puesto diplomático ante el presidente Santa Anna y el ministro de Exteriores y Gobernación, José María Bocanegra. El nombramiento quedó expedido el 14 de febrero. Rodríguez, que aborrecía al tirano, debió tragarse puñados de alfileres, y darle las gracias en una carta a él y a Bocanegra. No sólo eso: cuatro días después de su designación, Santa Anna, en uno de sus fastuosos autohomenajes, había colocado en calle Vergara la primera piedra para la edificación del Gran Teatro Santa Anna. En la ceremonia Rodríguez Galván puso un poema suyo en los cimientos, donde decía que México al fin tendría un teatro hermoso, digno de su esplendor y grandeza. Se sintió mal. Sin duda era un honor para alguien tan joven, de apenas 25 años, que lo llamaran para escribir un poema alusivo existiendo poetas y dramaturgos mayores de edad que él con más méritos, pero a la vez era un profundo disgusto consigo mismo, una molestia corporal, saber que convalidaba uno de los caprichos engreídos del déspota.

Encapotado, reflexivo, Rodríguez caminó hacia el norte por Coliseo, dio vuelta a la izquierda hacía San Francisco y de nuevo a la izquierda para entrar a San Juan de Letrán. Se detuvo ante el Colegio.

Conocía a los cuatro desde años antes, sobre todo a Guillermo Prieto, compañero de tertulia en casa del poeta Francisco Ortega, en Escalerilla 2, donde llegó a tratar a tan buenas personas como Eulalio María, el hijo de Ortega, y Luis Martínez de Castro, inmisericorde a la hora de disparar flechas epigramáticas o redactar sátiras. Incluso se había hecho en la tertulia adolescente un curioso periódico que titularon Obsequio de la amistad. Tal vez fue en esos días de principios de los años treinta cuando los amigos empezaron a decirle Rodríguez y no Ignacio y él comenzó a firmar desde entonces como Ignacio Rodríguez o simplemente Rodríguez, y muy ocasionalmente, por ejemplo en un artículo de El recreo de las familias, como Ignacio Rodríguez Galván.

El 11 de julio de 1836 los hermanos José María y Juan Nepomuceno Lacunza, el delicado y tímido Manuel Tossiat Ferrer y el animoso y perspicaz Guillermo Prieto, uno más pobre o mísero que otro, luego de dos años de tertulia en el ruinoso cuarto de José María, emprendieron la fundación de la Academia de Letrán para dar ímpetu a las letras nacionales y democratizar la cultura. Celebraron el hecho con un discurso de José María, y comieron, como si fuera un banquete de la corte francesa, una piña espolvoreada.

Como el Colegio mismo, el dormitorio de Lacunza, situado en el segundo piso al fondo del segundo patio, era una imagen representativa del destrozo y del deterioro. Al principio siguieron siendo allí las reuniones de los jueves. Nadie discutía entonces el liderazgo del mayor de los Lacunza. ¿Quién no podía tener admiración ante sus dones intelectuales y su joven sabiduría? Lacunza sabía latín, francés, inglés e italiano y era uno de aquellos que prefieren dejar de comer a dejar de leer. Sin embargo, algo disgustaba a PrietoÊy solía comentarlo en las reuniones de amigos en el Café Veroly: su inteligencia pasmosa pero fría estaba más al servicio de los triunfos en la polémica que de la verdad. Buscaba a veces menos la luz clarificadora que los fuegos de artificio del sofisma. En cambio su hermano Juan era lo contrario. Vital, sanguíneo, solía brillar en el juego de la pelota y en el billar, y era diversión y gracia de las cómicas del Teatro de los Gallos.

El éxito de la Academia fue inmediato. Dos o tres semanas más tarde llegó al cuarto de Lacunza un sobre que contenía una Oda con la rúbrica de Isidoro de Almada. Aunque no sabían quién era el autor, colegían que firmaba con seudónimo. La leyeron. El dictamen fue que, pese a brusquedades estilísticas y fallas de forma, se entreoían en los versos las palpitaciones de un corazón sincero y desgarrado que expresaba un mundo personalísimo. Era un talento silvestre pero que ya había oído las voces de los ángeles.

Enviaron una cuarteta donde le contestaron que se sentían en comunión con sus dolores y auguraban que algún día de gloria sería coronado.

El veinteañero Rodríguez llegó el jueves siguiente con su atuendo de romántico pobre haciendo reverencias y dando las gracias. Llegó con su capa azul y un sombrero alto en la mano. Llegó con su rostro de rasgos indígenas donde se percibía en sus ojos la profundidad apagada de una mirada melancólica. Se arreglaba a cada momento la raya en medio de su cabellera negra y lacia. Todo en él, pensó para sí Prieto, esta mal colocado en el cuerpo.

Y Rodríguez leyó un poema para una joven donde los fundadores creyeron percibir pinta y facciones de aquella a quien Prieto llamaba ``la rosa de oro del Teatro Principal''.

Rodríguez caminó hacia el callejón de López y se detuvo ante una puerta cochera, que era la segunda entrada del Colegio de Letrán. A esa hora de la noche ya empezaban a pulular las meretrices. Era fama que en este callejón rondaba el mejor surtido en la materia de la Ciudad de México y aun llegaban excursiones masculinas de diversos pueblos y barrios para comprobar lo que se comentaba en corrillos. ¿A cuántos alumnos del Colegio no se les había revelado la verdadera cara del mundo en un pequeño y sucio cuarto de esta calle?

Si la Librería de Galván fue su primera casa, la Academia representó la segunda. Llegó a ser el editor, no sólo de un grupo generacional, sino el vínculo de al menos tres generaciones con la publicación de las revistas de El Año Nuevo y El recreo de las familias. Sin duda representaba una prenda histórica. Sintió en ese momento una vanidad grande, hermosa, ingenua, sonrió, pero luego se dijo con tristeza: ¿Pero quién en este país reconoce algo?

Por la Academia, salvo dos o tres excepciones, transitaron figuras y eminencias de aquellos años: desde Quintana Roo, Tornel, Gondra, Ortega y Olaguíbel, hasta los muy jóvenes Prieto, Ramírez, Calderón y Payno, pasando por Carpio y Pesado, y a casi todos él los publicó. Quizá las grandes ausencias fueron los criollos Manuel Eduardo Gorostiza, hombre valiente y de bien, gran dramaturgo y minucioso diplomático, y el Conde de la Cortina, hombre lúcido y de vasta cultura, pero que estaba del todo convencido de que la única manera de escribir bien se daba siguiendo los dictados y las pautas de la Real Academia de la Lengua Española. Los jóvenes lateranenses aborrecían al Conde sin dejar de reconocer sus méritos y afanes. Pero ¿qué quería el Conde?, se preguntaban en las reuniones del Café Veroly, y después en las del Café del Progreso, poco antes de que empezara la función de teatro a la que algunos o todos asistirían. ¿Qué quería, si en este país había pocos libros y los pocos no estaban al alcance de la plata de jóvenes como ellos? Qué fácil recomendar cincuenta o cien libros cuando se ha nacido rico, tenido altos puestos en el gobierno, comido muy bien, dormido con placidez en casa grande, mientras ellos tenían que hurgar cada centavo en el fondo de sus bolsillos. El no sabía, opinaba Manuel Tossiat, lo que es ver al vino convertirse en humo y al pan en piedra. Preferible tener una prosodia defectuosa, si en los versos hay música y alma, agregaba Prieto. ¿De qué sirvió la Independencia si criollos cretinos se sienten aún con derecho a ostentar sus puestos nobiliarios más falsos que el discurso de un político?, preguntaba el propio Rodríguez con resentimiento y enfado.

Pero en cambio, frente a eso, qué emoción fue ver llegar a las sesiones de los jueves de la Academia (que ya para entonces se efectuaban en la biblioteca del Colegio con la asistencia incluso del rector Iturralde) al rumbo y trueno de la intelectualidad mexicana. Recordó lo que había comentado hacía poco Manuel Payno en la reuniones del Café del Progreso, de que los días vividos en la Academia habían sido los más felices de su vida. Quizás el momento más emotivo para todos fue el arribo a las sesiones de don Andrés Quintana Roo. Al verlo entrar, todos quedaron atónitos. Jamás le pasó por la cabeza a ninguno que pudiera darse una vuelta por allí. Con su grandeza modesta, con su sencillez intrínseca, Quintana dijo: ``Vengo a ver qué hacen mis muchachos.'' Todos se levantaron y aplaudieron. Se le declaró de inmediato presidente perpetuo de la Academia. Prieto comentó que era como si llegara a visitarlos la Patria y recordaba que Morelos dictó a Quintana los Sentimientos de la Nación. Rodríguez imaginó a Quintana en el campo de batalla junto a Leona Vicario. Alguna vez alguien debía llevar al teatro o a la novela la historia de esos amores que crecieron entre el tremolar de las banderas y el fuego cruzado de las batallas.

Pero qué honrados y ejemplares, a su manera, fueron los mayores al aceptar la crítica de los más jóvenes. Nadie, en eso, pensó Rodríguez, igualó a los católicos José Joaquín Pesado y Manuel Carpio, quienes estaban siempre dispuestos a oír con buen talante las observaciones críticas, aun las agrias, y a reconocer el mérito de los otros. ¿No había dicho, por ejemplo, el propio Pesado, a quien el gran Heredia llamó el ``Cisne de Orizaba'', y a quien todos llamaban ``El Príncipe'', no había dicho a Fernando Calderón que en su vida tendría su facilidad de desbordado torrente para la escritura? ¿No había dicho asimismo José María Tornel que debía dárseles apoyo a los jóvenes talentos, porque no se sabía si alguno podía llegar a ser un Napoleón o un Shakespeare y no debía estorbarse ``el camino a quienes aspiran a la gloria''? ¿No habían defendido a rajatabla Quintana Roo y Tornel, contra la furia inconsecuente del rector Iturralde, del padre Guevara y de Clemente Munguía, el derecho de Ignacio Ramírez a leer en una sesión su texto ``No hay Dios'', aduciendo que no soportarían la censura y amenazando con trasladar las sesiones a otra parte?

De los mayores, con quien Rodríguez tuvo quizá mejor relación, fue con Pesado, quien era en mucho el reverso de él, pero que a diferencia del Conde de la Cortina, nunca hacía sentir que traía un látigo de espantajo ni se creía poseedor de la verdad. Apuesto, bien parecido, elegante, de conversación fluida, en Pesado había una armonía que nunca tuvo él. De los lateranenses, excluyéndose a sí mismo, nadie colaboró más en los cuatro Años Nuevos que Pesado. Rodríguez presintió que sería una de las gentes que más extrañaría cerca de las Repúblicas del Sur y en el imperio del Brasil.

Después de dar una vuelta por el exterior de la Alameda, Rodríguez regresó por San Juan de Letrán, dio vuelta a la derecha por Zuleta, tomó Colegio de Niñas y volvió a pararse frente al Teatro Principal, ahora en la calle de Coliseo, frente a la puerta central. Se le salían las lágrimas. Era una tortura no verla por última vez pero hubiera sido una tortura verla por última vez.

Adoraba a Soledad pero apenas podía respirar el ambiente que la rodeaba. Todavía en marzo y abril, cuando asistía a los ensayos de El privado del virrey, ya en las butacas u oculto en bastidores, era siempre lo mismo, y era peor cuando terminaba una puesta en escena, como sucedía al término de las funciones del teatro familiar donde era protagonista, como Un novio para la niña, Un ramillete, Muérete y verás, La ciega, Una carta o La madrina. La joven recibía siempre en abundancia flores, regalos, coronas, mensajes de fuego y ceniza. Todo el tiempo era asediada por los viejos verdes y los jóvenes cresos que iban a la caza de una presa menos o más fácil que se convirtiera en otro número de la larga lista. Nada como esto lo ponía fuera de sí; nada lo colmaba más de rencor social. La madre misma de la bella actriz, quien se la vivía en la zambra y en la fiesta, recomendaba a la hija que, si encontraba a un hombre rico con buenas intenciones, no desdeñara casarse con él. ``Dineros son calidad, y no versos'', se decía Rodríguez.

Pese a todas las atormentadas fantasías y a los desgarrados celos del joven poeta, Soledad era vista en sociedad como una joya en el fangal de los comediantes. Pese a ser la primera actriz del Teatro Principal, jamás se le vio envuelta en escándalos o fáciles deslices. Se le tenía en alto aprecio por su trabajo honesto en el teatro de familia y por haber mantenido durante años a su padre y a sus parientes. Rodríguez sabía que él, en cambio, no era bien visto en el medio teatral. Les parecía un lírico intruso que buscaba en el teatro renombre y resonancia inmediatos. Se le desdeñaba, y aun se le despreciaba, no sólo por vérsele como a un jovenzuelo advenedizo, sino por su fealdad excluyente, por su condición de indio, por su ausencia de modales y su vestimenta estrafalaria y mísera. Eso prendía fuego a la ira de Rodríguez, quien veía en ellos a gente ignorante, fatua, en fin, a una turba roñosa dispuesta a las pequeñas intrigas diarias, a envenenar el aire con calumnias y chismes, y a gozar, como si estuvieran actuando, con el ejercicio solapado de la maledicencia diabólica.

El sabía que, pese a sus fantasías y delirios para pervertirla y denigrarla frente a sí mismo y arrancársela de la cabeza, la joven era una excepción de virtud. Por eso le calaba hasta el fondo del corazón y del alma su actitud fría y sus palabras desdeñosas cuando pretendía acercársele.ÊTodo en ella le atraía. Le atraía su talle esbelto y leve y su majestad modesta, la mirada melancólica en un rostro pálido, y su trato delicado y gentil. Le atraía encontrar la misma marca de la desdicha, la mala estrella que a él lo persiguió desde niño. Para él, Soledad era como dos mujeres: la joven que actuaba y la joven sin maquillajes ni afeites. Qué sublime se veía Soledad, a diferencia de las señoras ricas, sin usar en su cabeza trapujos ni peinetones, pirámides ni obeliscos.

``Yo amaba a la mujer y no a la artista'', comentaba hacía poco con los amigos en una de las mesas con base de tripié del Café del Progreso, mientras bebía un licor. ``¿Pero cómo quitarle los pétalos a una rosa de oro sin que deje de ser perfecta?'', aducía Prieto, quien trataba de convencerlo de que tomara en cuenta los años perdidos en una obsesión estéril. ``En toda la historia nunca ha podido desatarse un nudo gordiano'', terciaba con ironía Fernando Calderón, quien visitaba a los amigos de México de vez en vez, y que de asuntos de amor conocía mucho. ``No sé cuántas veces he hecho el oso'', concluyó débilmente Rodríguez.

Mientras caminaba por Coliseo Viejo en dirección a la plaza principal, Rodríguez pensó, con amargura, en Payno y Calderón, a quienes las jóvenes perseguían como los peces necesitan el agua. Tenían ambos lo que Dios no le otorgó: buena posición social y una simpatía espontánea que parecía agua clara. Dondequiera eran bien recibidos. Ambos sabían hablarle a las muchachas y conocían toda suerte de juegos y diversiones para convertirse en el centro y el alma de las reuniones, de las fiestas familiares, de los bailes y de los paseos por la zona del Cabrío, de Chimalistac y de Tizapán. Un mundo que no fue para él. Un mundo que ya no sería para él.

Se detuvo frente al número 3 del Portal de los Agustinos. A su derecha, inmediatamente, se veían el Portal de Mercaderes y la vasta plaza principal.

En el local se hallaba, hasta hacía un año y medio, la mejor librería de la ciudad, y arriba, en los altos, su cuarto de pobre. En la librería de su tío hizo de todo, desde dependiente hasta mandadero, y en ese cuarto vivió por casi trece años. Hacia año y medio, en noviembre de 1840, habiendo quebrado su tío Mariano Rivera Galván, se halló literalmente en la calle, y de no ser por la mano amiga del ministro Tornel, no habría sabido qué hacer ni cómo sobrellevar la compleja situación.

Se le cerró la garganta al recordar las tertulias que organizaba su tío hacia fines de los veinte con el rumbo y trueno de los poetas y literatos de entonces. El era muy niño y las palabras y opiniones de Couto y de Pesado, de Ortega y del divino Tagle, le resonaban armoniosamente y lo llevaban a un mundo como de magia y luz. De la librería, con permiso del tío, tomaba los libros que en largas noches fértiles leía a la vaga luz de una candela.

Caminó hacia el Portal de Mercaderes, cruzó el Café del Cazador y se detuvo en Plateros. Vio hacia el cielo y en el cielo apenas se veían las estrellas.

Sabía lo que decían sus amigos de él: que estaba hecho de la madera apagada de la desdicha y de las lágrimas.

Ese domingo 12 de junio de 1842, desde la borda del vapor Teviot, sintiendo en el rostro y los brazos descubiertos la frescura de la brisa, Rodríguez veía las aguas oscuras del Atlántico en el Golfo de México. Volvió la vista hacia el cielo. Vio la luna y pensó en la Ciudad de México. No había vuelta atrás.

Había salido de la Baliza de Nueva Orleans y en unas horas estaría en La Habana. Al pensar en esta ciudad, fue inevitable asociarla con José María Heredia, hermano en la pena y la desgracia, muerto tristemente hacía cuatro años en calle del Hospicio. Recordaba al poeta cubano llegar arrastrándose como vago espectro a la librería del tío, desgarrando el aire con una tos desgarrada, para conversar con él, porque Heredia lo veía -así lo dijo más de una vez- como su heredero natural en la poesía y en el espíritu. Sin duda exageraba. ¿Cómo podía él, Rodríguez, igualarse y escribir poemas precoces y perfectos como ``En el teocalli de Cholula'' o ``Niágara''? Si como poeta no podía pretender la igualdad, podía hacerlo como hombre al compararse en la desventura:

¿Pero qué México dejaba ahora? ¿Qué porvenir tenía el país? México estaba en manos de un tirano, de aventureros sin honra que sólo anhelaban el poder para colmar sus ambiciones y afanes de enriquecimiento, de una soldadesca voraz y corrupta que sólo ganaba batallas contra los propios nacionales, de un vulgo abyecto capaz de todo porque le dieran las sobras del festín. En México sólo se escalaban puestos por la lisonja y la plata.

Pero era su país. Era el lugar que en otras circunstancias jamás habría dejado. Volvió a mirar las aguas donde ahondaban la luna y las hojas de oro de las estrellas. En las páginas de la memoria empezó a caligrafiar y a repetir versos:


Y se puso a llorar.

Cuando en 1845 Payno visitó La Habana, se alojó en el Hotel Francés, en calle Teniente del Rey. Pronto sabría que fue el hotel donde tres años antes se albergó Rodríguez y que dormía incluso en el mismo cuarto. ``Y tal vez en la misma cama'', pensó.

Payno buscó dos cosas en los días que pasó en la ciudad: conocer muchachas, y a los poetas y literatos que trataron a Rodríguez, sobre todo a los señores Lasalle, José Jacinto Milanés y Antonio Bachiller. Sólo pudo ver a este último: los Lasalle estaban fuera de la ciudad y Milanés no había resistido en 1843 el gran éxito de su drama El conde Alarcos y se le internó en un manicomio.

Payno se enteró de pormenores que los amigos desconocían en México. Teniendo por primera vez dinero en su vida, Rodríguez, durante un mes y una semana, se permitió toda suerte de excesos bajo el verano violento: comía y bebía desaforadamente, se bañaba en el mar a horas inusuales, se asoleaba cuanto podía e iba a toda suerte de tertulias de artistas y escritores. El 19 de julio, el día en que debía partir hacia Venezuela en el vapor Teviot junto con el diplomático Manuel Crescencio Rejón, lo aferraron con desesperación las garras del vómito negro.

``Fue una gran pena'', dijo Bachiller. Y contó que Rodríguez había caído muy bien desde el principio en el ambiente literario y artístico de La Habana, y aun había tenido tiempo de fomentar el conocimiento de la obra de escritores de México, incluido Payno. Al caer enfermo, Bachiller lo llevó a su casa fuera de La Habana para que tomara aire puro; lo cuidó con su familia, pero el día 25 murió a las cinco de la mañana. Para que no lo enterraran en una de las cuatro fosas comunes que había en los cuatro ángulos del cementerio Espada, lo trasladaron a la cripta familiar. Manuscritos, dinero y pertenencias se entregaron a la Legación Mexicana. Payno dijo a Bachiller que Rodríguez pasó solitario por la vida y solitario entró a la eternidad, y que con su muerte moría en su cuna el teatro de expresión mexicana.

Payno recordaría como uno de los momentos más tristes de su vida cuando, acompañado por el mismo Bachiller, visitó la cripta. La mañana era clara, el cielo de un azul amarillo húmedo y la brisa llegaba leve desde el mar que rodeaba el cementerio. Era un contraste doloroso contemplar simultáneamente tanta belleza en el paisaje y las hileras de los sepulcros.

Bachiller señaló el lugar exacto donde yacía Rodríguez. Largo rato Payno estuvo en silencio y de pie mirando la cripta, y más lejos, los colores verdes y azules cambiantes del mar. Martillándola insistentemente, venía a su memoria una frase dicha por el ministro Tornel que resumía la vida de Rodríguez y que ahora él podría grabar como un epitafio imaginario en la piedra: ``Nació, vivió infeliz y murió.''

Cinco años, tres meses y veinte días después del fallecimiento de Rodríguez murió Soledad Cordero en la ciudad de Zacatecas. Murió a los 31 años, ocho meses y cinco días de su vida, el 16 de diciembre de 1847. Por las calles de la ciudad pasaban las sombras de los rondines del ejército de ocupación estadunidense.

El día 17, la ciudad, en señal de luto, cerró las puertas de todos sus comercios, y los zacatecanos en masa hicieron largas filas desde la alameda para ver por última vez el cuerpo de la actriz inolvidable en la nave de la iglesia de Nuestra Señora de la Soledad de Chipinque. Amortajada de blanco, Soledad Cordero sonreía de tal forma en su ataúd que parecía la última imagen de la representación teatral que protagonizaba.

Se le enterró entre altos y viejos cipreses en el breve cementerio contiguo al templo, en una modesta sepultura que hacía recordar la decencia y la austeridad con que vivió sus días.

Nadie mencionó a Rodríguez. Nadie sabía tal vez que alguna vez existió.