La Jornada Semanal, 9 de abril del 2000



Fabrizio Andreella

Historia y memoria: la pareja infeliz

En torno al último discurso del presidente Clinton sobre ``el estado de la Unión'', transmitido por todas las cadenas de televisión estadunidenses, Andreella construye su teoría sobre la memoria y esa ``historia instantánea y soluble que el culto a la velocidad nos propone a diario''. El discurso presidencial no perdió el tiempo en ociosos análisis del pasado (más bien corto en el caso de Estados Unidos) y negó que ``las raíces de un pueblo estén en su historia'', pues en el caso del único imperio vivo, ``las raíces están en el futuro''. El maestro Andreella no profesa el culto ciego de la historia, pero como ``buen europeo decadente'', prefiere echar un vistazo al pasado para entender mejor el porvenir. Memoria y desmemoria, candor y superchería... Todas estas contradicciones nos dan la imagen de la Historia (con mayúsculas) actual, de sus lecciones y de las manipulaciones ideológicas que la desfiguran y la ponen al servicio del poder.

En memoria de Ida Andreella, que una noche quiso despertar para ver el último eclipse de su vida.

Aun en las más extrañas experiencias interiores seguimos actuando de la misma forma: plasmamos imaginativamente la mayor parte de esa experiencia y con dificultad podemos negarnos a asistir como ``inventores'' a cualquier nuevo evento. Todo eso significa que fundamentalmente, desde tiempos inmemoriales, estamos acostumbrados a la mentira.

Friedrich Nietzsche,
Más allá del bien y del mal

Hace unos días vi en la tele el más reciente discurso de Bill Clinton sobre el estado de la Unión. Fue un gran espectáculo, con un Presidente a la vez amigable y decidido, optimista y amenazador, ecuménico y partidista, concreto y soñador. Economía, democracia, tecnología, ejército, melting pot: los temas de siempre de la retórica política estadunidense. Escuchando las palabras firmes y esperanzadoras del Presidente y viendo a los miembros del Congreso tan entusiasmados, el mundo de repente parecía una isla feliz, el siglo pasado una época de paz y Estados Unidos la nación más fraternal del planeta. Sin embargo, cuando el discurso terminó y apagué la tele, la pasión de mi memoria por la periferia de las cosas hizo que afloraran en mi mente dos detalles secundarios. Los demócratas, que tenían que aplaudir y levantarse de sus asientos cada dos o tres minutos (una especie de gimnasia buena para la circulación y para las várices), optaron por aplaudir sentados salvo cuando Clinton mencionó la posibilidad de que la ciencia ofrezca a los confinados a la silla de ruedas la posibilidad de levantarse y caminar. Esta fue una manifestación de omnipotencia por lo menos poco elegante. La segunda cosa que llamó mi atención fue que al terminar su discurso con tonos de grandeza romántica, Clinton dijo con orgullo que Estados Unidos todavía es un país joven, y que seguirá siéndolo mientras tenga más sueños que memorias. A esto aplaudieron de pie tanto los demócratas como los republicanos. Ahora bien, ya sabíamos que Estados Unidos es un país que por necesidad histórica y por fe tecnológica siempre se ha identificado con el futuro, con los sueños y con los horizontes sin fin del american dream. Sin embargo, la contraposición entre sueños y memoria patente en el discurso de Clinton, con su consiguiente desprecio por el pasado, es algo más, porque niega que las raíces de un pueblo estén en su historia. Las raíces de los norteamericanos, nos dijo Clinton, están en el futuro. De hecho, el único evento histórico estadunidense que marcó las conciencias del pueblo norteamericano tiene un nombre que quieren olvidar: Vietnam. Yo no creo, como algunos románticos, que la historia sea magistra vitae; sin embargo, quizás por haber nacido en el Viejo Continente y por contemplar su elegante decadencia, creo que la memoria es una de las pocas cosas que nos pueden defender de la historia instantánea y soluble que el culto a la velocidad nos propone a diario. Es con una extraña sensación de estar fuera de moda, de no estar ``en la onda'', como propongo esta reflexión sobre la historia y la memoria.

El tiempo es el primer edificio construido por el hombre para poder habitar el mundo, amueblado y personalizado con sus recuerdos. Un edificio que sólo es una interpretación y una descripción, y para darnos cuenta de eso es suficiente una historia comparativa entre civilizaciones diferentes, o una mirada a las ciencias que investigan los tiempos no-lineales. Aun así, es indudable que el tiempo que vivimos en la cotidianidad es el lineal y escatológico que dio origen a la historia. Tenemos que remontarnos por lo menos hasta San Agustín para encontrar las raíces de esa ``invención''. Si para Aristóteles el tiempo ``parece ser el movimiento de la esfera'', es decir una exterioridad sin finalidad comprensible, con San Agustín se vuelve un elemento del alma, porque si el pasado ya no es y el futuro no es todavía, entonces el tiempo no puede existir más que como un discurso del alma, donde el pasado vive como memoria y el futuro como espera. Con este viraje, del tiempo medido por las estrellas del cielo que deja atrás al tiempo concebido como elemento interior, San Agustín elimina lo cíclico e instaura el tiempo lineal y escatológico, ligado a la Salvación y asumido como historia: tiempo del hombre y promesa de Dios. En el ciclo no había pesar ni esperanza, pues el futuro era la continua repetición del pasado y la memoria era también previsión sin relación con la nostalgia que habla de la imposibilidad de que el tiempo retorne.(1) Entonces, si para el hombre griego no hay historia sino simple crónica de acontecimientos, con San Agustín el tiempo puede empezar a pensarse como historia, el devenir tiene forma humana y el fin se desvanece en la finalidad, que da un sentido al tiempo. Así, la memoria asume un significado diferente: pasa de ser un recuerdo de lo que sucederá (para Platón ``conocer es recordar'') a ser un recuerdo de lo que ya nunca pasará. La triada religiosa culpa-redención-salvación, donde el pasado es definido como el mal, el presente como la redención y el futuro como la salvación, encuentra así el tiempo adecuado y se convierte en uno de los paradigmas de Occidente, que se aplica en todas sus figuraciones para describir la historia: la figuración científica (el futuro como desarrollo); la económica (el futuro como época de la organización racional de los recursos); la política (el futuro como afirmación de la verdadera democracia); la revolucionaria (el futuro como derrota de la opresión); la antropológica (el futuro como evolución de la especie); y la técnica (el futuro como conquista del dominio de la naturaleza). Si la historia de Occidente está ligada sin remedio a una concepción escatológica del tiempo, la memoria es libre de interpretar el devenir no sólo como progreso. Al contrario: a menudo la memoria vive un tiempo sin direcciones y, por lo mismo, cíclico. Aquí encontramos uno de los conflictos sin solución entre lo social y lo individual: la percepción melancólica de un tiempo que no tiene finalidad, o de una personal ``edad dorada'' perdida, se confronta conflictivamente con un tiempo social, público e histórico que se presenta como progresión continua. La historia en Occidente es historia de progreso, ya sea espiritual, político, económico o técnico, y la memoria no se reconoce en esta seguridad de la salvación. Historia y memoria tienen una diferente concepción del tiempo. ¿Pero qué tienen en común? Ante todo, sus orígenes en el presente. La memoria es evocación, pero también es evocada, solicitada por las experiencias del presente -poco importa si reales o imaginadas- que ponen nuestro sentir en contacto con la búsqueda de elementos depositados en nuestro archivo mental: es el presente el que provoca, intencionalmente o no, el esfuerzo por alcanzar un anaquel alto de la memoria en lugar de otro más bajo. La historia sigue el mismo camino: es el presente el que enuncia las preguntas que el historiador hace a una época y a los hombres del pasado, transformando así, inevitablemente, las vidas en biografías. Y puede hacerlo de buena fe, escuchando las inquietudes de su propia época, o de mala fe, buscando en el pasado legitimaciones para un presente-futuro políticamente determinado. No se trata de la debilidad de la memoria o la falta de documentos históricos para manipular el pasado, sino de la compulsión ideológica de proyectar un futuro. De todos modos, hay una diferenciación en la forma de interpretar memoria e historia en relación con el pasado, y es esta diferencia la que nos hace libres: la memoria tiene recorridos que aceptan la intrusión, la falsificación, la recomposición, tan necesarias para la salud, como nos dicen -o nos ocultan- los psicoanalistas. Sin la posibilidad de manipular nuestro pasado con la memoria, sin esta posibilidad laica de redención, no seríamos verdaderamente libres. Por su parte, la historia tiene el deber ético de asumir las causas perdidas para siempre por medio de la objetividad. Sin embargo, hay un recorrido contrario o circular que complica las cosas. Y es que la memoria y la historia también interpretan el presente. Lo quiero explicar con las palabras de Marcel Proust, un hombre que ha dedicado a la memoria una parte de su atención. Proust escribe: ``Aun ese acto tan sencillo que llamamos `ver a una persona que conocemos' es en parte un acto intelectual, pues colmamos la apariencia física del ser que vemos con todas las nociones que tenemos sobre él, y esta tarea de representación, esas nociones son por cierto las que prevalecen'' (Por el camino de Swann). La memoria tiene una función fundamental para leer el presente y anunciar el futuro porque ordena los temas del pasado y nos da las condiciones para realizar las acciones sucesivas, pero el papel de la creatividad es también el de liberarnos de la memoria para leer lo novedoso en el presente.(2) En este doble juego de recuerdo y olvido la memoria es un acto de la conciencia arbitrario y subjetivo: Pedro y Judas son ambos traidores; sin embargo, son las acciones que siguen a sus traiciones las que dan a sus pasados una realidad diferente. Tener una historia no es simplemente tener un pasado: más bien es tener una manera propia de recuperarlo, de hacerlo memoria y motivación para el futuro, porque la memoria no sólo tiene la función de conducirnos y ligarnos a la secuencia de presentes que hemos vivido en el pasado, sino también la posibilidad de redimirnos. El olvido nos permite una cierta felicidad y deja que los actos sigan sucediendo. Es aquí donde la memoria y la historia tienen un carácter y unas funciones muy diferentes: si la muerte de una persona muy cercana no es certificada por el luto, que es una forma de ritualización temporal de la emoción que permite un cierto olvido, el recuerdo de ese acontecimiento bloquearía y ataría nuestro presente. Tenemos la necesidad de olvidar, de recordar ligeramente, de tener recuerdos que no maten el presente. En cambio, un genocidio debe ser recordado con fuerza y realismo para evitar que en el porvenir se repitan las mismas atrocidades. El fascismo como sistema político podrá resurgir sólo cuando la memoria viva de sus aberraciones haya desaparecido. Por eso la memoria tiene el derecho de acoger al olvido cuando sea necesario para la salud, mientras que la historia no tiene ese derecho. A pesar de estas diferencias hay momentos en que historia y memoria se cruzan, pisan el mismo terreno. Y aquí permítanme explicar este encuentro con un hecho personal. Cuando estudiaba historia en la Universidad de Venecia oía hablar de los años veinte, treinta, cincuenta de este siglo, pero nunca de los cuarenta. Los años cuarenta, en Italia, no existen, porque 1945 fue una vertiente decisiva: la caída del fascismo, el final de la guerra, la república. Mis amigos de la universidad, hijos de la burguesía intelectual italiana, nunca han oído hablar de los años cuarenta, porque la memoria de sus familias ha escrito la historia, se ha transformado en historia o, mejor dicho, la historia y la memoria de sus padres coincidieron en un momento preciso. Sin embargo, si los cuarenta no existían en la historia italiana, sí prevalecían en la memoria de mi abuela, que por primera vez me habló de ellos. Mi abuela, una campesina pobre y sin escuela cuyo único contacto con los fascistas era la credencial para comprar el pan, no pudo leer la fractura del '45 como un evento decisivo a nivel personal y familiar, dado que su vida material continuó igual en la segunda mitad de los cuarenta. La política nunca le interesó y en el inconsciente de su lenguaje (``los años cuarenta'') afloraba una memoria que no empalmaba con la historia oficial. Ninguno de los grandes mecanismos que determinan a nivel macroscópico nuestra existencia y ninguna Historia nos da identidad, y sin embargo no tenemos identidad que no esté en relación con la Historia. He aquí otra contradicción no resuelta entre el Yo y el Mundo. Es en esa circunstancia, cuando la historia quiere tomar el lugar de la memoria, que aquélla se vuelve peligrosa. Los regímenes totalitarios siempre han utilizado la deformación de la historia para cancelar la memoria o para construir una memoria nueva. Durante muchos años, el siglo XX buscó, a través de la propaganda política, modificar la memoria. Hoy, la operación es más refinada, más ``democrática'', y se encauza técnicamente a través de los medios masivos con la hiperproducción de ``novedades'' que generan olvido. En efecto, si hoy quisiéramos bloquear la memoria y la capacidad de acción de alguien no debemos quitarle información sino inundarlo de todas las informaciones posibles. El exceso de información elimina la memoria humana concebida como instrumento y favorece los soportes tecnológicos. La memoria colectiva es paradójicamente más manipulable hoy porque la presunta objetividad de la tecnología corresponde a la subjetividad de quien la controla. La memoria siempre es cautivada por la representación de los medios, y el recuerdo de lo que vivimos a través de ellos no tiene un lugar real de ubicación, es un recuerdo que arranca las emociones del cuerpo de la experiencia concreta y es, por lo tanto, una memoria débil, que divide las percepciones de los sentidos y se confunde con la imaginación. Los medios nos permiten, o nos obligan, a vivir muchas vidas simultáneamente, identificando nuestros traumas con los de los demás. Nos permiten hacerlo porque los demás, lejanos, encerrados en la pantalla, mientras llega la comida, no huelen mal, no nos estorban en casa, no nos piden una reacción concreta sino apenas emocional, y, más tarde, llega el Teletón para limpiarnos las conciencias. Consecuentemente, la memoria entra en confusión y nuestro pasado contiene acontecimientos que no hemos vivido o que, a veces, ni siquiera sucedieron.(3) En este proceso de abstracción, la memoria ya no tiene mucho que ver con las sensaciones físicas: todo es información inmaterial (el dinero con las tarjetas, el sexo con las hot lines, la materia con las nuevas teorías genéticas, la naturaleza con el Discovery Channel, la política con las encuestas de mercadotecnia, la nutrición con las píldoras vitamínicas). Sin embargo, la información no es ni experiencia ni cultura, y la memoria que necesita no es la memoria humana sino la de un banco de datos, que sólo es una interpretación funcional de la memoria (memoria como acumulación), mientras que la memoria humana opera siempre a través de una selección y una interpretación. La memoria colectiva, que antes dependía de los mayores, hoy se deposita en la técnica que nos da archivos de información. La memoria colectiva ya no es la reconstrucción de un recorrido, ya no es una conexión entre las generaciones, ya no se vincula simbólicamente con la sabiduría de los ancianos sino con una cantidad técnica de informaciones que nada tiene que ver con el proceso de metabolización social de los hechos. La memoria se retira hacia la interioridad, se vuelve autista, porque ya no abre un diálogo social, pues son los instrumentos tecnológicos los que nos dan una memoria colectiva y porque el cuento del abuelo no es nada más que un aspecto folclórico del pasado y un síntoma de demencia senil.

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(1) Nostalgia (nóstos + álgos = regreso + dolor) es una palabra (y, por lo mismo, también una sensación) moderna, que nace al final del siglo XVII para definir el dolor de la lejanía espacial. Kant la llevó al ámbito temporal, como sensación de pérdida de la juventud o del tiempo pasado, o sea la percepción de nuestra condición de mortales.

(2) ``Es más cómodo para nuestros ojos recrear, en alguna ocasión, una imagen ya muchas veces producida, en lugar de tomar lo que hay de novedoso y diferente en una impresión: esta ultima cosa exige más fuerza, más `moralidad''' (F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal).

(3) La caída del régimen de Ceaucescu en Rumania fue cubierta por CNN y en el programa se habló de miles de muertos. Después de un año se aclaró que no fueron más de una docena.