La Jornada Semanal, 23 de abril de 2000



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

Viaje alrededor de mi padre (I)

No sé pelear. Cuando me sueltan un golpe, mi instinto inicial hacia la violencia se contiene en una sonrisa. Me alejo. Luego, siempre pienso: ``debí de haberle estrellado una silla en la cabeza'' y entonces vienen semanas en que mi última imagen antes de quedarme dormido es la de Joe Pesci abatiendo la cara de un grandulón con la bocina del teléfono, con la portezuela de un auto, con un bat. Otras veces recuerdo la imagen de mi hermano mayor sangrando por la nariz, despeinado y terroso, tras su primera pelea. El tendría once años y yo cinco. Lo que ancló para siempre fue la reacción de mi madre (``¿y le diste de regreso? ¿Verdad que no te dejaste? ¿Quién ganó?'') y la de mi padre que pasó insensible por los restos de la escena (mi hermano ya dormido), subió las cejas y se esfumó rumbo a la tele. Muchos años después he llegado a comprender que ambas reacciones eran parte de la misma historia: los hombres deben conservar su honor a costa del tabique nasal y terminan inmunes a la vida, sumergidos para siempre en una invisibilidad sólo encubierta por la rutina. En estos años he cuidado mi nariz malbaratando mi honra pero no estoy seguro de haber evitado el avance de la ausencia. De seguir así, a los sesenta seré un bulto insensible con la nariz intacta.

Cuerpo a cuerpo

Con quien primero tendré que pelear será contra el cuerpo escultural. No tengo nada contra los músculos marcados de los atletas griegos o de sus copias ultramarinas, los indios demócratas, fuertes y valerosos que se inventó el siglo XIX mexicano. Que lo que envuelve a los huesos se vea como mecanismo de relojería o se oculte entre las sucesivas panzas, me tiene sin cuidado mientras no implique que se tiene o se carece de otras cualidades como la honestidad, la justeza de miras, la verdad o la valentía. Pero, inevitablemente, hinchar y marcar musculaturas ha llegado a significar una prueba de masculinidad porque -dicen- forja el carácter de los hombres. Por eso, en los aztecas de estudio anatómico de Saturnino Herrán o Jesús Helguera no hay sólo cuerpos sino, sobre todo, sentidos únicos de virilidad, fuerza y coraje, la belleza como unida al poder y a la historia. El cuerpo escultórico es, desde el siglo XIX, la encarnación de la nación. A través del cuerpo masculino normativo se busca simbolizar lo que se espera de los ciudadanos: disciplina, contención, belleza como signo de virtud. En realidad, un siglo antes de la invención pictórica del griego o indio fuerte por virtuoso, transcurrió un cambio de mentalidad que ajustó la apariencia exterior a la esencia interior. Rousseau mismo aconsejaba en el Emilio (1762) hacer del alumno alguien ``robusto y saludable para hacerlo razonable y sabio''. Muy probablemente Rousseau había leído las obras de Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), el hombre que creó el estereotipo de la imagen viril.

Arqueólogo e historiador del arte, Winckelmann vivió obsesionado con la necesidad de redescubrir la escultura griega clásica y, tras una estancia como bibliotecario en Sajonia, cumplió el sueño de su vida cuando, en 1759, entró al servicio del Cardenal Albani como catalogador de su colección en el Vaticano. A partir de ese momento se convirtió en el divulgador de un imaginario que vio en las esculturas de atletas un paradigma del deber ser masculino. De hecho describió el Lacoonte, a quien las serpientes estrangulan, como un ``conjunto que informa sobre los músculos humanos sin mostrar signo alguno de ira''. Lacoonte y sus hijos, una escultura descubierta en el siglo XVI, simbolizó para los pensadores alemanes el autocontrol del verdadero heroísmo viril. Nadie que haya visto esa escultura puede negar no sólo que hay impotencia, dolor e ira en los rostros de sus agónicos -aunque musculosos- hombres, sino que carecen de las proporciones ideales que Winckelmann creyó ver. Pero no se trata sólo de un error de mirada. El arqueólogo alemán necesitaba cuerpos que simbolizaran un ideal de belleza abstracta, en cuyos vapores la sexualidad desapareciera en términos de una desnudez aceptable para el Vaticano, las clases medias europeas y él mismo. Una idea de belleza masculina, finalmente, era extraña a Occidente, donde las mujeres monopolizaban un abstracto de armonía dominable. La invención de Winckelmann fue empatar los cuerpos de algunos jóvenes atletas griegos (supongo que en Atenas también había timbones, greñudos y desgarbados, cuyas esculturas terminaban en el cuello) con los valores de las clases medias que intercambiaron las castas y el honor medievales por la disciplina y la virtud modernas. ¿Qué mejor representación de la disciplina que un bloque de mármol sexualmente inerte?

A ese estereotipo pasivo de la ``fuerza callada'' (Herder) sólo había que agregarle el movimiento para hacerlo políticamente relevante. No por nada la gimnasia y la acción directa fueron los dos postulados de los precursores del nazismo, que decían representar el pasado remotísimo de unos cuerpos perfectos que, en su camino del Lejano Este, habían pasado por Grecia, ``aprendiendo lo mejor del mundo clásico'' (Carl Gustav Caro, 1853): los arios. En la mente de los nazis, cuerpos jóvenes y varoniles marchan al unísono rumbo a la felicidad eterna. Bajo sus botas aplastan a los feos y a los distintos, como acallan en su interior sus propias flaquezas.

No traigo botas sino pantuflas. Enciendo un cigarro. Dando vueltas en torno a la mesa del comedor, cuando he perdido el hilo de lo que quiero decir, surge en mi mente la fotografía de mi padre en la playa. O, más exactamente, la uña de mi madre señalándole, explicando algo sobre su musculatura en los cincuenta (``remaba'', creo que dijo) y estalla una memoria: mi padre abrazado de una boya en alta mar. Y, luego, tumbado con taquicardia en una hamaca. Deben ser finales de los setenta y yo le veo desde atrás del castillo de arena que no acaba de quedarse quieto: mi padre está morado del esfuerzo que ha hecho por regresar a la playa. Nunca volvió a llevarnos al mar.