La Jornada Semanal, 16 de abril del 2000



Carlos Monsiváis

Premio Anagrama de Ensayo

``No lo sé... no lo sé... yo pierdo el juicio. ¿Eres el vicio tú? ¡Adoro el vicio!'' Así desafiaba Antonio Plaza a las buenas familias de su tiempo, convirtiendo en bestseller su poema ``A una ramera''. El ganador del Premio Anagrama de Ensayo, nuestro colaborador y maestro Carlos Monsiváis, analiza distintos aspectos de la moral social y de las excomuniones recibidas por los profetas de un nuevo mundo. La mayor parte de ellos son alabados y comprendidos al final de sus vidas. Para documentar esta desgracia, Monsiváis nos recuerda una frase de Oscar Wilde: ``No me dejéis morir sin la esperanza de ser incomprendido.'' Con sus últimos ensayos (y por encima de los merecidos premios), Monsiváis ha consolidado su estilo en materia de estudios culturales. Algunos gozques le siguen ladrando. Esta es la señal de que su caravana pasa.

En el periodo 1880-1920, a los liberales, profetas de la democracia y la tolerancia, los suceden en el ámbito cultural escritores que combinan dos augurios: ``la libertad por el Espíritu'' (la cultura) y el estreno de sensaciones y actitudes, el nouveau frisson y la búsqueda de una plena occidentalización cultural. Si bien los poetas son los que mejor encarnan a los visionarios, intervienen también los ensayistas e incluso los pensadores radicales. Se entreveran Rubén Darío y José Enrique Rodó, Alfonso Reyes y José Ingenieros, Pedro Henríquez Ureña y los anarcosindicalistas encabezados por Ricardo Flores Magón, Julián del Casal y Alfonsina Storni. Las diferencias son amplísimas, pero se comparte la necesidad de radicalizar el cambio y modificar el rumbo del Progreso, sea por insistir en los valores humanistas en medios que se jactan de su atraso, sea por la celebración de los sentidos, tan temida y combatida por el tradicionalismo.

Los profetas, si tal nombre se les quiere dar, estimulan en sectores significativos la búsqueda de ideales desprejuiciados, defienden y argumentan los otros modos de ser y de pensar, le consiguen el espacio posible a la diversidad y a la noción de futuro que cabe y se expande en los actos y los pensamientos disidentes. Son minoría, pero en la reconstrucción histórica sus obras y sus actitudes iluminan la resistencia posible en su época a un cúmulo de obstáculos: la ideología de la superioridad de clase y raza, las inercias gubernamentales, el regocijo burgués ante el atraso de las clases populares, la intolerancia, el ahogo de la protesta política, las condiciones de semiesclavitud en el campo, la inexistencia social y política de las mujeres, el odio a los comportamientos legítimos pero ajenos a la norma.

Algunas de las profecías se cumplen con rapidez, otras son prevenciones de utilidad notoria, otras dan fe de comportamientos límite que generan por sí mismos ámbitos de admiración y en última instancia de respeto. Algunos profetas disponen de un discipulado amplísimo, otros son leídos sin las claves sólo adquiribles treinta o cuarenta años más tarde. Y todos reciben su cuota de excomuniones, sea por el rechazo y la indiferencia a su trabajo, sea por la alabanza y las campañas de odio. A la mayoría terminan comprendiéndolos, tal vez perjudicando su intención radical. ``No me dejéis morir sin la esperanza de ser incomprendido'', escribió Oscar Wilde.

El demonio y el angel

Un mexicano, Antonio Plaza (1832-1882), es el primero en cantarle a las prostitutas, humanizándolas a través del dicterio y la adoración. Los que se conmueven ante sus versos admiten el patrimonio desconocido: la sensibilidad que se inicia con el ``amplio criterio'':

A una ramera
I

Plaza es un desafío que recogen quienes lo vuelven un bestseller de la época: obreros airados, bohemios, mujeres de la mala vida, analfabetas o cuasianalfabetas, capaces de memorizar largos poemas, artesanos de tendencias liberales, ex combatientes, ex seminaristas. El ``nuevo estremecimiento'' los sacude al reconocer que una prostituta es susceptible de homenaje y de entrega. ``¿Eres el vicio tú? ¡Adoro el vicio!'' El verso retorna hecho consigna. En los márgenes de la sociedad brutalmente solemne, los románticos lanzan la profecía de las modificaciones anímicas.

De la misa negra como éxtasis corporal

En el fondo de la nueva sensibilidad, tan determinada por la literatura, interviene, como en todos los procesos del periodo, el retiro de la secularización, el tránsito de los juicios generados por la religión a los juicios aprehendidos en la convivencia (con una buena dosis de influencia religiosa). ¿Cómo imprimirle la fluidez del laicismo a la sociedad estructurada por principios católicos? La gran ciudad, el centro y la meta de las Repúblicas, es el espacio casi único ya auspiciado por las leyes: las libertades de comportamiento, más bien escasas de acuerdo al criterio actual, todavía compuestas de miedos reverenciales, pero ya pobladas con ejercicios del desenfado y satisfacciones corporales calificadas de ``licenciosas'' (Antes, por supuesto, se habían producido, pero sin el asidero de la legalidad). En el contexto, la secularización no es sólo tolerancia de cultos o libertad de cultos, no es únicamente la existencia del matrimonio civil y, Dios no lo quiera, del divorcio, no es nada más la suma de panteones civiles y seres que no profesan religión alguna (llamados en los censos de Perú ``confusionistas'', adelantándose al nombre que los ortodoxos del marxismo aplicarán a quienes interpreten de modo inconveniente el talmud de la doctrina de Marx); la secularización -y lo que enuncio con tranquilidad debe acompañarse del coro de las almas perdidas- es también proceder como si el infierno no existiese, es actuar como si el cielo y el infierno fuesen dependencias terrenales localizadas en el orgasmo o en la separación del ser amado y ya nunca más poseíble.

En el horizonte de la modernidad a que se aspira en esta etapa, la vida urbana va siendo inteligible gracias a los deleites psicológicos antes sólo accesibles a través de la observancia de los preceptos. Si el infierno le resulta a muchos provincianos el tedio abominable de la circularidad y la vigilancia policiaca de las costumbres, que los obliga a irse a la gran ciudad, el laicismo avanza; si la mujer legítima es un ser desexualizado, el trámite de la obligación ``para cumplir como Dios manda'', la secularización, es irresistible. Y los poetas describen el nuevo paraíso, el de las sensaciones. Escribe Darío: ``¡Carne, celeste carne de la mujer! Arcilla/ -dijo Hugo-; ambrosía más bien, ¡oh maravilla!'' En 1898, el mexicano José Juan Tablada (1871-1945) publica, en una revista de la que es director literario, ``Misa negra'', un poema modernista de ánimo victorioso:

``Una piedra en medio de la fiesta.'' A la interminable ceremonia de la Respetabilidad que se obtiene con el Espíritu Devoto, la sacuden unos versos donde se trasladan a la alcoba las ``Salmodias reverentes'' de los templos. Si el cuerpo femenino es un ara, la penetración es un doble sacrilegio. No sólo se fornica sin propósitos demográficos, también se inviste de sacralidad a la pareja para luego desacralizarse en el coito. Un cortesano le avisa de ``la blasfemia'' a doña Carmelita Romero Rubio, la esposa del dictador Porfirio Díaz, y la respuesta es furibunda. Se regaña al director de la publicación y éste promete no editar textos similares. Pero el ``daño moral'' está hecho. Comenta José Emilio Pacheco en su excelente Antología del modernismo:

Tablada se defiende, y exhibe el temperamento desafiante, hecho posible por las Leyes de Reforma y la separación de Iglesia y Estado, pero también por la ambición literaria. El director de la publicación exhorta a Tablada y le indica la conveniencia de escribir para México y no para Montmartre. Le insiste: la fórmula tabladiana del ``arte a ultranza'' acabará con suscriptores y anunciantes. Tablada se empecina:

En la poesía se filtra poderosamente lo que la iglesia católica y los Hombres de Pro han querido desterrar para siempre: el salto de lo indecible a lo escrito, de ``lo prohibido'' a su configuración artística. Muy probablemente, antes de ``Misa Negra'' decenas de miles de ``espíritus románticos'' en América Latina se inclinan sobre el cuerpo de la amada profiriendo ``obscenidades'' (si no calificaban así sus palabras, ¿para qué decirlas?), y creyéndose ante un altar de placer practican el sacrificio ``místico'' de la virginidad ideal o real de la pareja, la ``misa negra'' en suma. Pero mantienen en silencio su ocurrencia, guiados por la premisa: en donde la Palabra impera, lo que no se nombra no existe y no es castigable.

Al verbalizarse, la profecía de ``las herejías carnales'' deviene opción de conducta. Una vez enunciado, el erotismo no regresa a su lugar, y Lady Chatterley no necesita a Freud para enterarse: las distancias de clase son parte esencial del atractivo del guarda Jacques Mellors. Quince años después de Tablada, el mexicano Efrén Rebolledo (1877-1929), profeta del deseo insaciable, va al límite de lo permitido en ``El beso de Safo'', su descripción del amor lésbico:

La estrategia es clásica: que las audacias del comportamiento se filtren a través de la estética, redentora de la inmoralidad. Rebolledo abstrae la sexualidad y la ``anomalía'', y se queda con formas puras y cambiantes, en rigor una red de metáforas entrelazadas. Sólo así se da entrada al ``safismo'' de dos vírgenes estrictas, porque no han conocido varón: ``...dos rosas de capullos inviolados/ destilan y confunden sus esencias''. Ante esto la censura, que sólo se indigna ante las provocaciones obvias, nada tiene que oponer. No comprende la retórica y, en todo caso, le estáÊprohibido entrar en detalle, porque eso equivaldría a vociferar lo innombrable. Lo más eficaz para los ``guardianes de la honra social'' es continuar la práctica del silencio que aísla.

Nada más incomprensible para la sociedad de 1916 que el lesbianismo; nada más susceptible de tratamiento ``exótico'' que un lecho compartido por iguales (si son mujeres). Y en este proceso influye para volver comprensible lo impensable una gran lectura liberadora en América Latina: la poesía francesa, en especial los simbolistas. De los franceses los latinoamericanos toman el entusiasmo corporal, y en esta materia Rimbaud es un paladín: ``O splendeur de la claire! O splendeur idéale!'' Lo indecible se convierte en el descubrimiento de lo poseído por la Palabra, capaz de asir el esplendor de la carne, el esplendor ideal. ¿Cómo no dejarse avasallar por poemas como ``Sol y carne'' de Rimbaud?

El Pensamiento piensa lascivias, y los latinoamericanos escuchan la profecía. Por su función múltiple en el territorio aún sojuzgado por el culto a la Palabra, los poetas, antes que nadie, ofrecen versiones victoriosas del cuerpo, y hacen del desnudo una hazaña de los sentidos. ``Como Dios nos trajo al mundo'' es la imagen que participa del poderío divino, algo muy relevante cuando lo habitual es cubrirlo todo. Gracias a las licencias de la moral laica, los poetas ubican otra utopía, la del instinto. En estos miradores, la Nueva Atlántida es el cuerpo ardiente en el lecho. Y otra vez Rimbaud provee la consigna arrasadora: ``Hace falta ser absolutamente moderno.''

Con Baudelaire, Rimbaud, Verlaine y Mallarmé se filtra en la cultura latinoamericana ``la mirada del extraño'', del outsider que aporta formas y conceptos ``heréticos''. Como señala Wallace Fowlil, en su análisis de los vínculos entre Rimbaud y Jim Morrison, fue necesario en ese momento de fines de siglo XIX, creer en los vínculos entre un poema y la magia o el sortilege, para usar la expresión francesa. ``Un poema surge a través de un proceso que, como la alquimia, es mágico y por tanto extranjero a las reglas de la lógica e incluso a las reglas del instinto.''

La sensibilidad que emerge en el periodo finisecular, en mucho depende -lo señala Jamake Highwater en The Mythology of Transgression- de las aportaciones de bohemios excéntricos y políticos radicales. Esta sensibilidad, en América Latina, sorprende al romper con la extraña de la vida burguesa: su afán de parecerse a sus correspondientes en las metrópolis, y por destruir los lazos ``perennes'' entre persona y cultura, entre tradición e idiosincrasia. En Santiago o Lima, en Buenos Aires o en México, los bohemios se rehusan a cumplir lo exigido a personas cultivadas y buscan inventarse otro aspecto, otra personalidad, otras metas valiosas. La sensibilidad a la que aspiran, y a la que le van dando forma, demanda voces singulares (por voz se entiende el ofrecimiento del estilo, el abandono inimitable de la tradición). A diferencia de los burgueses, los profetas bohemios no pretenden convertirse a sí mismos en obras de arte, para así legitimar sus pretensionesÊaristocráticas. Más bien, desechan la mera idea de la normalidad, y se proponen carecer de referentes.

La nueva sensibilidad, y nadie lo sabe mejor que Oscar Wilde, si quiere arraigarÊdebe proceder a través de la paradoja. ``Puedo resistirlo todo menos la tentación'', es frase que indica la mirada distinta, regocijada ante la inversión sistemática de términos. El culto por la paradoja trasciende las fronteras del buen gusto y los códigos de mesa y de salón, y se interna en lo desconocido: ¿qué pasa cuando uno renuncia a las buenas maneras, quiénes serán y por cuánto tiempo los acompañantes de la aventura? Desde la perspectiva de la seguridad personal, lo más conveniente para estos outsiders es ser tomados como excéntricos, locos a fin de cuentas inofensivos. Eso en gran medida los salva de la represión.

No hay tal lugar. O si lo hay,
si existe la utopía, es asunto
de dos personas a solas

La utopía por así decirlo permisible, mide su eficacia de acuerdo con los cambios sociales. De esto se deslinda la utopía de los profetas por así decirlo ilícitos, los que fomentan el sueño individual y colectivo de la otra tierra de promisión, el cuerpo de la persona amada, la inmensa mayoría de las veces cuerpo femenino. A la representación del cuerpo masculino la alejan la ``pudibundez'' forzada entre los hombres (que son los escritores), y -cortesía de la censura- la inhibición en las mujeres no tanto del deseo como de su representación elocuente y gráfica. Tal vez un psicoanalista del pasado habría dicho: ¿qué son las monjas posesas sino insatisfechas que le transfieren su avidez incontenible al cuerpo del crucificado? Y los que optan por el silencio o musitan sus afanes lascivos todavía pueden, sin embargo, sentirse dentro de la sociedad. Lo otro, la profesión pública de la diversidad, le corresponde al puñado que no tiene nada que perder, al darse por descontados su impudicia, su obsceno frotadero corporal en las madrugadas, su refocilarse en el coito como el revolcadero en el fango. En la vida urbana, los pobres y el lumpen son los primeros ``secularizados desde fuera'', al margen de su relación con la teocracia, por ser los primeros a los que, por su aspecto y su condición social, se juzga ``dejados de la mano de Dios''. ¿O no a los integrantes del lumpen se les dice en México ``pelados'', por carecer de toda vestimenta, la moral y la aceptable socialmente?

El amor al que no
le permiten atreverse

Un profeta de esos años, y al que no se le habría otorgado jamás ese título, es Oscar Wilde. En América Latina, el profeta por excelencia es Victor Hugo, admirado hasta el delirio por su poesía, sus novelas de formidable denuncia (Los miserables es ``una biblia de la toma de conciencia''), su defensa de las libertades desde el exilio. En el extremo opuesto, Wilde es el profeta proscrito por sus ``actos indecentes'' el preso de la cárcel de Reading, el poseedor del ingenio perfecto, el poeta, el dramaturgo feliz, el mayor talento aforístico, el creador de El retrato de Dorian Gray, la metáfora aún hoy victoriosa sobre la doble vida.

En el periodo que nos ocupa, el instrumento de control perfecto, el gran dispositivo de aniquilamiento, es la invisibilidad social que castiga jerárquicamente a los pecadores, y se exacerba con las ``abominaciones''. Si las prostitutas son las ``mujerzuelas'', las que degradan la condición femenina, los invertidos son la escoria, lo propio de la resaca de la vida y del lenguaje, y se requiere del proceso a Wilde y el escándalo mundial consiguiente, para que el término ``homosexual'', ya presente en la literatura médica, ingrese al idioma de los ilustrados y el ``vicio nefando'' se configure con algo más que mutismo, aspavientos y condenas. Y no sólo el escándalo acrecienta la importancia del caso Wilde; también interviene la admiración literaria. Alfonso Reyes, según cuenta, aprende inglés para leer a Wilde. Al poor Oscar se le cita, lee profusamente y se traduce, y durante dos décadas su proceso se analiza con cuidado y pasión en los (estupefactos) círculos heterosexuales. El 2 de mayo de 1911, desde La Habana, Pedro Henríquez Ureña le comenta a Alfonso Reyes un libro, Uranisme et unisexualité, de Marc Raffalovich, que narra con cierto detalle los tres procesos:

Henríquez Ureña, por lo visto, no está muy bien informado y urde un episodio que nadie más registra, pero aquí lo significativo es la constancia del caso célebre que liquida una prohibición histórica en América Latina. Por la trágica intercesión de Wilde, la homosexualidad deja de ser lo inmencionable. Los habitantes de ``las ciudades de la llanura'' inician su muy lenta incorporación a la vida urbana, gracias al castigo al escritor ``dedicado a asombrar con corbatas y con metáforas'' que, sin embargo, ``casi siempre tuvo la razón'' (Borges, en Otras inquisiciones). Con todo, para que lo innombrable se resquebraje, Wilde el escritor necesita proteger con su prestigio a Wilde el invertido. Un artículo de Borges da idea de la atmósfera opresiva de ese tiempo: ``Nuestras imposibilidades'', de 1931, publicado en Discusión (1932) y eliminado de las ediciones posteriores, como informa Daniel Balderston en un agudo análisis (El deseo, enorme cicatriz luminosa):

La sodomía, infierno que retiene la ``dialéctica fecal'' (según Borges), logra ser nombrada por el martirio de Wilde, cuyo proceso comentan escritores tan diversos como el cubano Enrique José Varona (1895) y el mexicano Julio Torri (1913). En la etapa álgida de la lucha armada en México, Torri escribe sobre Wilde en Revista de revistas, critica a quienes persiguen ``crudamente toda idea o pensamiento del orden científico o artístico, que sean contrarios a la estabilidad de la familia y el Estado'', y es muy irónico ante el comité francés que exige la mutilación del monumento a Wilde en el cementerio parisino del Pére-Lachaise:

¿Qué parte de las profecías se cuela en sociedades cerradas, por el simple hecho de que los censores no leen o no saben leer? Torri se burla del ``rebaño de gentes mediocres, de filisteos y semicultos'', y sin embargo no es objeto de agresión alguna.

``-Y era una llama al viento...
y el viento la apagó.''

Un profeta notorio de la disidencia sexual es el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob (1880-1940), seudónimo de Miguel Angel Osorio, que usa también los nombres de Maín Ximénez y Ricardo Arenales. El nombre se toma de un judío de Florencia, Mossén Urbano, heresiarca quemado vivo en Barcelona en 1507, que pregona la existencia de Barba Jacobo, ``el verdadero Dios omnipotente, en Trinidad Padre, Hijo y Espíritu Santo, ángel del Apocalipsis, sabedor de todas las cosas sin haber aprendido ciencia alguna'' (Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles). Barba Jacob también profetiza sobre sí mismo y alerta contra el coito heterosexual: ``Que él (Barba Jacobo) era todo el ser de la Iglesia plenísimamente, que había de predicar por tres años para morir después degollado en la ciudad de Roma; entonces comenzaría con su resurrección la segunda Iglesia donde los hombres concebirían y parirían sin obra de varón, que el pecado de Adán no había consistido en la manzana, sino en la cópula carnal con Eva.''

Osorio sale de Colombia y recorre diversos países de América Latina, entre borracheras, escándalos, pleitos, e incluso el reconocimiento de los que no soportan su conducta. Es demasiado casi para cualquier época: errabundo, poeta de sensibilidad magnífica, periodista venal al servicio de las peores causas, exhibicionista, drogadicto, experto en el desaliño personal, homosexual combativo y jactancioso:

En su excelente biografía, Barba Jacob. El mensajero, Fernando Vallejo recrea la vida tumultuosa de éxitos y tugurios. A principios de siglo, el colombiano publica poemas confesionales que, muy probablemente, pasan inadvertidos debido a su audacia. Lo protege el estupor de quienes prefieren no darse por enterados de lo que los aterra. Entre sus primeros lectores, sepultados por el prejuicio, ¿quién lee realmente lo que Barba Jacob dice?

O estos versos, que anticipan a Luis Cernuda y son tan inconcebibles en el medio latinoamericano, que sus lectores inaugurales casi de seguro le atribuyen la carga erótica a uno más de los recursos metafóricos:

Nadie entonces alcanza los límites de este profeta abominable y nómada, al que memorizan grupos amplísimos. Escribe en la ``Balada de la loca alegría'':

Barba Jacob no se detiene y, sin recato, canta la gloria y la belleza de los jóvenes, fiado no tanto de la permisividad de la lírica como del sitio reverencial de los poetas. El poeta es un vidente, se piensa, y puede ocurrírsele lo que sea, hasta versos de alta provocación:

Y el reto más ostentoso se produce en su texto más conocido, ``Canción de la vida profunda'':

La profecía de las humanidades

En el siglo XIX los seminarios religiosos siguen siendo centros formativos muy considerables. Allí estudian los que serán anticlericales, revolucionarios, literatos. Pero con la declinación del humanismo en los seminarios, se hace preciso afianzar el estudio de las humanidades y, a principios del siglo XX, hay personas y grupos que intentan el humanismo laico. Pedro Henríquez Ureña habla de las reuniones en México de su grupo, el Ateneo de la Juventud, donde también participan Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, José Vasconcelos, Antonio Caso, Jesús T. Acevedo, Julio Torri. En 1907, dice Henríquez Ureña, se da ``el cambio decisivo de orientación filosófica, vio también la aparición, en el mismo grupo juvenil, de las grandes aspiraciones humanísticas''. Eso es posible por la pequeñez de la capital y lo restringido del medio.

¿Qué le reconocen a Grecia estos jóvenes y sus correspondientes en el resto de América Latina? Los ideales de perfección que contrastan con el cerco burocrático y altamente jerárquico de las academias; la introducción ``de la inquietud del progreso''; el descubrimiento ``de que el hombre puede individualmente ser mejor de lo que es y socialmente mejor de lo que vive''; la necesidad de la discusión y la crítica; el anhelo de perfección que es el deseo de vivir clásicamente. Gracias a Grecia y a Roma, se reformula el humanismo, ya sin el yugo de la erudición conservadora, en momentos notable en su preservación de documentos, pero inerte en lo fundamental. El humanismo de esta etapa es profético a su modo, al aspirar al perfeccionamiento humano al margen de la religión, reemplazando la moralidad católica por las normas éticas que instituyen las comunidades y el pensamiento crítico. Señala Jean Franco en su ensayo ``El humanismo de Pedro Henríquez Ureña'':

Hay que distanciarse del destino de los bárbaros por vocación. La profecía del humanismo retoma el impulso anterior de amor por lo grecolatino y lo mezcla con la necesidad de lo moderno. Y la vía de conciliación es la actividad magisterial que gira en torno del libro, y del género próximo, la biblioteca. Esto lo expresa inmejorablemente Borges: ``Que imaginaba al paraíso/ bajo la forma de una biblioteca.'' Lo sagrado del libro es la premisa radical de este humanismo. ¿Y quiénes son los heraldos del libro? Obligadamente los maestros que, señala Jean Franco, ``son los nuevos apóstoles del mundo moderno''. Las misiones de redención por la cultura y la armonía entre los espíritus, señalan la tarea de los grandes humanistas de esa generación latinoamericana.

¿Qué sucede en las capitales latinoamericanas? (en la provincia, sólo unos cuantos perseveran en su afán cultural contra toda esperanza). Hay ateneos, asociaciones culturales, señas literarias, academias. El clima es cerrado y de autoconsumo, y los conocimientos son la patente que distancia del vulgo. Sólo un puñado se exige rigor, y lo común es el desgaste por vanidad y localismo. Los que son humanistas y hombres de letras, heredan la obstinación de los grandes conservadores y el espíritu abierto de los liberales. Muchos ejemplos los determinan, y de seguro, en la consideración específica, el mayor es Goethe. Si los intelectuales no son ejemplo, es el punto de vista prevaleciente, no son nada. Pero ser ejemplo no es ostentarse como tal, sino alejarse del camino de los filisteos, de los bárbaros por vocación. Las profecías del humanismo retoman el impulso anterior de amor por lo grecolatino.