La Jornada Semanal, 26 de marzo del 2000



Luis Tovar

Buñuel y los que quieren serlo

El escritor y editor Luis Tovar diserta aquí, con humor corrosivo y sutil mala leche, sobre el lugar común -que nadie dice pero muchos practican- de pensar que el talento, la imaginación y hasta la visión del mundo y de la vida se adquieren por ósmosis o por contacto. Es decir: si yo conocí e intimé con Luis Buñuel (bueno, eso dice el presunto), luego entonces hay algo de Buñuel que quedó en mí. Tovar propone el Buñuel-O-Matic, artefacto cuya función sería la de medir el buñuelismo de algunos que han basado su vida y supuestos éxitos diciéndole al mundo que ellos le gritaban al oído a don Luis o que éste les dio la fórmula secreta para preparar martinis. Pero a fin de cuentas el verdadero Buñuel es de quien trabaja para ese oscuro fantasma de la libertad.

Una niña fría se desnuda.
Los espejos se derriten como velas
y su madre pura la castiga.
Ella quiere que la moje el río
cada vez que lo descubre tras la puerta.

Luis Eduardo Aute, ``Una niña fría''

Después de la treintena de películas que Luis Buñuel filmó, Mi último suspiro, su autobiografía, es con toda seguridad la mejor fuente disponible para conocer el pensamiento del cineasta aragonés. En el inmenso y disperso mar de esas memorias -llevadas de la voz al papel por el guionista Jean-Claude Carriére, que colaboró con el de Calanda de 1964 a 1977-, Buñuel menciona algo que él llamaba El libro de los muertos: un cuaderno en el que iba apuntando los nombres de amigos suyos ya desaparecidos; también especifica que ``solamente anoto los nombres de aquellos con los que he tenido, aunque sólo fuera una vez, un verdadero contacto humano''. Y un poco más adelante afirma: ``Algunos de mis amigos detestan este librito, temiendo, sin duda, figurar en él algún día.''

Que se sepa, El libro de los muertos de Buñuel nunca ha sido publicado, por lo cual se ignora el dato exacto de quiénes y cuántos habrán sido los afortunados que tuvieron, citándolo de nuevo, un verdadero contacto humano con Buñuel. Lo cierto es que, en el centenario del más grandeÊcineasta nacido en España, el temor de muchos no se debe a la posibilidad de leer su nombre en ese libro necrológico, sino a la de no haber cumplido el mínimo requisito para figurar en él.

El surrealismo está de moda

Desde que, palabras más, palabras menos, André Breton decretó que México era el más surrealista de todos los países, casi no es posible encontrar a ningún mexicano que se haya enterado del decreto del francés, al que no le agrade ostentar el letrerito y que no suelte, a la menor oportunidad, su propia versión de lo que es el surrealismo, ilustrándola con alguna anécdota supuestamente demostrativa pero que, la mayoría de las veces, no pasa de ser uno de los tantos absurdos burocráticos, ideológicos, de comportamiento, de lenguaje, o de cualquier tipo en los que -no sólo en México- solemos recalar, y que antes del surgimiento de este codiciado ismo, a nadie le preocupaba etiquetar. Ya existe, incluso, un juego de mesa en el que, a la manera del otrora popular Maratón, se compite para saber quién de los presentes es más surrealista que los demás (en esa lógica, bien podría haber un Existencialistón, un Socialistón y hasta un Nazistón), y que puede ganarse soltando las primeras palabras que lleguen a la mente, confundiendo así, juego y jugadores, el ingenio con la incoherencia.

Decir o hacer ``surrealistamente'' siempre ha sido muy lucidor, y permite granjearse una modesta fama equívoca con la que, ya de perdida, nuestro círculo más estrecho de conocidos tal vez nos compare con un personaje de película de Luis Buñuel. Pero si además del Surrealistón arriba mencionado existiera una máquina que determinara nuestro nivel de surrealismo o de buñuelismo -y que podría llamarse Buñuel-O-Matic, como alguna vez bromeó Julio Cortázar respecto de su Rayuela-, por más sinsentidos que fuéramos capaces de soltar, nos quedaríamos muy atrás de las Silvias Pinales, los Ernestos Alonsos, los Claudios Brooks, los Gustavos Alatristes, y tantos otros que, a toro pasado, han querido o quisieron convencer a todo el mundo de que ellos sí conocieron a Buñuel, que ellos sí fueron sus amigos, y que eso, de alguna manera, los convirtió en una envidiable raza aparte (y en lo primero que uno piensa es en la discreción y la modestia de Lilia Prado, Gabriel Figueroa, Alex Phillips, Fernando Soto Mantequilla y varios más, que también trabajaron con Buñuel pero que nunca les dio por hacerse los interesantes a causa de ello).

¿Será posible medir en el Buñuel-O-Matic los millones de pesos que presuntamente Silvia Pinal defraudó a Protea? ¿O las decenas de telenovelas hipermelcochosas que ha producido Ernesto Alonso? ¿O los montones de anuncios para Chrysler que hizo Brook? ¿Y qué tal la millonada que Gustavo Alatriste pidió para ceder sus derechos en México sobre algunas películas de Buñuel -que, dado lo prohibitivo del precio, no se incluyeron en el documental A propósito de Buñuel, de López Rioyo y López Linares? No se menciona a los anteriores por ganas de ensañarse con ellos ni nada parecido, sino sólo como ejemplos bien claros de que haber conocido a Buñuel e incluso haber trabajado con él no garantiza absolutamente nada en términos tanto de si se es o no se es ``surrealista'', ni tampoco en cuanto a si se aprehendió algo del pensamiento buñueliano.

Eres más simpático
si no lo confiesas

Salvo el propio Breton, a quien sí le importaba -y mucho- dejar en claro qué era y qué no era surrealista, la mayor parte del famoso grupo no se preocupó demasiado, a la larga, de que su obra artística fuera calificada de surreal. Luis Buñuel fue tal vez el que menos estuvo pendiente de que sus películas ``aprobaran'' un examen al que él no quería someterlas, y que es el mismo al que buena parte de la crítica no ha dejado, una y otra vez, de recurrir cuando le toca hablar de la filmografía buñueliana. En Mi último suspiro, el director pone de manifiesto la relación más bien polivalente que mantuvo con la mayoría de los miembros del movimiento surrealista, así como con las ideas que nutrían a este último.

De igual manera, es el propio Buñuel quien explica las razones que lo llevaron a filmar esos dramones mexicanos que a muchos cinéfilos le parecen indignos del aragonés. Una mezcla indisoluble de razones de exilio, precariedad económica, requerimientos comerciales de un cine que en esa época sólo buscaba complacer a la taquilla, y las propias necesidades expresivas de Buñuel -siempre acotadas o sacrificadas en parte-, fueron la materia prima con la que llegaron a la pantalla filmes que público y crítica por igual suelen relegar (como Gran Casino, El gran calavera, La hija del engaño, Una mujer sin amor y Subida al cielo), y que siguen esperando una revalorización que cada día es más urgente. Nada más fácil que considerar a estas películas como ``obras menores'' ante la grandeza indiscutible de Los olvidados, El ángel exterminador o Nazarín, para hablar sólo de una parte de lo que Buñuel produjo en México. Pero también nada más injusto y propicio para caer en juicios parciales respecto de una obra cuyo propio autor siempre consideró como un todo, por más que no dejara de ser consciente de las limitaciones con las que tuvo que lidiar en cada caso específico.

``Buñuel y yo''

Al más puro estilo argentino, propios y extraños han querido adueñarse de Buñuel mediante el recurso fácil de poner como prueba la anécdota indemostrable, la frase que Buñuel tal vez dijo y tal vez no y que, casualmente, sólo escuchó el interesado. Así, las referencias al director casi siempre pueden resumirse en el ``Buñuel y yo'', o, mejor aún, en un ``yo y Buñuel'' tan vistoso, que pocos de quienes alguna vez lo conocieron pueden resistir la tentación. Si Buñuel pudiera cumplir el que fue uno de sus últimos deseos -salir de la tumba cada diez años, ir a un puesto de periódicos, comprar algunos y volver a la tumba a leerlos tranquilamente-, tal vez se asombraría de la cantidad de personas que, a diecisiete años de su desaparición, siguen diciéndole, a quien quiera oírlos, lo mucho que Buñuel los apreciaba y lo cercanos que siguen estando del carácter y los intereses del autor de Un perro andaluz.

Pero si además de comprar los periódicos a Buñuel le diera por ver algo del cine que se filma en estos tiempos, tal vez sentiría deseos de, llegado el momento, anotar en El libro de los muertos a uno que otro director cinematográfico que, sabiéndolo o no, ha hecho una suerte de prolongación del espíritu onírico, lúdico y obsesivo que campea en la obra buñueliana. En ese caso, es posible que escribiera nombres como el de David Lynch -a quien le bastarían, por ejemplo, los insectos que devoran la oreja humana en las primeras escenas de Terciopelo azul (Blue Velvet, 1986)-, los de Ethan y Joel Coen -que tendrían suficiente con el sueño de vuelo nocturno, boliche y coreografías del Dude en Identidad peligrosa (The Big Lebowski, 1998)- o el de Paul Thomas Anderson, cuya lluvia de ranas en Magnolia (1999) tiene todo que ver con las gallinas de Los olvidados o los borregos de Subida al cielo.