La Jornada Semanal, 9 de abril del 2000



Marco Antonio Campos

Señales en el camino

Con esta columna sobre las complejidades del mundo austriaco, tanto las del ``imperio perdido'' como las de las recientes complicidades , Marco Antonio Campos inicia su trabajo de columnista en este suplemento. Damos una fraternal bienvenida al maestro Campos y la buena noticia a nuestros lectores.

El caso Haider

Uno de los hechos ominosos, quizá el más, que ha ocurrido este año en Europa, es que en Austria haya formado gobierno el Partido Liberal, cuyo líder visible, y ahora queriendo hacerse invisible, ha sido siempre, y por mucho tiempo lo será, Jorg Haider. ¿Cómo es posible que por primera vez la ultraderecha en Europa haya llegado al poder en un país libre a través de elecciones desde el fin de la segunda guerra mundial, aun gracias a una alianza con el cada vez más débil pero siempre oportunista Partido Popular, encabezado por Wolfgang Schoessel, que al fin volvió real su sueño de erigirse en canciller de la República? ¿Cómo pudo ocurrir esta verguenza?

Vamos a tratar de explicar fondo y raíces.

Desde hace más de una década, Haider ha exacerbado los sentimientos nacionalistas creando casi, o de hecho, algo como una fórmula: ``Austria para los austriacos'', inventando para esto como principal molino de viento a los extranjeros y, sobre todo, a los inmigrantes pobres. Esta exaltación desaforada del nacionalismo le ha dado cada vez mejores resultados a la hora de las elecciones. Asimismo, ha aprovechado el descontento ante la baja del nivel de vida de los austriacos, producto de la entrada del país a la Comunidad Económica Europea.

¿Pero esta retórica del odio contra los extranjeros, esta ínfima y despreciable xenofobia, tiene alguna base real? Para adaptar un verso de Rubén Darío a una situación histórica podemos decir: dos dioses negativos hay para utilizar y manipular a los pueblos, y son ignorancia y olvido. ¿Pero hay en verdad, históricamente, un país austriaco y un ser austriaco distintivo? Como se sabe, Austria existe como nación luego de la catastrófica derrota de 1918 que hizo trizas al imperio habsbúrgico. Este, como se sabe, no era el imperio que nació a partir de una ciudad, como Roma, o de un país, como Inglaterra, España o Francia. En su base fundamental, como ha observado todo historiador, era el imperio de una familia: la Casa de los Austria o de los Habsburgo. Mucho menos que por las guerras de conquista, el imperio se sostuvo o creció por las alianzas matrimoniales. Aun así, en el siglo XIX estuvo al menos dos veces cerca de desmoronarse: por la furia napoleónica y por las revueltas de 1848. Igualmente vio disminuidos su territorio y su poder con la pérdida de las provincias italianas y, por supuesto, al compartir desde 1867 con los húngaros el imperio. Pese a todo, el imperio logró sostenerse hasta el fin de la primera guerra mundial, si bien -como diría Robert Musil- era, igual que la Austria de sus días, ``un edificio sostenido en el aire'': en su pensamiento, en su arte, en su realidad. Sin embargo, y desde siempre, en Viena y en las provincias de lengua alemana de lo que es la actual Austria, lo que sobraban eran habitantes de los otros pueblos del imperio (checos, eslovacos, húngaros, eslovenos, croatas, moldavos, polacos, ucranianos), que se integraban y formaban familias. ¿No se enorgullecía el longevo emperador Francisco José diciendo al empezar sus discursos: ``Mis pueblos...''? ¿En estos austriacos de ``raza pura'' pensaba Haider en sus discursos? ¿Alguien creía en los siglos imperiales en el ser distintivo austriaco? ¿Qué austriaco actual no es una mezcla de múltiples razas? Aun en la Viena actual es fácil percibir la ironía cuando se define al ``auténtico vienés'', en frases como: ``Es el que tiene, por ejemplo, padre checo, madre de Baja Austria, abuela alemana, bisabuela húngara, parientes en Eslovenia y un tío lejano en Polonia.'' Y con esto se puede hacer una ars combinatoria al infinito. ¿Cuál ser distintivo austriaco?

De alguna manera, la conducta de Haider tiene gran parte de raíz en los años del austrofascismo, salvo que entonces los perseguidos eran los judíos, los gitanos y los comunistas, y ahora lo son, ante todo, hasta hacerles la vida insoportable, los inmigrantes pobres. No debe olvidarse ni ignorarse que los austriacos llegaron a menudo a ser más nazis que los propios alemanes. Basta con ver fotografías y filmes de época de ciudades como Viena, Salzburgo o Graz, donde las imágenes del nacionalsocialismo eran más abundantes que en cualquier ciudad alemana. Era tal el entusiasmo de los austriacos por Hitler que lo recibieron como héroe, y éste, emocionado y gratificado, en vez de ocupación decidió que fuera anexión y que alemanes y austriacos formaran, desde el 11 de marzo de 1838, el Deutsches Volk, el pueblo alemán, y fueran un solo ejército. Todo como un uno. ¿Acaso se ignora que Hitler anheló pasar sus años de vejez en la ciudad austriaca de Linz, donde había sido feliz? ¿O que el alemán Adolf Eichmann dirigía desde su oficina del Dorotheum, en Viena, los terribles trenes de la muerte que llevaban a los presos a los campos de exterminio? ¿O que el expresidente austriaco Kurt Waldheim fue un activo agente de inteligencia en los Balcanes, donde, con impecable celo, ordenó masacres de civiles, ejecución de prisioneros, envíos de prisioneros a campos de labores y aun se dedicó a identificar judíos para deportarlos, lo que le valió, entre otras grandes cosas de infame valía, ser honrado por el Vaticano como Caballero Papal, Orden Pío IX? ¿No se recuerda que el gobernador de Estiria en esos años fue uno de los más ardorosos nazis, o que otros fungían como directores de campos de labores, como el que aparece en La lista de Schindler? ¿No se sabe ni se recuerda que en el campo de concentración de la ciudad austriaca Mauthausen murieron más de ciento diez mil personas, un campo cuya gran plaza le pareció a Claudio Magris ``la imagen más terrible, más aún que la cámara de gas'', donde ``los prisioneros eran reunidos y alineados para que los llamaran''?

Otra cosa que explica mucho la situación actual es la primera década de la posguerra: 1945-1955. Reconocer a Austria como país agresor hubiera sido riesgoso en extremo: habría tenido que ser dividida incómodamente, como en el caso de Alemania, entre las potencias, incluyendo a la peligrosa URSS. Esto era como hacer algo natural para el espíritu austriaco a través de los siglos: reinventar o falsificar la historia. Así, por obra y gracia de las potencias ganadoras, se consideró a Austria, sin ninguna verdad histórica, como país víctima. Cuando en 1955 los aliados desocuparon Austria y ésta volvió a ser una república, el problema de raíz quedó latente. Gracias a su nueva historia, a su historia falsificada, los austriacos no habían tenido un reciente pasado criminal ni habían sido nazis. Mientras en Alemania la autocrítica del pasado nazi ha sido feroz y continua, en Austria se ha evitado al máximo. No es que se ignore el tema, pero mejor no hablar de él ni pensar que alguna vez existió; todo ha sido como en la operación ejercida por el Comité de la Acción Paralela de la gran novela de Musil (El hombre sin atributos), que busca la raíz y el fundamento de la civilización austriaca y pronto se da cuenta de que ha girado en el vacío y ha llegado a la nada. Parte del carácter austriaco es no tocar asuntos espinosos o, si se tocan, pasar sobre ellos rozándolos y dejar de comentarlos lo más pronto posible. En suma: los austriacos jamás hicieron una auténtica revisión de su pasado nazi, por lo que buena parte de su sociedad, no creyéndose culpable, al surgir un personaje como Haider se quitó la máscara o retiró el maquillaje de su cara, y sus tendencias y simpatías nazis salieron de nuevo a la luz, sobre todo luego de la caída, como castillo de naipes, de las burocracias comunistas de Europa del Este, que derivó en una emigración copiosa de los habitantes de estos países, lo que hizo aún más incisivo el discurso xenofóbico. Súmese a esto la baja del nivel económico de la gente y cierta fatiga por la coalición de la socialdemocracia de Víctor Klima y del Partido Popular del pequeño, ambicioso y mediocre político Wolfgang Schoessel, lo cual derivó en un voto de castigo, y se entenderá mejor por qué el discurso nacionalista, indigente de ideas, ardoroso y elemental de Haider, apuntalado con una propaganda que da la imagen de un hombre fuerte, decidido, bien parecido y notable deportista, encontró en sectores de la sociedad un campo fértil para la semilla. Si bien es cierto que el partido liberal de Haider logró en la primera vuelta veintisiete por ciento de la votación, de realizarse una segunda vuelta, habría obtenido más del treinta por ciento. Para alarmarse: de diez austriacos en edad de votar que usted salude, al menos tres tienen tendencias o simpatías nazis.

Desde luego, Austria no tiene la fuerza económica ni la presencia política de las potencias europeas como para pensar que van a imponer de entrada sus puntos de vista, como sucedió en poco tiempo con la Alemania de Hitler en los años treinta. El problema es el ejemplo y el contagio. No es de extrañarse que en elecciones futuras la ultraderecha francesa o la italiana consigan un ascenso notable en las votaciones, y que esta tendencia política crezca en la propia Austria. Si bien Israel, Estados Unidos y la Comunidad Económica Europea, en particular Francia y Bélgica, han rechazado de múltiples maneras la coalición austriaca de liberales y populares, su intervención no ha dejado de sentirse tibia y aun tímida, y ha consistido más que nada en desdenes protocolarios. Es un error. Ante un peligro tan grande, deben cerrársele al actual gobierno austriaco todas las vías posibles. Es el regreso de lo peor del siglo XX. Se está caminando en un campo minado sabiendo que está minado. A quienes Austria nos ha dado y enseñado tanto, no deja de hacernos sentir verguenza y coraje la realidad despreciable y moralmente inaceptable en la que ahora vive.