La Jornada Semanal, 7 de mayo del 2000



Marco Antonio Campos

Señales en el camino

Juan Gelman en los años de lucha

Juan Gelman nace en Buenos Aires el 3 de mayo de 1930. Milita en las Juventudes Comunistas argentinas y después en el Partido Comunista. En 1964 deserta. Como al Partido no le parece correcto, se emite un comunicado donde se informa que como Gelman se ha ido queda expulsado. Gelman entra después a un grupo guevarista, el cual, unido a uno peronista, forman la guerrilla de Montoneros. De entrada empiezan las dificultades: cómo hacer proselitismo dentro de una clase media que es profundamente antiperonista. Luego del regreso de Perón los Montoneros dejan la clandestinidad, pero a la muerte de éste, con el ascenso de Isabelita y con la formación por José López Rega, ministro de Bienestar Social, de los escuadrones de la muerte de la triple AAA, cometen el error más craso: regresan a la clandestinidad. Perseguido, Gelman sale del país en 1975 con la tarea de hacer relaciones políticas y denunciar los crímenes de la triple AAA. Cuando el 25 de marzo de 1976 los militares toman el poder su misión se vuelve exilio.

Se inicia su temporada en el infierno. Son años en que la espera de la esperanza y el sueño de encarnar los sueños se vuelven desesperanza diaria y una pesadilla sin fin. Son años en que no puede escribir una sola línea. Años en que los militares terminan por arrasar, no sólo con los Montoneros y el Ejército Revolucionario del Pueblo, sino contra todo lo que sea o parezca oposición. Es una guerra velada pero perentoria y letal contra la sociedad. En el prólogo del Nunca más se lee: ``Todos caían en la redada: dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran adictos a la dictadura, psicólogos y sociólogos por pertenecer a profesiones sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por secuestrados bajo tortura. Todos, en su mayoría inocentes de terrorismo o siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores.'' Los militares pretenden a toda costa y a cualquier costo imponer el modelo económico que los Estados Unidos, el Banco Mundial y el FMI han decidido. La dirigencia montonera comete entonces el peor de todos sus errores. En una decisión descabellada, emprenden en 1978 la contraofensiva militar. Lejos del país, emblemáticamente atado de manos, Gelman, en angustioso desacuerdo, decide renunciar a la organización. No se equivoca. Los militares no dejan hoja del árbol de la guerrilla.

Dos años antes, el 24 de agosto de 1976 (él llega a enterarse) habían secuestrado a su hijo Marcelo y a su nuera María Claudia, quienes fueron hundidos en las inmundas piezas del garage de Automotores Orletti. Poco después ultiman a su hijo de un tiro en la nuca y lo sumergen en cemento. A la nuera la llevan a Montevideo, donde pare una niña, la cual es dada a una familia uruguaya. A la nuera la desaparecen, al parecer, las fuerzas armadas argentinas. Tendrían que pasar veinticuatro años para que, luego de una investigación desesperadamente escrupulosa del propio Gelman y de su esposa Mara Lamadrid, gracias a una explosiva y múltiple solidaridad internacional, la joven nieta supiera cuál era su real familia genética.

Pero Gelman ignora todo de su hijo y su nuera cuando vuelve clandestinamente a la Argentina en 1976 y 1978. Pasea por Buenos Aires e intenta recobrar imágenes que no sean fantasmas desolados y sombras tristes. Desde 1976 han quedado atrás, borrados por los militares, poetas y escritores de valía, muy próximos a él, como Rodolfo Walsh, a quien le cortaron las alas un oscuro día de injusticia, como Francisco Urondo, que dejó de pronto de asomarse entre los árboles, como Haroldo Conti, segado desde su altísima altura. Sin embargo Gelman intuye que, si en cuatro años no ha sabido nada de su hijo y de su nuera, algo siniestro ha pasado. Escribe entonces, como carta dirigida al hijo, uno de sus libros más bellos y contenidamente dolorosos, donde la sintaxis se quiebra como el alma, donde la esperanza se sienta en una piedra al borde del vacío. Desde entonces, asimismo, se multiplican en sus poemas de diversas formas los heterónimos, y Gelman, de esa gracia, se vuelve las personas y los nombres de los compañeros caídos.

Pero también, como de otra manera lo hicieron los ateos Albert Camus y José Revueltas, el ateo Juan Gelman descubre en esas horas en los libros cristianos, sobre todo en la obra de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, una fuente de ideas y de imágenes para exponer sus propias llagas diarias y la sangre que sale del corazón del costado de los compañeros caídos. Ya se ha roto el sueño. Sólo quedan las sombras de un país enfermo y la soledad desgarrada de un hombre que siente que ha perdido un país, un hijo, una nuera, un nieto. Es hora de empezar en otro sitio. El reloj da la hora de irse. O dicho con versos tristísimos y esperanzadores del propio Gelman: ``Vámonos con la perra a otra parte/ no se tiene derecho a molestar/ nuestro solo derecho es empezar/ bajo la luz del sol sereno.''

Pero lo peor que dio a Gelman quizá la guerra sucia fue mirar la marchitación de la ilusión. El ha dicho que ``el Gran Desaparecido entre los miles de desaparecidos en la Argentina es la Utopía''. Ha llegado la hora de irse. Al decidir dejar su país sólo mete dos cosas en el equipaje: la tristeza y el adiós.

Desde hace cosa de doce años Gelman reside en la Ciudad de México. De su gran poesía, que nace de la casa de las imágenes del corazón, nada me conmueve -debí decir: nada me desconsuela- más, que los poemas de la derrota y las cartas al hijo y a la madre.

En la Ciudad de México, bajo la luz de un sol eternamente otoñal, Gelman encontró una nueva casa y empezó otra vida. Aquí mismo decidió reconstruir, como minucioso cirujano, heridas que aún sangraban el corazón y el alma, y en los últimos años, con una paciencia de benedictino, ha ido uniendo esquirlas y astillas y armando varios rompecabezas de la última y atroz dictadura militar, logrando revelar rostros de los antiguos asesinos y obligando a que la justicia rioplatense, tanto la argentina como la uruguaya, no se quede cruzada de brazos. Su tarea ha encontrado asimismo otras recompensas: ha hecho que se tome otra vez conciencia y ha puesto en la mesa de las discusiones los excesos descarnados de las dictaduras sudamericanas en las décadas de los setenta y ochenta. Nada anhela tanto Gelman, me digo, que nunca más, que nunca más, vuelvan a ocurrir tragedias como las que él mismo padeció.

Y en eso es imposible que no estemos de acuerdo.

Y es imposible tampoco, a quien lo conoce, no sentir próximo su corazón grande de hombre bueno. Por eso hoy, en el ahora y siempre y un día de su cumpleaños setenta, le doy al argentino, al mex-argen, al mexicano, un abrazo, como diría César Vallejo, ¡emocionado, emocionado, emocionado!