La Jornada Semanal, 7 de mayo del 2000



Eduardo Matos Moctezuma

El ritual del tiempo

El maestro Matos Moctezuma nos recuerda la madrugada del 21 de febrero de 1978 y el momento en que nuestra señora de la Luna regresó a su ciudad y a su templo. El maestro nos habla con verdadera pasión de la hermosa deidad ``desnuda que portaba un enorme penacho de plumas; en la cara tenía adornos y una cintilla sobre la nariz''. Así, decapitada y desmembrada, apareció Coyolxhauqui al pie de nuestro Templo Mayor.

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Hace muchos años hablé con mis amigos y les participé una determinación que había tomado: soy hombre del siglo XX; en este siglo nací, viví mi infancia, crecí y estudié una disciplina que me hizo penetrar en el tiempo pasado, en todos los tiempos. Amé intensamente y todo se me fue dado. Tuve hijos y perdí a uno de ellos; tuve padres y me dejaron. En fin, que fue en este siglo en donde me hice hombre y viví plenamente mi vida. Me asomé a la ventana del tiempo y me vi reflejado en el tiempo mismo. Por todo lo anterior, es justo que también en este siglo muera y deje de ser.

Fue en la casa de Patricia Ortiz Monasterio en donde relataba todo esto. Aquella noche se encontraban allí Fernando Ortiz Monasterio, Carmen Parra, Arnaldo Coen y otros más. Se asentó un acta en donde se establecía lo anterior, además de la forma en que moriría. Esta experiencia se vive una sola vez, pues es un acto no repetitivo que se desarrollaría de la siguiente manera:

El 31 de diciembre del año 2000, cuando termine el siglo, mis amigos serán convocados al Templo Mayor. Me acompañarán hasta la escultura de Coyolxauhqui, dama desnuda que sólo sale de noche, sobre la que tenderé mi cuerpo también desnudo. Previa consulta con un amigo médico que me dirá cuál es la mejor cicuta para morir y sabiendo el tiempo que toma para dejar la vida, me acostaré sobre la diosa -¡vaya manera de morir, poseyendo a una diosa!- y, rodeado de mis amigos, mediremos el tiempo que falte para que den las doce de la noche y entremos al nuevo siglo que me es ajeno. Bebo de una copa de plata el mejor champagne francés mezclado con la cicuta, de modo tal que al sonar la última campanada de la Catedral yo muera. Ni un segundo más del nuevo siglo (espero que mi amigo el médico conozca bien los tiempos de acción de la cicuta).

Concluido el acto amoroso y mortal, mis amigos llevarán mi cuerpo cubierto con una tenue manta hasta la plaza afuera del Museo, entre el Templo Mayor y la Catedral. Allí esperará una enorme pira funeraria que, previo permiso del Gobierno del DF, habrá de encenderse para que mi cuerpo se transforme en cenizas. Mientras tanto, mis amigos gozarán de generosas libaciones sin que sospechen, ¡oh inocentes!, que la cuenta de aquella gran hecatombe les será pasada de inmediato.

Así culminará, pues, mi tránsito por este mundo...

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Lo anterior, escrito y firmado por mis amigos, se veía muy distante en aquel entonces. Ahora ha llegado el momento, pues estamos en los primeros días de febrero del año 2000 y, por lo tanto, apremia el tiempo...

Lo primero que haré en los meses siguientes es lo que Simone de Beauvoir llamó ``La ceremonia del adiós'' y que yo prefiero llamar el ritual del tiempo. Quiero volver a visitar aquellos lugares en donde viví los cinco años de excavaciones en busca del tiempo perdido. Eso empezó hace veintitrés años, en febrero de 1978. Quiero comer en los lugares en donde solía hacerlo, pasar por los lugares conocidos, vivir, en fin, el tiempo pasado, mi tiempo. Quiero hacerlo solo, pues este es un soliloquio en donde, como diría Ortega y Gasset, soy yo y mi circunstancia.

Empiezo, pues, el corto camino de la vida...y de la muerte...

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Fue en la madrugada del 21 de febrero de 1978. Obreros de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro se encontraban en la esquina de las calles de Guatemala y Argentina colocando unos cables, en pleno corazón de la Ciudad de México. De repente, algo duro impidió que continuaran el trabajo. Limpiaron con sus manos aquel estorbo y vieron que se trataba de una piedra que tenía relieves en su parte superior. Detuvieron el trabajo y acordaron dar aviso al Instituto Nacional de Antropología e Historia para que acudiera al lugar para ver de qué se trataba. Así lo hicieron. Dos días después, a las nueve de la mañana, sonó el teléfono en la oficina de Salvamento Arqueológico del INAH. La persona que contestó escuchó una voz femenina que le dijo:

-Vayan a la calle de Guatemala porque se acaba de encontrar algo importante...

Y colgó.

La secretaria no hizo caso, pues era necesario que se proporcionaran más datos para atender una llamada como aquélla. Sin embargo, ya entrada la mañana se volvió a repetir la insistente llamada en los mismos términos anteriores. Intrigado, el responsable de aquella dependencia ordenó que fueran a echar un vistazo a la calle mencionada. El resultado fue negativo, pues no se hallaron evidencias de ningún hallazgo. Por fin, el ingeniero Orlando Gutiérrez, responsable de las obras, se comunicó a Salvamento Arqueológico dando los pormenores de lo encontrado y el lugar exacto. Ahora sí los arqueólogos, al mando de Raúl Martín Arana, visitaron el lugar. Grande fue su sorpresa al corroborar el hallazgo: en efecto, se trataba de parte de una piedra que mostraba relieves. De inmediato se ordenó suspender el trabajo en tanto se tomaban las providencias indispensables para empezar las labores de rescate arqueológico.

El día 24 de febrero, a las doce del día, se congregaron en la célebre esquina las siguientes personas: don Gastón García Cantú, Director General del INAH, el arq. Ignacio Marquina, que había sido director del INAH y autor de Arquitectura prehispánica; el doctor Alberto Ruz, descubridor de la tumba de Palenque y en aquel entonces director del Museo Nacional de Antropología; el profesor José Luis Lorenzo, que me había sustituido al frente del Consejo de Arqueología, el ing. Joaquín García Bárcena y el profesor Angel García Cook, este último, jefe del Departamento de Salvamento Arqueológico. Don Gastón actuó de inmediato y solicitó el apoyo el Departamento del Distrito Federal para que la calle fuera cerrada al tránsito e iniciar así el trabajo arqueológico. Pese a las precauciones tomadas, al día siguiente, a las seis de la mañana, un vehículo Chevrolet placas 963 BWY rompió con todo a su paso y quedó sobre las tarimas que protegían el área de excavación. Quién iba a pensar que años más tarde, en 1999, un vehículo marca Chevrolet placas 964 FFJ irrumpiría por la calle de Guatemala en la parte posterior del Templo Mayor, rompiendo la reja de acceso y la barda limítrofe, para volar ocho metros, caer sobre piso prehispánico y destruir parte del piso y la escalera de una de las últimas etapas constructivas del Templo Mayor. El carro era robado y conducido por el policía Daniel Navarro, quien, desde luego, salió libre. Qué rara atracción tienen los dioses por los carros... o los carros por los dioses...

Continuemos con el relato. Para el día 28 ya se podía apreciar en toda su grandeza la enorme escultura de la diosa. Medía 3.25 metros de diámetro. Se trataba de una dama desnuda que portaba un enorme penacho de plumas; en la cara tenía adornos y una cintilla sobre la nariz. Portaba grandes orejeras y en brazos y piernas se veían serpientes de doble cabeza. Un cráneo atado a un cinturón adornaba su parte posterior. Sin embargo, la diosa tenía algo particular: brazos y piernas estaban separados del tronco, además de estar decapitada. ¿A quién correspondía tan peculiar figura? La respuesta se obtuvo gracias al arqueólogo Felipe Solís, que fue el primero en identificarla como Coyolxauhqui, hermana de Huitzilopochtli, dios solar y de la guerra, con quien entabla singular combate para, finalmente, ser derrotada y arrojada desde lo alto del cerro de Coatepec, por lo que al caer el cuerpo por la ladera se va desmembrando hasta quedar, inerte, al pie de la montaña sagrada.

Ese mismo día la diosa recibió la visita del Presidente de la República.

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Cuando se hizo el hallazgo de la pieza yo no estaba en el país. Había sido enviado a Panamá a un Congreso de Arqueología. A mi regreso, subí a un avión de Aeronaves de México y cogí un periódico que daba cuenta del hallazgo. Leí que una pieza importante había sido encontrada cerca del Zócalo de la Ciudad de México. No presté mucha atención, ya que pensé que sería una exageración de algún periodista. Al llegar a mi casa aquel sábado, se me informó que el director del INAH me había estado buscando con urgencia. El lunes acudí a la calle de Córdoba 45, sede del Instituto, y las secretarias me apremiaban a que fuera a la dirección, pues urgía mi presencia. Intrigado, me presenté en las oficinas de don Gastón y entré. Había una reunión. Don Gastón se levantó y vino hacia mí:

-Eduardo ¿ya estuvo usted en Guatemala?

-No, don Gastón. El congreso fue en PanamáÉ

-No hombre, en la calle de Guatemala, acaba de haber un hallazgo impresionante.

Y allí dio comienzo mi encuentro con el Templo MayorÉ