La Jornada Semanal, 23 de abril del 2000



Naief Yehya

La pastilla mágica del deseo (I)

Sexo y medicina

Parece que fue hace una eternidad cuando la sexualidad humana era un misterio. No solamente era un territorio rodeado de tabúes, incomprensión y silencio, sino que además la ciencia no tenía explicaciones para su funcionamiento. Con la llegada de Freud, la metafísica que rodeaba al ámbito de lo erótico se convirtió en patrimonio del inconsciente; súbitamente la sexualidad estaba regida por eventos traumáticos y placeres vergonzosos en nuestro pasado, así como por momentos de crisis y terror que determinaban nuestras fantasías, fetiches y frustraciones. Por esto las deficiencias sexuales se trataban de remediar en el diván del siquiatra, mediante interminables peroratas confesionales y sesiones de introspección durante las cuales se escarbaba el subconsciente, se interpretaban símbolos y se detectaban deseos y temores reprimidos. No obstante, poco antes de que culminara el siglo XX la medicina reclamó a lo sexual como parte de su territorio, con la promesa de una vida mejor gracias a la química.

La primera revolución sexual

Hace algunas décadas el mundo se vio transformado debido a la aparición de una píldora milagrosa: el anticonceptivo, que en buena medida sacudió al mundo al extender el horizonte de la sexualidad humana y al hacer del coito un entretenimiento feliz con pocas o ninguna consecuencia. Si bien es indudable que la ``píldora'' amplió nuestro universo erótico y fue un factor determinante en la revolución sexual de la década de los sesenta, aún hoy es considerada por algunos como el detonador de la explosión de ``promiscuidad'' que se ha traducido en millones de embarazos no deseados, epidemias de enfermedades virales -especialmente el sida-, y un deterioro general de los valores morales de la sociedad. En cualquier caso, la revolución sexual vino a poner al orgasmo en un pedestal y a mostrar que el sexo podía ser divertido y saludable, que había que liberarse de temores y prejuicios para poder disfrutar de una vida erótica plena. La diversidad se volvió aceptable y el sexo dejó de ser un tema sucio y prohibido. No obstante, esta apertura no solucionó, más que en casos aislados y marginales, los dos problemas más perturbadores y angustiantes de la sexualidad humana: la impotencia masculina y la frigidez femenina. El relajamiento de la moral no fue el remedio mágico y universal que muchos esperaban. Se han señalado como culpables de estas dos deficiencias a una infinidad de elementos esotéricos, cósmicos y ambientales. Si bien ambas condiciones son graves, muchas culturas consideran que sólo la primera es un problema y asumen que la segunda no tiene importancia. Quizá por un desesperado esfuerzo de supervivencia, a lo largo de la historia de la humanidad se ha tratado de curar la impotencia mediante una variedad de remedios caseros y afrodisiacos que van desde cuernos de rinoceronte y penes secos de tigre hasta líquenes exóticos e insectos babosos, pasando por la legendaria yumbina.

Fisiología vs. psicología

Aunque el sexo sigue siendo un tema seriamente incomprendido, en esencia la mecánica y plomería del coito no son tan complicadas. Para que la cópula sea exitosa basta que el pene tenga irrigación sanguínea suficiente para adquirir la rigidez axial necesaria para la penetración, y que dicha rigidez se conserve sin deformaciones dramáticas por lo menos hasta la eyaculación. Lamentablemente, millones de hombres no pueden cumplir con estas condiciones por una variedad de razones y esto, más allá de ser una simple frustración, se traduce en un golpe devastador a la masculinidad. Los famosos sexólogos William Masters y Virginia Johnson concluyeron, en su famoso Human Sexual Inadequacy, que cuatro de cada cinco casos de impotencia tenían orígenes psicológicos, principalmente debido a la ansiedad producida por el temor de llevar a cabo el coito adecuadamente. Para ellos, tan sólo el veinte por ciento de los casos tenía orígenes fisiológicos como deficiencias hormonales, problemas en el sistema nervioso o circulatorio, efectos de ciertas drogas o las secuelas de alguna intervención quirúrgica en los genitales. No obstante, investigaciones recientes han demostrado que aparentemente la situación es opuesta y que alrededor del ochenta por ciento de los casos de impotencia pueden atribuirse a factores físicos. Este descubrimiento fue bien recibido, ya que implicaba que quienes padecían de impotencia no eran realmente culpables de su condición ni su virilidad era objeto de cuestionamiento, sino que simplemente estaban enfermos y requerían tratamiento. En 1973 fue inventado un dispositivo para contrarrestar la impotencia: el implante en el pene, que requería ser introducido por medio de una cirugía. Los implantes podían ser rígidos o inflables y, si bien eran bastante incómodos, en general ofrecían la posibilidad de reactivar la vida sexual. En 1984 se inventó el marcapasos del pene, un sistema de electrodos implantados cerca de la próstata. Con un control remoto la persona puede enviar estímulos eléctricos a los nervios y obtener una erección. Paralelamente se desarrollaron algunas drogas vasodilatadoras que la persona podía inyectarse a sí misma en el cuerpo cavernoso del pene poco antes de tener relaciones sexuales. Los métodos para combatir la impotencia eran complejos, dolorosos y embarazosos, hasta que en abril de 1998 apareció otra pequeña pastilla milagrosa que transformó al mundo: el viagra.

(Continuará.)

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