La Jornada Semanal, 30 de abril del 2000



Víctor Manuel Mendiola

De la poesía

José Emilio Pacheco

La arena errante (Ediciones Era, México, 1999, 128 págs.) de José Emilio Pacheco (México, 1939) es, como dice correctamente la cuarta de forros, ``el más consumado y entrañable de sus libros''.

En este nuevo volumen, que de alguna forma viene a continuar El silencio de la luna (PremioÊde Poesía Asunción Silva 1996), el lector encuentra al mismo y, a la vez, al otro José Emilio Pacheco. A lo largo de las 139 piezas que forman esta nueva colección están presentes muchos de los temas recurrentes de su poesía y también el método como él ha urdido un gran número de sus poemas. Sin embargo, la contundencia y el despojamiento que encontramos en la mayor parte de los textos de La arena errante transfiguran el estilo de Pacheco, al punto que podríamos decir que lo hacen un conocido extraño. El procedimiento, aparentemente simple de abordaje directo de su escritura (con imágenes redondas y claras, pero con una complejidad invisible, al poner en juego fragmentos de lenguaje coloquial, acotaciones críticas, breves diálogos, un lirismo contenido y muchas fórmulas aforísticas, además del recurso a un ritmo con acentos y sílabas en medidas variables, aunque exactas, y escanciado de un modo sutil), adquiere en este libro un tono inusitado por la dureza del sentido, la sequedad de las expresiones y el carácter ominoso de las imágenes.

Algo que en un primer instante no podemos detectar, algo que no pertenece a nuestro tiempo cruel pero sensiblero, algo que casi no podemos encontrar en la poesía mexicana, algo que Pacheco ha venido filtrando surge con una plenitud inesperada. Pacheco nos ofrece sin concesiones su visión desolada del tiempo. Muy bien podríamos decir una violenta visión por lo crudo y descascarado de las frases y, en ese mismo sentido, una postura clásica. Para ello prescinde de cualquier forma de conmiseración. No hay ambages -esa forma tan peculiar y preferida que tiene la poesía mexicana más reciente de eludir todo o casi todo. Pacheco va directo al grano, pero en una forma compleja. Lanza varias flechas de sentido al centro del poema. Sólo se desvía para apretar más. El impulso lírico no es un fin que se baste a sí mismo; pero tampoco el deseo de significar anula lo inexpresable. A pesar de la concreción de sus composiciones, en La arena errante percibimos un secreto y un destino. Su mirada terrible y cínica del tiempo, al primero que arrasa es al propio personaje del libro. En uno de los poemas memorables de La arena errante, Pacheco escribe: ``Ayer la vi. No me lo van a creer./ Ayer me encontré con ella en el parque/ por donde caminábamos a los veinte años./ Está igual que siempre./ En todo caso la muerte/ la ha embellecido, la rejuvenece, la hace/ adolecer de adolescencia./ Ya no tiene veinte años,/ sino dieciocho a los sumo./.../ la vi de lejos y como es natural/ me fue imposible dominar el impulso/ de acercarme, verla de nuevo, implorarle:/ `No sabes cómo te extraño./ No me resigno a perderte./ No te he olvidado.'// Abrí la boca. No pude/ pronunciar la menor palabra./ Me congeló la mirada/ que sin decirlo decía: `¿Cómo se atreve, señor?/ ¿No se ha visto en el espejo?/ ¿No hay calendarios?/ ¿No toma en cuenta/ las edades que nos separan?'// Y de ese modo yo,/ el aún vivo,/ me convertí en el fantasma.'' Pacheco transforma el regreso anhelado de la mujer amada, la alucinación de hallar intacto el objeto del deseo en los términos de una escena invertida: en vez del persistente amor arrobado, la desigualdad humana, la juventud torpe y la grosera insinuación fósil. El cambio de posición, el paso de la mirada del hombre viejo -la mayor parte del poema- a la mirada de la mujer joven -las cinco penúltimas líneas del texto- le arranca de tajo el idealismo al poema (la comedia ridícula de la fraternidad y la igualdad) y deja, de acuerdo al título, un ``Cuento de espantos'', literalmente la representación de una escena grotesca o, como planteaban las tres historias de aquella película italiana donde actuaba la hermosa Ornela Mutis, Los nuevos monstruos. En este poema, todo está además en movimiento; hay una actividad intensa casi como querían los futuristas, tanto que podría reproducirse en una película. La linealidad de la historia convive con una profundidad plástica y, al mismo tiempo, con una simultaneidad psíquica.

Una lectura superficial de la poesía de José Emilio Pacheco ha querido ver en ella la operación opuesta a la poesía de Gerardo Deniz. En la primera impresión, uno es sencillo, el otro intrincado; uno clarifica, el otro oscurece; uno reduce y ordena, el otro amplía y trastorna; uno suena moral y el otro calavera. Sin embargo, al observarlos con detenimiento en esa apariencia de contradicción, descubrimos una ``estructura'' de la misma índole. En ambos, el poema articula formas muy heterogéneas de lenguaje; en ambos, hay erudición e intertextualidad; en ambos, el poema asume muchas veces un desarrollo narrativo; en ambos, observamos un cuestionamiento del lirismo relamido o de la acumulación de imágenes vacías; y en ambos, la claridad o la oscuridad cuestionan las ``verdades'' de la tontería y de la moral. Quizá son muy diferentes en el efecto producido, pero en el fondo hay una semejanza enorme en los recursos utilizados y en el procedimiento. Como quiera que sea, La arena errante está lleno de poderosas sugerencias. Ojalá que el lector pueda ver con otros ojos este libro que representa, es cierto, un gran final, pero también un nuevo comienzo.