La Jornada Semanal, 23 de abril del 2000



Marco Antonio Campos

Señales en el camino

Borges verbal

Hay escritores cuyos juicios y opiniones, escritos con cálculo o dichos al paso, crean por la imaginación de un nuevo autor, libros de pequeñas maravillas. Basta pensar en tomos que se han hecho a partir de las propias frases de Voltaire, de Goethe o Nietzsche. Quizá nadie en nuestro siglo logró esto en occidente como Jorge Luis Borges. En efecto: al lado de sus espléndidos libros de ensayo y crítica podrían ponerse varios de entrevistas, de diálogos o de collages armados a base de sus juicios, opiniones, comentarios, aforismos, epigramas y anécdotas. De los libros de entrevistas que le hicieron en el curso de los años recuerdo haber leído con agrado los de Georges Charbonnier (1967), Jean de Milléret (1970) y Richard Burgin (1974), pero también los Diálogos Borges-Sábato (1976), que tuvo a bien transcribir y editar Orlando Barone y los cuales Sábato se preocupó de corregir casi con fiebre (dudaba tal vez de que alguien no viera lo inteligente que es), y el diálogo imaginario Borges-Bioy. Confesiones, confesiones (1997), armado por Rodolfo Braceli sobre el viento de las palabras, es decir, tomando juicios y opiniones de aquí y allí de la pareja de amigos a lo largo de los años y los días, de manera que parece natural la conversación sobre diversos temas queridos.

Pero asimismo, como decíamos, combinando sus opiniones, comentarios, aforismos, epigramas y anécdotas, se han hecho libros que se leen con delectación, de los cuales dos me parecen especialmente citables: Borges el palabrista (1980), de Esteban Peicovich, y éste, magnífico, que ahora comentamos, con un título poco dichoso (Borges verbal), de Pilar Bravo y Mario Paoletti, que Emecé publicó hace unos meses, dentro de las celebraciones del centenario. Otros libros de este tenor cuya lectura nos resultó deleitosa fueron el Diccionario personal de Borges (1979), de Blas Matamoro, y En torno a Borges (1983), de Jorge Mejía Prieto y Justo Molachino. Esta suerte de libros da la imagen de una casa de mosaicos moviéndose, de partidas de cartas donde éstas siempre dicen otra cosa. Juegos de flechas y de relámpagos. En una carta a Fernando Savater, E.M. Cioran apuntaba que aquello que más apreciaba en Borges era ``su desenvoltura en los dominios más diversos, su facultad para hablar con igual sutileza del Eterno retorno y del Tango''; creo que este tipo de libros muestra de manera panorámica la gran diversidad de asuntos que Borges trataba con maestría. Todo parecía saberlo y todo lo convertía en literatura.

Una diferencia con los libros de Matamoro, Peicovich y Prieto-Molachino: Bravo y Paoletti añadieron en los márgenes de las páginas comentarios, anécdotas y opiniones contados por otros y, lo más interesante, fotografías y dibujos no muy divulgados. Me conmovió y me dejó algo como una extrañeza, encontrar retratos de varias mujeres importantes en la vida sentimental de Borges, quienes fueron fuente de poemas, o se volvieron veladamente personajes de cuentos, o simplemente nombres significativos de una dedicatoria, mujeres cuyos rostros yo no conocía o los borró del tiempo, como los de Haydée Lange, Cecilia Ingenieros, Elvira Alvear y Estela Canto (que fue escasamente noble en un libro que escribió sobre él). Pero también resultó una curiosidad encontrar a un Borges joven con unos anteojos alarmantes que marearían a un avezado marinero, o una rarísima instantánea donde aparece con una barba no muy afortunada y varios dibujos de tigres que trazó cuando niño. Cabe también resaltar el prólogo de Bravo-Paoletti, una suerte de itinerario biográfico-literario, hecho con afecto admirativo y donde ambos muestran que bien aprendieron -que bien asimilaron- La lección del maestro.

A lo largo de las páginas del volumen (como en casi toda su obra) se deja sentir en las opiniones de Borges el cariño de los maestros, Rafael Cansinos Asséns y Macedonio Fernández, o hacia los autores que permanecieron inamovibles desde las lecturas de la primera juventud: Whitman, Chesterton, Stevenson, Wilde, Conrad, Sarmiento. En el libro se recobran verdaderas alhajas emponzoñadas: ``Me dicen que en Italia los libros de Sábato se venden con una faja que dice: `Sábato, el rival de Borges'. Es extraño, pues los míos no llevan una faja que dice: `Borges, el rival de Sábato.''' O esa otra, que hubiera aplaudido Wilde: ``El Corán es muy inferior a Las mil y una noches. Alá no estaba tan inspirado como Sherezade.''

Con parecida facilidad a la de Wilde, le venían a Borges epigramas lancinantes. De Garcilaso de la Vega dijo algo que contiene un gran fondo de sabiduría: ``Un gran poeta italiano extraviado en España''; del más literario que literato Arturo Capdevilla sentenció: ``Trabajaba de español''; a Carlos Gardel lo culpó ``de los males de los argentinos, porque además del tango inventó el rezongo''; Federico García Lorca, quien se la pasaba actuando, apenas llegaba a ser un ``andaluz profesional''. No menos divertidos resultaron sus pitorreos contra la Academia Sueca y el Premio Nobel. Con evidente justicia dijo una vez: ``Un premio tan importante y las personas que lo entregan no lo son.''

Por demás, si nos fiáramos a sus rechazos y desagrados no leeríamos buena parte de la gran literatura occidental. No le gustaban la Ilíada ni el Myo Cid y desdeñó total o parcialmente la obra (¿hasta dónde los habrá leído?) de Calderón de la Barca, de Ortega y Gasset, de Antonio Machado, del último Juan Ramón, de Strindberg, de Dostoievski, de Henry James, de Hemingway, de Tagore, de Verne, de Descartes, de Flaubert, de Baudelaire, de Rimbaud, de Proust... No soportaba la literatura maldita ni la que se solazaba en la crueldad y el sufrimiento. Por eso admiró de nosotros las brevedades prodigiosas de Arreola o las páginas fantásticas del Pedro Páramo, pero no habría apreciado nunca una sola narración de Revueltas. El, que fue ultraísta, renegó pronto de su aventura y negó pronto también a las vanguardias, y él, que tuvo uno de los mejores estilos de la lengua española, le causaban alguna irritación los autores que hacían de sus libros u obras grandes construcciones artificiales como Góngora, Mallarmé o Joyce.

En este libro vemos un buen número de frases que son verdades puras y brillan como monedas al sol: ``No hay mejor biografía que el propio texto'' (...), ``Ordenar una biblioteca es una manera silenciosa de ejercer la autocrítica'' (...), ``Cada idioma es un modo de sentir el universo'' (...), ``A veces dejados por la mujer elegida, sólo nos queda el goce de estar tristes por la mujer que nos falta'' (...), ``Buenos Aires es una mala costumbre, muy querida.''

Borges verbal es de esos libros que pueden leerse con gusto lo mismo en nuestro cuarto de trabajo, que en el autobús, en el avión o en las salas de espera de los trenes: un libro ligero y a la vez ferazmente sabio. Pese a que son páginas que parecen irse en las alas de los pájaros, hay un detallado rigor. Bravo y Paoletti consultaron disciplinadamente para su trabajo 155 fuentes periodísticas y literarias.

Hacia 1978, en un desayuno en el hotel Camino Real (lo acompañaba la sombra mágica de María Kodama) le dije que su obra, como las de Camus, Russell o Nietzsche, me había ayudado a vivir. Con un dejo de tristeza me repuso: ``Mire, yo que he sido tan desdichado he ayudado a vivir a otros.'' Sin embargo, en la inmediata conversación se dijo entre los convidados que si una obra proporciona a menudo felicidades, si nos ayuda a cerrar un poco nuestras heridas, no importa si el autor es un truhán, un renegado o un oscuro empleado de banco. Y me digo que ninguna obra me ha dado tantas bellezas y alegrías como la de Jorge Luis Borges.