La Jornada Semanal, 26 de marzo de 2000



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

Estación terminal

Mi madre llegó al hospital pidiendo ayuda. Estaba asustada: su mente insistía en regresar en el tiempo. Según me explicó el médico, a medida que los tumores cerebrales se expanden, zonas completas de memorias enterradas se van despertando y el agonizante tiene ``reminiscencias'' -así las llamó- que pueden ir desde la repetición constante de una vieja canción o la abrupta visión del propio nacimiento, hasta la vida entera, vuelta a experimentar en todos sus detalles. Y a mi madre se le revivió su viaje a la Ciudad de México, una travesía en tren a principios de los cincuenta al sitio del que nunca más salió. Sentada en la cama del hospital, esperando ser operada, parecía en estado de trance, a veces los ojos cerrados, pero siempre expectante, con los ánimos de aquel viaje lleno de promesas, de vuelta a los rizos (¿los tuvo?, ¿la peinaban con limón?), segura de la inminencia de tiempos mejores (¿tiene uno idea de futuro a los quince?). Sonreía subida en la cama y, a veces, apretaba las mandíbulas.

Como un globo negro, el tumor avanzó y, con él, los itinerarios del viaje de mi madre. Al parecer murió en el instante en que su tren se detuvo, bajó los escalones con maletas en ambas manos y tomó una profunda bocanada del aire a su alrededor. Abrió la mano -eso me contó- para ver una flor que un anciano le había regalado a su salida de Zacatecas. Murió pensando que llegaba a un destino promisorio cuando el tumor terminaba de engullirle la memoria.

El hospital fue el encargado de encontrarme. Me afeité, tomé café y llegué para el momento del acta de defunción. El médico me dio las explicaciones, me palmeó sin afecto y sentí que, en realidad, estudiaba mi apariencia y reacciones. Me incomodó. Se hizo un silencio e, internándose en los pasillos, el doctor nunca volvió a salir.

Me dieron una bolsa con las cosas de mi madre: unos anteojos bifocales, las llaves de un departamento, un espejo de mano, unos cigarros secos, su identificación. Eso era todo. Cigarros sin encendedor, curioso. Ninguna otra cosa pude leer en los objetos personales. No la conocía bien. De hecho, su rostro fresco en la identificación me sorprendió: parecía otra, muy distinta a la que yo recordaba, sin ese gesto rígido que trataba por todos los medios de disimular la mirada perpleja, los ojos de no saber nunca qué estaba ocurriendo. Y su rostro ajeno en la fotografía carecía de disimulos. En ella tenía la cara de ``no sé'' más tajante que le había visto. Supongo que su generación fue un poco así: ingenuos hasta cuando se ponían cínicos. Nunca aceptaron lo que ocurría, se negaron a los momentos de resignación, buscaron culpables hasta para el más mínimo desvío del destino para el que habían vivido, interpretaron todo como un pequeño desorden pasajero sobre el cual, tarde o temprano, se impondrían la justicia, la bondad y la felicidad plenas. Y vivió así, junto con mi padre. Para ninguno de los dos jamás quedó claro que nunca llegarían al país que les prometieron. Es más: para ellos, el desastre en el que habitaba su generación era siempre una antesala de la dicha y no la marea de lo permanente. Cuando comenzaron a volverse realistas, endilgaron a sus hijos el destino de grandezas tan largamente esperado. Los engañaron y, más tarde, quisieron heredar el engaño.

Mi madre llegó a la ciudad con la misma cara de la fotografía de su identificación. Venía de un pueblo llamado Palos, que creció a expensas de inagotables minas de arena. Casi diez años después conoció a mi padre, que entonces era el hijo frívolo del dueño de una fábrica de globos. Supongo que se casaron pensando en una ``casa con alberca, un par de autos, un par de hijos''. En ese orden. A los diez años de casados no poseían nada. Luego nací yo. Las minas estaban agotadas, la fábrica globera en la ruina. Había que empezar de nuevo. Y con los años, las expectativas se convirtieron en reproches. Ahora que veo el rostro genuino de mi madre, descubro su desconcierto ante su propia credulidad, el aturdimiento que debió sufrir cuando abrió la mano en la estación y se enteró de que todo se le había podrido a la mitad del viaje.