DOMINGO 30 DE ABRIL DE 2000



México desde Estados Unidos

La
otra
mirada

Pete HAMILL*

chac125 ƑQué imagen de Estados Unidos se hubiera tenido en el resto del mundo si en los años veinte los corresponsales extranjeros sólo hubieran reportado sobre Al Capone y sus contrabandistas? Una muy similar a la que tendrían de México los estadunidenses si dependieran exclusivamente del periodismo que se practica en general: narcotráfico, poder monolítico del PRI y corrupción endémica. "A lo largo de los años me he dado cuenta de que el periodismo -incluso el mío- frecuentemente es un instrumento obtuso. Puede relatar los hechos sin jamás expresar la verdad", sostiene Hamill. El viaje del autor de A Drinking Life se inicia hace cuatro décadas en un autobús que cruza la frontera hacia el sur, entre canciones que expresaban la felicidad del retorno, y se convierte en un repaso de la cultura mexicana, de las claves de un país que, para el autor, "nos recuerda en su cotidianidad la necesidad de ser más humanos". Desde su propia experiencia de hijo de inmigrantes, Hamill aboga -en un texto escrito para estadunidenses- por una nueva visión de México: "Aquellos de nosotros que hemos trabajado en los medios, desde los días de la máquina de escribir manual al nuevo mundo valiente de Internet, tenemos que recordar que estamos involucrados en una iniciativa que también es, a fin de cuentas, ética. Podemos comprometernos a no nutrir la estupidez en el mundo. Y si estamos o no en los medios, debemos poder decirle a cada mexicano pobre que llega a este país: gracias por venir. Gracias por recordarnos quiénes somos"

Han pasado casi 44 años desde que crucé la frontera en Laredo y tomé el autobús de Transportes del Norte rumbo al sur dentro del país al que amo más que a cualquier otro, pero menos que al mío. Tenía 21 años, lleno de entusiasmo y ambición, decidido a usar el GI Bill (beca por servicio militar) para hacerme pintor. Recuerdo ver las luces de Monterrey al anochecer y la silueta azul obscuro de las montañas más allá, y el largo viaje serpeante que siguió, en aquel año antes de que se abriera la carretera de cuatro carriles. Más de la mitad de los pasajeros en mi autobús eran mexicanos y, después de la cena, al subir hacia esas sierras imponentes, un viajero sacó su guitarra y empezó a cantar y en poco tiempo todos cantaban canciones llenas de la melancolía de la separación y la felicidad del retorno. Cantando en un idioma que yo no conocía. Cantando de sí mismos y sus familias y la gente que amaban. Cantando canciones no tan diferentes a las que yo había escuchado de mis padres y los otros inmigrantes irlandeses que poblaron mi juventud. Regresaban a casa. Yo lo hacía también, aunque no lo sabía en aquel entonces.

En ese año, México se me reveló en mil maneras pequeñas, y cambió mi vida. Como extranjero, ahora yo era el marginalizado. Había llegado con otras historias y mitos diferentes. Mi manejo del español era, en su mejor momento, imperfecto, y en su peor, bárbaro y ridículo. Ni modo. Los mexicanos me trataron con cariño. Tenían paciencia conmigo. Más que todo, afirmaron en mí ciertas nociones que también eran verdaderas para los inmigrantes irlandeses, italianos y judíos con quienes me había criado en un Brooklyn distante. La importancia absoluta de la familia. La importancia corolaria del trabajo. La insistencia en que los hombres y las mujeres deben vivir con una cierta dignidad, una dignidad que casi no tiene nada que ver con el dinero. El campesino mexicano más pobre, arrancando su existencia de la tierra indiferente, podía vivir con dignidad.

Claro, esa insistencia en una dignidad básica tiene su lado obscuro. Los códigos del machismo frecuentemente exigían que ciertas ofensas o insultos personales no podían pasar sin respuesta. Pero esos mismos códigos establecían los límites que ningún hombre podía traspasar sin gran riesgo. Esto creaba una formalidad en el comportamiento que servía como uno de los elementos que ligaban a la sociedad mexicana; todos conocían las reglas. Siempre había algunos límites que uno no cruzaba. Estas eran lecciones que un joven siempre debe aprender; en mi caso México fue un tipo de escuela de posgrado, elaborando y codificando cosas que ya entendía sobre lo que significaba ser humano. Mucho ha cambiado en México desde que yo era joven; pero el centro de su espíritu permanece igual. México es un país que nos recuerda en su cotidianidad la necesidad de ser más humanos.

Comento estos asuntos -y mi propia educación en México- porque nosotros, a quienes nos importan México y Estados Unidos, nos encontramos frecuentemente desesperados con la versión que leemos en los periódicos y revistas y que vemos en la televisión sobre esa relación. He trabajado como reportero en México; brevemente dirigí un periódico en la ciudad de México. Pero a lo largo de los años me he dado cuenta de que el periodismo -incluso el mío- frecuentemente es un instrumento obtuso. Puede relatar los hechos sin jamás expresar la verdad. Puede perder el significado de los sucesos. Puede fallar en ver los esquemas escondidos de una sociedad.

Por ejemplo, si su conocimiento de México dependiera exclusivamente de nuestro periodismo, usted sería disculpado si creyera que sólo hay unas pocas cosas importantes que debería de saber: las drogas y el negocio de las drogas; el monolítico, no democrático y sin cara PRI; la corrupción endémica. El cinismo sobre tales notas es general. Hay casos de reportajes espléndidos de ambos lados de la frontera sobre estos temas. Y sin duda el crecimiento del poder del narco es un hecho, como lo es que el dinero sucio está corrompiendo a demasiadas instituciones mexicanas, que el abuso de las drogas sigue ampliándose entre muchos jóvenes mexicanos, que demasiados policías han saltado al lado de los criminales. Nadie se alarma más con estas tendencias que los mexicanos. No sólo los intelectuales mexicanos, no sólo los periodistas mexicanos jóvenes valientes y no corruptos, no sólo las clases medias alarmadas. También el campesino. El maestro rural. El poli honesto -y hay muchos-. Y sí, muchos políticos mexicanos, incluyendo un buen número que son del PRI.

Estas son personas que -en la frase de Camus- desean poder amar a su país, y a la justicia también. No quieren tener que disculparse por su país, ni ante los extranjeros ni ante sus hijos. Odian lo que en México se llama "la cultura de la impunidad". Algunos se han vinculado a los partidos de oposición; otros han optado por trabajar dentro del mundo complejo del PRI. Muchos admiten enfrentamientos con la desesperanza, pero también están orgullosos de los grandes avances de los años recientes: el surgimiento de periódicos como Reforma y El Norte, la modernización de El Universal, la existencia de La Jornada y Proceso y Letras Libres. Cuando yo era joven en la ciudad de México, era inconcebible que tales publicaciones pudieran ser editadas sin interferencia gubernamental y estuvieran disponibles en el quiosco de la esquina. Como la televisión estadunidense, la mexicana está lejos de ser perfecta; pero los noticiarios ya no son foros flagrantes para la propaganda gubernamental. Ciertamente, se ha dado una renovación del sistema político con florecientes partidos de oposición, la primera elección primaria en la historia del PRI (de hecho, de la era moderna), un fin a la tradición del dedazo del presidente seleccionando a su sucesor.

De nuevo, tales cambios han provocado críticas -en México y en la prensa internacional-, como si todo esto fuera un elaborado truco para engañar, manipulado por hombres duros en cuartos llenos de humo. La prensa estadunidense es tan cínica como algunas partes de la población mexicana, sin embargo muchos mexicanos viven según la formulación de Antonio Gramsci: "optimismo de la voluntad, pesimismo de la inteligencia". Creo que los grandes cambios son genuinos, casi irreversibles. Si uno ha viajado a México a lo largo de más de 40 años, como yo, uno ve estos cambios como lo que son: enormes. La modernidad ha llegado finalmente a México, y no hay retorno.

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Eso presenta otro desafío para todos los que reportan sobre México. Los grandes periodistas, de todas las nacionalidades, han sido los hombres y las mujeres que han llevado una antorcha al fondo de una caverna y reportan lo que ven al resto de la tribu. Tienen que ser precisos. No pueden ver un conejo y describir a un dragón. Y viceversa. A veces la propia sobrevivencia de la tribu depende de esto.

Por lo tanto sólo un reportero incompetente dejaría de escribir sobre el narcotráfico y la corrupción. Sólo un reportero ingenuo abandonaría su escepticismo -no cinismo, sino un escepticismo saludable-. Cada buen reportero, y la mayoría de los ciudadanos, conoce la diferencia entre la oratoria fina y la práctica real. Si algo debe ampliarse es la labor periodística en México. Con mayor información concreta sobre este país enormemente importante, estaremos mejor, y México estará mejor.

De hecho, me gustaría ver equipos de reporteros mexicanos y extranjeros compartiendo parte del trabajo. Por ejemplo, es lógico suponer que la corrupción de la droga no se detiene en la última pulgada de territorio mexicano. Si los narcotraficantes mexicanos están transportando sus cargas a través de la frontera a Estados Unidos, el sentido común nos dice que el lado estadunidense tiene que ser también poroso a la corrupción. El narcotráfico es un sistema, un sistema capitalista primitivo basado en la oferta y la demanda. Les aseguro que Amado Carrillo no vino a merodear por Denver y Nueva York con su banda, obligando con pistola a los yuppies a inhalar su cocaína. Ellos deseaban la cosa. La compraban. Y esa demanda fue -como lo es hoy- satisfecha. Pero el producto tenía que lograr atravesar la frontera, y no hay mucho escrito sobre la corrupción del lado estadunidense. Casi no se ha escrito nada sobre esas drogas -incluyendo mucha de la heroína- que cruzan por la frontera canadiense con Estados Unidos. Nadie en el Congreso habla de descertificar a Canadá.

Este fracaso en abrir más el lente es lo que lleva a muchos mexicanos que yo conozco a percibir una arrogancia invencible en las actitudes estadunidenses hacia México. Algunos sospechan que esta miopía tiene raíces profundas en el puritanismo estadunidense, en siglos del estereotipaje racial, en el antiguo conflicto entre el norte protestante y el sur católico, y en un sentido de culpa perdurable, y tal vez subconsciente, sobre lo que se le hizo a México en el siglo XIX, cuando una tercera parte de ese país fue tomada por Estados Unidos con las armas.

Podría haber algo en todas esas teorías. Ciertamente las vemos manifestadas en los reportajes desde México. Por ejemplo, hace unos meses hubo una nota sobre el descubrimiento de un cementerio del lado mexicano de la frontera, que supuestamente contenía los cuerpos de por lo menos cien desaparecidos presumiblemente asesinados por narcotraficantes mexicanos. Investigadores de Estados Unidos se unieron a los mexicanos en la búsqueda de estos cadáveres. Los encabezados gritaban. Los noticiarios de la televisión mostraban a hombres escarbando. En un programa de Nightline, Ted Koppel presentó la posibilidad teórica de enviar tropas estadunidenses al otro lado de la frontera para "limpiar" las bandas de la droga. Sonrió expresando algo como la falta de esperanza, como diciendo que un paso tan drástico jamás ocurriría. Pero lo presentó. A fin de cuentas se encontraron sólo ocho cuerpos. No cien. Ocho. Y el señor Koppel, un hombre al que le tengo un enorme respeto, jamás ha sugerido -ni teóricamente- que las fuerzas estadunidenses deberían cruzar la frontera con Canadá para "limpiar" a los contrabandistas de heroína.

Los periodistas deben continuar escarbando por su parte por otra razón: la narcocorrupción puede eventualmente acabar desestabilizando a México. El sistema de contrabando tiene un componente adicional: el tráfico ilegal de armas a México. Nadie sabe quién puede morir a causa de esas armas. Después de la Revolución, pasaron casi 30 años para sacar las armas de la Mœsico azteca vida mexicana. Ahora, gracias a estadunidenses corruptos y sus aliados mexicanos, las armas están regresando a la vida cotidiana. Reporteros de ambos países tienen que escarbar más profundo sobre este tráfico en dos sentidos, no sólo porque la justicia lo demanda, sino porque cualquier desestabilización nutrida por el dinero de la droga, y hecha más letal por las armas estadunidenses, dañaría a ambos países.

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Pero esos reportajes serán una distorsión de la verdad si no se colocan dentro de un contexto más amplio. Ese contexto amplio es tanto social como cultural. Si en el Estados Unidos de los años veinte los reporteros extranjeros sólo hubiesen escrito sobre Al Capone y sus contrabandistas, habrían perdido algunos cambios extraordinarios: el surgimiento de una literatura estadunidense poderosa que incluye a Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Sherwood Anderson, Gertrude Stein, para mencionar sólo a unos. Habrían perdido el triunfo de las películas. Hubiesen perdido los cambios enormes forjados por el disco del fonógrafo y el desarrollo de la radio. Hubiesen perdido el desarrollo de la aviación comercial, como fue epitomizada por Charles Lindbergh y Amelia Earhart. Hubiesen perdido la explosión súbita de los deportes a gran escala, desde Babe Ruth a Jack Dempsey. Hubiesen perdido el desarrollo creativo del jazz y la tira cómica en los diarios y el periódico popular de tiraje masivo. Los contrabandistas eran figuras importantes, fueron héroes populares en algunos circuitos porque desafiaban una de las leyes más estúpidas del siglo XX estadunidense. Pero igual que los narcotraficantes de hoy, la banda gangsteril estadunidense, fundada durante la Prohibición, corrompió a banqueros y políticos y jueces. Ejercían un poder enorme, y esto sobrevivió por más de 50 años. Pero de nuevo: ellos no eran el todo.

Los narcotraficantes en el México de hoy tampoco son todo. Los periodistas -y aún más importante, sus editores- deberían trabajar durísimo para colocar a las mafias de la droga dentro de un contexto más amplio. Y deberían evitar los clichés de la cobertura anterior. Tomar ideas fáciles del archivo es sólo ser perezosos. Hay ese cuento de que la Revolución Mexicana está muerta, 77 años después de que se dispararon los últimos tiros en serio; yo he leído variaciones de ese cuento desde los años cincuenta. Pero cuando ese tema canoso se presenta, deberíamos intentar recordar que 79 años después de nuestra propia Revolución, aún se permitía que los seres humanos tuvieran a otros seres humanos como propiedad privada. Millones de estadunidenses negros aún vivían en la esclavitud. Y se necesitó una convulsión nacional para permitir que otros estadunidenses pudiesen amar a su país, y a la justicia también. Si viajar al extranjero nos enseña algo sobre nuestro país, y un idioma extranjero nos enseña sobre el propio, entonces lo opuesto debería tener sentido: nuestra propia historia imperfecta debería ser parte del contexto cuando empezamos a enjuiciar el estado de la perfección de otros países.

Por ejemplo, no podemos saber cómo se hubieran desarrollado nuestras historias si Estados Unidos no se hubiera robado una tercera parte del territorio de México en la guerra de 1846-1847, una guerra que Ulysses S. Grant calificó como la guerra más injusta que jamás ha librado un país poderoso contra un país débil (y él participó en esa guerra, igual que Robert E. Lee). ƑHollywood quedaría en Missouri? ƑPodríamos haber logrado crear la economía automovilística del siglo XX sin el petróleo barato de Texas, Oklahoma y California? Jamás podremos contar con las respuestas a tales preguntas; están entre las de la historia de este continente. Pero podemos tener en cuenta que los argumentos acalorados de hoy sobre la inmigración -legal e ilegal- suenan raros al ser expresados por personas que viven en lugares nombrados Los Angeles, Santa Barbara, San Diego, San Antonio y El Paso. No deberíamos irritarnos cuando alguien -mexicano o estadunidense- de vez en cuando nos recuerda que la batalla de El Alamo fue una pugna sobre la esclavitud. Los mexicanos la habían prohibido. Sus huéspedes inmigrantes, quienes habían aceptado la ciudadanía mexicana, deseaban tener el derecho de tener esclavos en México violando la ley mexicana. Santa Anna fue un tonto imprudente en muchos aspectos, pero en la lucha con los texanos hambrientos de esclavos estaba del lado de los angelitos. Sí, claro, los texanos deseaban ser libres: disfrutar la libertad para poder tener como propiedad a otros seres humanos. Y ese debate sobre los territorios conquistados -esclavos o libertad- llevó directamente a la Guerra Civil.

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Pero ese contexto histórico también tiene un contexto moderno. No creo que un reportero pueda lograr una labor completa al cubrir a cualquier país sin construir un conocimiento siempre más profundo de la cultura de ese país, la del pasado y la presente.

Uno no puede cubrir a Inglaterra sin leer a Dickens y Trollope, Shakespeare y Marlowe, junto con tales contemporáneos como Ian McEwen y Martin Amis y Ted Hughes. Uno no podrá entender el Sur estadunidense sin leer a Faulkner. Uno no puede verdaderamente entender a Francia sin Balzac y Flaubert, Camus y Sartre, Descartes y Racine y Pascal.

Ningún corresponsal serio en el México moderno puede esperar entender el contexto sin alguna inmersión en Octavio Paz y Alfonso Reyes, Ramón López Velarde y Sor Juana, Angeles Mastretta y Elena Poniatowska, Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis. El corresponsal serio en México no puede simplemente depender del cable de la AP, o de los periódicos matutinos; él o ella tiene que leer a Enrique Krauze y a José Emilio Pacheco, Juan Rulfo y Paco Ignacio Taibo II. Y eso es sólo mencionar a unos pocos de aquellos escritores que han contribuido con sus piezas únicas al mosaico mexicano.

Cualquier estudiante serio de México debe examinar bien la arquitectura mexicana, desde el más sencillo edificio vernacular de pueblito a las obras maestras barrocas de la era colonial, a Barragán y Legorreta, para ver cómo vive la gente, cómo ha dado expresión a su visión privada de cómo existir en el mundo. Ningún estudiante serio de México puede ignorar la pintura mexicana desde las figuras del siglo XIX tales como Hermenegildo Bustos y José Guadalupe Posada a los muralistas Rivera, Siqueiros y Orozco, y Rufino Tamayo. El estudiante, el reportero, el escritor, tampoco deben perderse la gran explosión de las artes visuales hoy día en México, entre los pintores jóvenes que viven más allá del Distrito Federal, en Oaxaca, en Zacatecas y otras ciudades. Nadie debe dejar de entender el arte folclórico mexicano en toda su variedad extraordinaria. Todo este trabajo gráfico nos dice algo sobre los tiempos en que fue creado, y sobre la manera en que los mexicanos ven a su propio país, y a veces al nuestro. La cultura usualmente es descartada como noticia "suave" por los editores, pero frecuentemente es la más importante y perdurable de todas. Babe Ruth fue más importante que el presidente Calvin Coolidge. La literatura, comentó Ezra Pound, es noticia que permanece noticia. Podría haber abierto la palabra "literatura" a esa palabra más amplia: arte.

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En México hay fuentes aún más profundas de las cuales todos podemos aprender; los profesionales de los medios más que nadie. Una son los deportes. ƑDónde se acomoda el futbol dentro del esquema psicológico de millones de mexicanos? Y, Ƒpor qué el soccer jamás se ha convertido en un deporte mayor en Estados Unidos? ƑCuál es el papel del beisbol y el boxeo en México? ƑY qué de la lucha libre? El mundo de la lucha libre profesional es rico en varios niveles, pero lo más fascinante es el papel perdurable de la máscara. Las máscaras formaban parte de la vida mexicana siglos antes de la llegada del primer europeo. Cualquier corresponsal bueno tiene que intentar entender el papel que juegan en la imaginación mexicana figuras como El Santo y Mil Máscaras si espera poder entender por qué Superbarrio fue tan importante después del sismo de 1985 y por qué José Alfredo Agustín Lara los zapatistas en Chiapas también han escogido la máscara como forma de presentar un punto político -sobre el colectivo anónimo popular-, lo cual también tiene una infusión de magia.

El cine es otra veta rica. Desde Santa en 1931, dirigida por Antonio Moreno, a las películas maravillosas de los años treinta de Fernando de Fuentes, a Los olvidados de Luis Buñuel en 1950, uno puede ver cómo se formó una verdadera conciencia nacional mexicana -en comparación con una serie de identidades regionales vinculadas- y detectar otra cosa más: el México que permanece como parte de la memoria de millones. Cada reportero, cada estudiante de México, debe intentar conseguir toda la serie de las películas de Cantinflas, y verlas en secuencia. El observador podrá ver en los trasfondos la manera en que la ciudad de México se ha transformado entre 1940 y los años sesenta. La gran bella ciudad donde el aire era transparente. Se entenderá por qué tantos mexicanos de cierta edad ven a la ciudad actual con ira, con un anhelo de un pasado intocable. El estudiante podrá ver las películas maravillosas de Pedro Infante, y entender por qué México se llenó de duelo cuando murió al estrellarse su avión en 1957. O Dolores del Río, en María Candelaria (con el asombroso Pedro Armendáriz), o María Félix en Río Escondido, o Arturo de Córdova en El, de Buñuel, y se entenderá a lo que se refieren los mexicanos cuando usan la frase: La época de oro. Esa fue una edad dorada para el cine mexicano. Si su idioma hubiese sido francés, estas películas serían tan famosas hoy día como cualquiera de los clásicos del mundo.

Lo más poderoso como forma de entender a los mexicanos y a México es la música popular. Hay ciertas canciones que se han enterrado en los corazones de todos los mexicanos -y en el de muchos de nosotros que fuimos afortunados en escucharlas cuando éramos jóvenes-. No me refiero a la música clásica de Chávez, o Ponce, o Revueltas, por fina que sea. Me refiero a la música que se escuchaba en las cantinas y en las cocinas, en los autobuses y en el trabajo, en velorios y en bodas. Aún quiero llorar cuando escucho el desconsuelo en la voz de Lucha Reyes, como una premonición de su suicidio. No me puedo imaginar haber vivido esta misma vida sin la música de Cuco Sánchez o José Alfredo Jiménez, Agustín Lara o Los Panchos, Alvaro Carrillo y Los Tres Caballeros con Chamín Correa. Esta música aún descarga la nostalgia de millones de mexicanos (y de otros en el mundo de habla hispana), porque recuerda los tiempos de su juventud cuando primero se aprendieron estos versos, cuando necesitaban el consuelo de la música para ayudarlos a aguantar tiempos difíciles o para articular sentimientos para los cuales aún no tenían lenguaje. La música popular -desde Edith Piaf a Frank Sinatra- tiene ese poder.

La música también es un instrumento para tomar medida. Es una forma de establecer un tiempo y un lugar. Cuando uno intenta entender una desilusión sobre el momento de un neoyorquino o un mexicano -expresado en frases como "este lugar se fue a los perros"- siempre ha de preguntarse simplemente: Ƒcomparado con qué? Algunos empezarán a tararear. Eso ocurre ya que la música es un componente especial de la memoria humana. Y las canciones clásicas del pasado mexicano han encontrado una nueva vida a lo largo de los últimos difíciles cinco años con la interpretación de Luis Miguel. El respetó las canciones; no intentó rehacerlas en alguna horrible forma nueva de música pop; no las descartó con ironía. Luis Miguel afirmó, por la forma en que presentó esas canciones, que las personas que las amaban desde hace mucho no estaban equivocadas. A través de su versión de las canciones, los jóvenes pueden anhelar un tiempo que jamás conocieron, un tiempo más simple, más seguro, y los viejos pueden recordar lo que era ser joven para ellos mismos. En ese sentido, Luis Miguel unió a las generaciones en México de una manera que ningún político puede hacerlo, y ningún escritor. Y ha de ser el deber de cualquier corresponsal explicar a los lectores de su país no sólo cómo sus sujetos mueren o votan, y cómo sufren abusos del sistema; sino también qué es lo que los llena de emoción. Si escriben sobre Luis Miguel, tienen que ir más allá de su éxito, y del dinero que gana, y de sus amores, e intentar comprender qué cuerdas tan profundas toca en la psique mexicana. Ese tema vale para el periodismo. Eso es mucho más importante que la última batalla interna en el PRI, o la acusación contra algún banquero.

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Eso, brevemente, es a lo que me refiero al decir contexto. Cualquier estadunidense que va a México necesita extenderse y abrazar la cultura que ha producido tantos seres humanos extraordinarios. Digo, todos los estadunidenses. Por supuesto, los periodistas, pero también los empresarios, los diplomáticos, aun los de seguridad pública y los espías. Cuando era joven, E. Howard Hunt trabajaba en el embajada de Estados Unidos, había espacio para todos. Pero espero que los turistas serios hagan lo mismo. Hay más en México que playas bonitas y margaritas. El turista serio puede leer antes de partir. Lean esas novelas y la poesía y la historia. Y en casa, recuerden que ese hombre silencioso que trabaja en esa tienda o en este taller del sudor, en Nueva York, es el descendiente de un pueblo que construyó grandes civilizaciones. Los arquitectos de Chichén Itzá y Monte Albán, los pintores de Palenque, mayas y olmecas y aztecas, todos se parecían a estas personas heroicas, dignas, que han llegado entre nosotros en números más grandes que nunca, enriqueciéndonos aquí de la misma manera que nos enriquecieron en el propio México.

Todos deberíamos recordar eso, y recordar también que la Cantinflas Buñuel gente que nos trajo aquí -nosotros que somos los hijos de otras vastas migraciones, irlandeses, judíos, italianos-, esa gente formidable, no era diferente a estos mexicanos jóvenes. Creían en la familia. En la dignidad. En el trabajo. No vislumbraron carreras para ellos mismos, sino sacrificaron sus vidas por sus hijos, trabajando en los peores empleos, ganando los peores salarios. Y sí: soñaron con sus tierras de origen. Sí: cantaron sus viejas canciones. Y jamás fue fácil.

Recuerdo claramente una noche bochornosa de agosto cuando tenía 12 años, escuchando a mi padre llorar en la obscuridad de nuestro departamento en Brooklyn. El era un inmigrante de Irlanda, con una educación de segundo de secundaria. Su madre firmó su acta de nacimiento con una X. A los 23 años perdió una pierna jugando futbol en las ligas de los inmigrantes aquí en Nueva York, o sea, jugando el juego de su tierra. Pero esa noche de agosto no lloraba por eso, y ciertamente no estaba lleno de autocompasión. El dolor en el muñón de su pierna era insoportable. En la fábrica donde trabajaba, parado sobre un piso de cemento cada día, no había aire acondicionado. Y la piel de su muñón -lo que quedaba de la pierna de oro del jugador de futbol- estaba despellejada, ampollada y le dolía. Mi madre le trajo hielo y lo consoló y le dijo: "Está bien, Billy, está bien". Hasta que se durmió de nuevo. Al día siguiente, se fue al trabajo.

Lo recordé cuando primero fui a México y vi a tanta gente trabajando tan duro y reconocí en ellos la vida de mi propio padre. Y ahora sé que esta noche, en algún lugar, un padre mexicano llorará involuntariamente en la obscuridad mientras uno de sus hijos escucha. Llorará en algún pueblo de maquiladoras cerca de la frontera. Llorará en Guanajuato o Veracruz, Los Angeles o Queens o Chicago. Y se levantará en la mañana e irá al trabajo. Y el niño o la niña que escuchó su llanto jurará honrar ese dolor. Honrarlo durante todos los días de su vida. Por eso creo tan firmemente que honramos a los nuestros cuando honramos a los nuevos. Aquellos de nosotros que hemos trabajado en los medios, desde los días de la máquina de escribir manual al nuevo mundo valiente de Internet, tenemos que recordar que estamos involucrados en una iniciativa que también es, a fin de cuentas, ética. Podemos comprometernos a no nutrir la estupidez en el mundo. Y si estamos o no en los medios, debemos poder decirle a cada mexicano pobre que llega a este país: gracias por venir. Gracias por recordarnos quiénes somos. La historia de nuestros padres y abuelos nos dice: el dolor pasará. Y cuando algo del dolor actual pase, aquí y en México, sé lo que sucederá. Lo sé de la manera en que sé que el sol nacerá mañana. Alguien sacará una guitarra y todos cantaremos. Juntos. Que viva México.*

* Pete Hamill es periodista y autor de varios libros, incluyendo una biografía recientemente publicada de Diego Rivera y su autobiografía A Drinking Life, así como novelas y colecciones de sus trabajos periodísticos. Fue director general de The Daily News y The New York Post, además de columnista de Newsday. El texto aquí ofrecido es la ponencia magistral que presentó en el simposio Imágenes de México en los Medios de Estados Unidos (4 de febrero de 2000), auspiciado por el Instituto Cultural Mexicano de Nueva York, el consulado general de México en Nueva York, el Media Studies Center del Freedom Forum y el Instituto de Estudios de América Latina de la Universidad de Columbia. Aquí se publica con la autorización del Instituto Cultural Mexicano de Nueva York.

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"Ningún corresponsal serio en el México moderno puede esperar entender el contexto sin alguna inmersión en Octavio Paz y Alfonso Reyes, Ramón López Velarde y Sor Juana, Angeles Mastretta y Elena Poniatowska, Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis"