La Jornada Semanal, 9 de abril del 2000


Jaime Torres Bodet

La poesía de hoy y los oradores de ayer

Este artículo fue enviado por Torres Bodet a Rafael Heliodoro Valle para que le buscara lugar en Excélsior. Por razones que se desconocen nunca apareció. Gracias a José Javier Ramos Rojas lo ofrecemos a nuestros lectores como una aportación de Torres Bodet (``Jaime no tiene biografía, tiene curriculum'', decía el sarcástico Novo) a la polémica ``sobre el afeminamiento de la literatura mexicana y sus secuelas''. Torres Bodet defiende a su generación de los sañudos ataques de Don Nemesio García Naranjo (Don Renecio García Orange, según Novo) y la define como ``una generación que no halaga a poderosos y que vive de su trabajo''. Este texto fue escrito en 1925 y contiene un homenaje a la poesía, a la juventud truncada y al valor de Ramón López Velarde.

El 26 de marzo de 1925, Rafael Heliodoro Valle, redactor de Excélsior, recibió de Jaime Torres Bodet un artículo para que se publicase en las páginas del diario, ``antes de que esto pierda su oportunidad''.

El texto nos remite a la polémica sobre el afeminamiento de la literatura mexicana y sus secuelas. La nota nunca apareció, quizá por un reparo de ``Celuloide'' o del mismo ``Lic. Vidriera'', por cierto, el último próximo a justos y pecadores. Desde el inicio se acomete al crítico principal pero, entre líneas, se deduce a aquellos que empezaron y terciaron mal o bien en el debate. En términos generales, las ideas de Jaime Torres Bodet, por supuesto, justifican a su generación y recuerdan, mucho, al Villaurrutia de la conferencia ``La poesía de los jóvenes de México''.

Rafael Heliodoro Valle (1891-1959) fue poeta, diplomático, periodista e historiador. Amigo de Nervo, Tablada, López Velarde, Barba Jacob y las hornadas del Ateneo de la Juventud, ``el estridentismo'', ``Contemporáneos'', ``Letras de México'' y ``El Hijo Pródigo'', llegó a México en 1908 y murió el mes de julio del nefasto 1959.

J.J.R.R.

Ninguna generación tan calumniada, por propios y extraños -es decir, por quienes viven los años agitados de su pensamiento y por quienes se apoyan, cojos, en el báculo de su incomprensiva senectud- como la última generación literaria de México. Todos se consideran con derecho a revestirla de adjetivos: los jóvenes, ya viejos, que ambicionan un sillón en la Academia y los viejos que tratan de disimular su edad con paradojas que resultarían juveniles si elasticidad fuese sinónimo de juventud.

Se le dijo afeminada y, ya en plena fisiología, se le llamó reblandecida. Se le agrupa ahora en cenáculos. El poeta Nemesio García Naranjo los descubre con fina acuidad y, si no los descubre, los inventa porque nuestra generación (que no tiene más error que el de haber querido pensar por sí propia, sin andaderas ni andamios, ¡pese a Maples Arce!) está a cien leguas de esa vida del cenáculo en que floreció el pensamiento del porfirismo. De existir cenáculos en nuestra literatura actual no estarían las páginas editoriales dedicadas a denigrarla ni podría impunemente violarse las reglas del buen gusto y de la seriedad histórica amparándose en la improbable posibilidad de las erratas de imprenta.

En los tres artículos que lleva escritos don Nemesio García Naranjo sobre el fracaso de la nueva generación, descubrimos: 1. Que no gusta de la poesía de los jóvenes. 2. Que tampoco le agrada la prosa que ellos escriben, menos copiosa que la suya pero a veces más exacta. 3. Que según él el fracaso de los escritores menores de treinta años obedece a que han querido imitar los hábitos antiguos de vida y pensamiento agrupándose en cenáculos y haciendo literatura de grupo. Otro descubrimiento, un poco menos visible pero más importante, se hace desde luego. El señor García Naranjo estima a la literatura anterior a la revolución, que considera suya y no quiere a la literatura que, a duras penas, se fue labrando entre las tormentas y las lágrimas de nuestras convulsiones patrias. Menos desdeñoso que algún otro de sus compañeros no niega la literatura actual puesto que la ataca. Deplora que no haya, entre nosotros, quien pueda sustituir a Urbina, a González Martínez, a quienes entierra amablemente, y -¡también!- a Olaguíbel. Con una extraordinaria aptitud de equivocación califica de parnasianos los sonetos del autor de Senderos ocultos e impecables (¡!) las vespertinas del poeta de Lámparas de Agonía.

Entendámonos. No somos ni queremos ser imitadores de la literatura de 1910, aunque no abominemos de ella y sí profesamos admiración a quienes la merecen y la necesitan.

La admiración no supone, necesariamente, el proselitismo. Ninguno de nosotros merece o puede ser un prosélito. Entre la generación que alude el Sr. García Naranjo y la nuestra -sin dejar de considerar la promoción de cultura del Ateneo- hay una pausa que no ha conseguido llenar el náufrago grito oratorio de algunos. Así, nuestra voz nace libre y nueva, y tiene su propio destino.

Encontramos más fácil pensar con nuestra cabeza que con la de los demás y por eso no estamos, naturalmente, a la medida de entonces. ¿Que nuestra literatura no es buena porque no es del gusto de alguno que otro escritor sin época que quiere insertarse en alguna y no sabe cuál escoger? ¿Que no es buena porque los escritores jóvenes necesitan trabajar para vivir y se encuentran adheridos -muy a su pesar, créalo usted, señor García Naranjo- al cordón umbilical del presupuesto?

A pesar de la desorientación que produjo en ella el brusco cambio de los preceptos esenciales de la vida y del pensamiento -¡tal vez a causa de él!- se ha logrado independizar de la urgencia de asociarse que caracterizaba a los adolescentes de hace veinte años. Tiene menos fe en los maestros porque comprende que todo se lo deberá a sí propia y que su triunfo o su fracaso obedecerá a su esfuerzo y no a la orientación de sus mayores. Ha visto hasta qué punto condujo a los hombres que entraron maduros al torbellino de la revolución la confianza contraída con los antecesores y, muy al contrario de lo que opina -con desacertada timidez- uno de sus miembros, no culpa a la generación que la precedió de no haberle dejado una herencia espiritual en que basarse, sino que piensa formarla ella misma, desdeñando, como la desdeña ya, la opinión provisional que puedan formarse de sus actividades los que están, por el espíritu e interés, tan separados de ella, de sus anhelos y de sus dudas. Si el propósito de los que atacan a los jóvenes es desencantarlos para siempre de la vida que hicieron los escritores de ayer no parece el camino más directo el elogiar a éstos por los triunfos que alcanzaron con los procedimientos que se juzgan malos y negar todo mérito a los nuevos que se esfuerzan por instaurar un nuevo orden de cosas. Tan separada está de sus maestros lógicos la generación iniciada en medio de nuestras recientes luchas intestinas, que resulta difícil encontrar herencias espirituales de Nervo, Othón, Gutiérrez Nájera y del mismo Urbina entre los poetas vivos.

La poesía moderna -desde Ramón López Velarde hasta los adolescentes de última hora- ha tenido que vivir de sus recursos olvidando a los grandes poetas que la precedieron, no por estúpido desdén, sino porque no encontraba en ellos la voz viva de la patria y de la raza.

Hemos tenido que improvisarnos como todo se improvisa en nuestro país y aceptamos los defectos que de toda improvisación resultan. Nos consideramos dichosos, no obstante, con haber -¡siquiera!- abierto los ojos hacia nuestros horizontes vitales. Sabemos que no hay más que un género de poesía: la buena, pero sabemos también que ninguna literatura es poderosa si descuida el elemento autóctono.

A Ramón López Velarde -un joven- deben algunos de nuestros más célebres poetas más de lo que a ellos les debemos nosotros. Rafael López y José Juan Tablada, cubiertos de gloria, han tenido el valor de confesar, con nobleza que los honra, su devoción al gran poeta desaparecido.

Año con año se imprimen en México libros de autores jóvenes que son bien recibidos por la crítica de todos los países de habla española, menos -naturalmente- por la nuestra.

De 1922 a 1924 han publicado libros Ignacio Barajas Lozano, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Carlos Pellicer, Enrique González Rojo, Manuel Toussaint, Martín Gómez Palacio, Guillermo Prieto Yeme, Carlos Noriega Hope, Joaquín Méndez Rivas, Daniel Cosío Villegas, Carlos Gutiérrez Cruz y otros, todos jóvenes. Muchos de ellos son, para decirlo con una frase trivial, algo más que una promesa.

Se les niega porque no se les lee. El buen sentido que reconocemos en el Sr. García Naranjo, lo haría volver sobre sus pasos si se tomara el trabajo de consultar libros como Piedra de sacrificios, de Pellicer, obra de pintoresco aliento poético, poemas como los de Barajas Lozano, impregnados de una emoción inconfundible y personalísima, notas críticas como las que escribe Xavier Villaurrutia, sólidas en sustancia espiritual, ceñidas como el arco y certeras como la flecha, crónicas de ingenio alerta como las de Salvador Novo, notas de viaje y páginas de arte como las de Manuel Toussaint.

Hemos citado sólo a autores que han publicado libros en años recientes. Entre los inéditos se distingue la fina emoción de los poemas de José Gorostiza que es una de nuestras voces predilectas.

Como se ve nuestra literatura no se contenta con simples alabanzas de cenáculo, no teme la publicidad del diario y del libro y en esto por lo menos se sitúa por encima de la generación que fue joven en 1905. Por esta misma razón es más fácil atacar a los jóvenes (que dan testimonio de sus actividades) que hacer la crítica de autores que pudieran haber sido excelentes, pero se contentaron con los presentimientos benévolos de sus amigos.

Una generación que no halaga a poderosos, que vive de su trabajo y que, además, produce periódicamente buen acervo de obras cuyos méritos no estamos en aptitud de precisar, es una generación que merece respeto y a la que puede juzgarse con dureza, si se quiere, pero nunca con malignidad.

Jaime Torres Bodet

Nota introductoria de José Javier Ramos Rojas, becario del fonca