La Jornada Semanal, 7 de mayo del 2000


CONFIGURACIONES

Hugo Hiriart

Primeros compases
de la República de Platón

Platón suele comenzar sus diálogos estableciendo personajes y lugares, quiénes y dónde están hablando. No siempre, el Menón, por ejemplo, arranca ex abrupto con la intrincada y muy ática pregunta: ``¿Puedes decirme, Sócrates, si la virtud puede ser enseñada?'' Pero en general los diálogos, para fortuna nuestra, dan principio abriéndose a una descripción narrativa, no filosófica, especie de set-up del que hablan los guionistas americanos, en la que Platón se muestra muy artista y gran escritor. En la República este planteamiento inicial corre así: Sócrates está recordando algo que sucedió, no se declara hace cuánto, cuando bajó al Pireo con Glaucón a participar en una fiesta religiosa.

Comentemos esto. El Pireo es el puerto de Atenas y dicen ``bajamos'', subir y bajar, así habla de gente que discurre, como ellos, a pie (en la Biblia se dice siempre ``subieron'' a Jerusalén). Glaucón era hermano de Platón, lo mismo que Adimanto, que aparece después. Termina el festival, que consistió, sobre todo, en una muy lucida procesión con imágenes de, en este caso, Palas Atenea (cambiando imágenes, podría haber sido una procesión de Semana Santa, por ejemplo, ``Procesión'' en griego se dice ``pompí''). Hay todavía mucha gente en las calles. Sócrates y Glaucón se retiran ya de regreso a Atenas cuando el sonriente (así lo imagino por lo que veremos) Polemarco, hijo de Céfalo, los alcanza.

Pero dicho así es nada, para apreciar el arte, hay que entrar en detalles: imaginen la multitud que se dispersa lentamente, ``cuando (Polemarco) divisando que nos encaminábamos a casa, mandó al criado que corriendo nos hiciese aguardar, el cual, tirándome por detrás de la capa, me dijo: Polemarco os ruega que lo aguardéis. Volvíme yo, y le pregunté dónde estaba su amo. Tras mí viene, dijo esperadle un momento''. Como se lee, Platón narra de manera tal que visualizamos con claridad la escena. No sólo dice, sino recrea el momento explayándolo ante nuestros ojos. Esto de tirar del manto de alguien en medio de una multitud, es escena paradigmática, por eso es buena, también del manto de Jesús tiraron alguna vez entre la multitud, y él se volvió a ver quién lo llamaba.

Dos comentarios breves: lo alcanza un criado, de seguro un esclavo, estamos en una sociedad donde la gente va a todas partes acompañada de sirvientes, esto fue así hasta hace muy poco, todavía en el siglo XVIII, cuando Giacomo Casanova va a la cárcel, lo acompañan hasta ahí dos criados (que, claro, no están presos, sino sólo sirviéndolo). El otro punto es que las ciudades estado griegas eran pequeñas y todo mundo, o casi, se conocía entre sí, es decir, casi no había ese personaje tan común en nuestras grandes ciudades: el desconocido del que nada sabemos. ``A diferencia de los grandes atenienses'', escribe Roger Scruton, ``nuestra vida actual se desarrolla en un mundo lleno de extraños, del que ha desaparecido todo criterio de gusto, donde las capas educadas ya no comparten una cultura común y en la que el conocimiento se ha visto parcelado en múltiples especialidades, afirmando cada una de ellas su monopolio frente al oleaje de ideas migratorias.'' Al leer a Platón y a Aristóteles hay que recordar que estamos en mundo captable, claro y unificado.

El joven Polemarco, que viene acompañado de varios amigos, alcanza a Sócrates y empieza a hablar con él en broma. Es patente que ya se conocían y tenían familiaridad. Sócrates le sigue la broma. El mismo era afecto a hablar así, es legendaria su deliciosa ironía. Polemarco le hace ver que él y sus alegres acompañantes son más que Sócrates y Glaucón, que ``pueden con ellos'' y que no los van a dejar ir. ``Queda un medio'', dice Sócrates, siempre confiando en la dialéctica o arte de argumentar, ``que es persuadirlos que nos dejen ir''. Polemarco contesta que no porque no van a oír ninguna razón (y en esta réplica se ve el gesto brechtiano con que Polemarco la dice, es decir, la risa alegre). Entonces Adimanto, que acompaña a Polemarco, tienta a Sócrates con un espectáculo: ``¿No sabes que a la noche se van a correr hachas a caballo en honor de la diosa?'' Sócrates se entusiasma. ``¿A caballo?, esto es nuevo.'' Así ablandado Sócrates, Polemarco hace la invitación formal: lo invita a cenar a su casa y después de cenar, a ir a una fiesta que consiste en pasar la noche en vela cantando y bailando en obsequio de las Gracias donde ``encontrarán muchos jóvenes con que conversar''. Sócrates acepta y, hemos de suponer, gracias a eso tenemos el diálogo la República. Aquí no acaba el planteamiento, la parte sustanciosa es el peloteo inicial de la conversación en la casa de Polemarco. Eso lo veremos ya en la próxima entrega. Un comentario final por hoy: Homero dijo: ``Las generaciones de los hombres se suceden como las hojas de los árboles.'' Lucrecio expresó la misma idea usando la fiesta de las hachas a caballo de que hablamos aquí: ``Las generaciones se suceden como los corredores que se entregan unos a otros la antorcha de la vida.''



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

Viaje alrededor de mi padre (III)

Tercera caída: contra la respetabilidad

Hace ya más de diez años que Marcelo Mario Melo publicó su ``Manifiesto Masculinista Nordestino'' en el Pasquim de Sao Paulo (traducido por Hermann Bellinghausen en 1989) bajo la premisa de la posliberación de las sexualidades: ``Los que no somos ni mujeres, ni homosexuales, ni bisexuales y que rechazamos el modelo machista impuesto...'' eran sus primeras líneas. Autodenominándose una minoría en el Brasil de los ochenta, el ``masculinismo'' buscaba reorientar la masculinidad heterosexual hacia la normatividad femenina. Entre sus demandas se contaban: ``Abajo la exigencia de ponerse traje y corbata, el derecho a orinar sentado, el respeto al pudor masculino con la consiguiente construcción de mingitorios privados, por el amparo a los padres solteros abandonados por las mujeres amadas desalmadas con la consecuente habilitación de guarderías en las cantinas (...) queremos pensión por viudez, pensión alimenticia y licencia por cuidados paternos. No amamantamos pero podemos preparar biberones y cambiar pañales. Por la liberación de la lágrima masculina, por el reconocimiento y el respeto a la menstruación masculina, contra el cierre del mercado de trabajo a los hombres: queremos ser secretarios, telefonistas, nanas, etcétera, etcétera. No queremos ser jefes de familia, ni regentes sexuales. Igualdad fuera y arriba de la cama. Queremos coger más por debajo. Queremos que nos canten y que nos cojan. Por el derecho a decir no, sin broncas, ni cuestionamientos a nuestra masculinidad. Por el derecho a que no se nos pare sin explicaciones; a la mujer también le falla. Aquel que nunca falló que tire la primera piedra. Abajo la máscara de la fortaleza masculina. Queremos tener derecho a asumir nuestras fragilidades. Abajo el complejo de cornudo. ¿Por qué la mujer no es cornuda? Fidelidad o infidelidad recíprocas. La caballerosidad es cansada, aburrida y costosa. La delicadeza es unisex. Que sea extinguida la caballerosidad o se instaure, también, la damosidad. Queremos recibir flores. Exigimos la modificación del Padre Nuestro: `Padre y madre nuestros... Bendito sea el fruto de nuestro vientre y de nuestro semen...' Por la capacitación de los hombres desde la infancia para tareas tomadas como femeninas. Queremos aprender corte, confección y costura; cocina; cuidado de niños, etcétera. En contrapartida, enseñaremos a las mujeres a cambiar llantas, tanques de gas y fusibles; a defenderse con los puños, espantar ladrones, matar cucarachas y ratones. Por la paternidad responsable y contra la gravidez y el uso de los hijos como chantaje sentimental contra nosotros. Protestamos contra el hecho de que nuestro órgano de amor sea representado con espadas, cañones, macanas y otros instrumentos de agresión y guerra. Sólo aceptamos la simbolización a partir de cosas gustosas y sanas: chocolates, bizcochos, bananas, lápices de labios, paletas, pirulís, etcétera.''

A doce años de distancia, las demandas ``masculinistas'', aunque justas, no pueden movilizar porque hay algo que está mal (y por eso nos da risa): la masculinidad normativa está unida a la idea de respetabilidad. Para ser respetable, integrable a los grupos sociales debe uno parecerse a un hombre. Pregúntenle a las mujeres. Y no sólo es el traje y la voz contundente. Es más que eso.

Y es que combatir la masculinidad normativa entraña una paradoja: para salir de sus marginalidades, las mujeres, intelectuales, homosexuales, judíos o poetas debieron imitar la respuesta que pretenden socavar, disputar sus imágenes, apegarse a sus coordenadas. La flapper londinense o la garconne parisina con sus peinados de muchacho, los Hemingways que escriben novelas empuñando escopetas o botellas de bourbon (y hasta se casan con ellas), los muscle jews opuestos a los coffeehouse jews, redundan en la normatividad masculina que había excluido a todo lo que no fuera el imaginario guerrero. La desmilitarización de la masculinidad nunca ocurrió. En tiempos de paz esa idea se expandió para desmasculinizarse: ahora podía ser un deber de todos.

Podrán creer que exagero, pero estoy convencido de que si algo permitió la extensión de los mercados mundiales en las últimas décadas, fue el absoluto reinado de esa misma voluntad, del poder de decisión y la eficiencia como demostraciones de que se existe. El triunfo, la consecución de lo que se busca, la victoria enfrentada a las dificultades, el coraje unido al dolor que se encara, pasaron a ser atributos de cualquier vida que valiera la pena vivirse. Despojada de su íntima relación con las trincheras, la ``gimnasia de la voluntad'' terminó totalizando la experiencia ``unisex'' (una palabra inventada en 1896) como competencia por logros trascendentes o materiales. La vida respetable es la del héroe o heroína cotidianos que nos comentan sus mortificaciones, ya superadas, en el talk show.

¿Y cómo combatir contra ese reducto de la ausencia que es, al mismo tiempo, su esencia? No puedo hacerlo sin perder la poca respetabilidad que me queda. Se los advertí hace tres semanas: no sé pelear.