La Jornada lunes 8 de mayo de 2000

Elba Esther Gordillo
La soberanía en los tiempos de la globalización

El pasado 5 de mayo fue, otra vez, ocasión para la memoria histórica, para el rencuentro con el pasado: la heroica batalla de Puebla y la victoria del Ejército Mexicano, encabezado por el general Ignacio Zaragoza. La gesta retrata una estampa significativa en la construcción del nacionalismo mexicano: la defensa de la soberanía y la independencia de México y salvaguarda de la integridad territorial.

La escuela pública, la educación cívica y la enseñanza de la historia han desempeñado un papel fundamental en la formación de la conciencia y la identidad nacionales. Esto lo saben bien las muchas generaciones de mexicanos que han pasado por las aulas y que hoy recuerdan ese episodio de la historia nacional y así lo transmiten a sus hijos. Ha sido largo y difícil el camino que ha recorrido México para hacer viable su destino como nación libre y soberana.

A la memoria vienen la Reforma, Juárez, los héroes patrios, todo lo que ha contribuido a formar nuestro ser nacional. Enorgullece el triunfo militar contra el invasor, sobrecoge el conocimiento de la desigualdad de los destacamentos, emociona el patriotismo de las fuerzas liberales que enfrentaron con valentía y decisión la intervención.

Los tiempos han cambiado (quizá no como quisiéramos) y la permanencia y viabilidad de la nación enfrentan retos de distinto carácter. En los tiempos de la globalización económica, comunicacional, cientifico-tecnológica son múltiples los factores que rebasan fronteras y que tienen impacto (no siempre de manera constructiva) sobre la vida y la forma de vida de los pueblos.

Las relaciones internacionales, los acuerdos comerciales, la formación de bloques, los intercambios culturales, la apertura de los medios de comunicación nos hacen a todos los pueblos más interdependientes e integrados.

Como lo hemos constatado en estos días, poderosos virus constituyen amenazas a los sistemas informáticos y lo que se vincula a ellos: programas de gobierno, sistemas de salud, bases de datos para el quehacer institucional.

Se trata de realidades sociohistóricas, que no necesariamente responden a maquinaciones o a complots de países poderosos o de elites económicas contra los pueblos, pero que se producen en el marco de condiciones asimétricas y que tienden (esto es una constatación empírica) a reproducir y a agravar las condiciones de desigualdad y de desequilibrio existentes entre los grupos sociales, entre las naciones, y entre la humanidad y el entorno natural.

Enfrentar crítica y objetivamente el conocimiento y la interpretación de la historia para superar mitos y maniqueísmos, para insertarnos inteligentemente en el mundo, para incorporarnos a las tendencias actuales y del futuro, no implica, tampoco, asumir de manera acrítica, doctrinaria y fundamentalista las realidades en curso. Nada tan peligroso como el embozado fundamentalismo de mercado que, en aras de modernizar, de abrir, de integrar, de hacer más eficiente, está dispuesto a vendernos nuevos espejitos y cuentas de cristal.

Los tiempos han vuelto más apremiante el internacionalismo de las relaciones, pero también han impuesto el de los conflictos sociales como hemos constatado en los últimos meses lo mismo en Washington, D.C. y Seattle, Estados Unidos, que en Davos, Suiza. Las sociedades exigen libertad, pero también justicia, reconocimiento a la diversidad y se niegan a asumir la condición de excluidos en el mundo que se está configurando y así reivindican por igual identidades locales, comunitarias, ideológico-políticas, que derechos laborales, económicos y profesionales. Está claro: se rechaza el infierno del totalitarismo, mas no se confía en el imperio del mercado. Reivindicar lo universal, pero reconocer lo particular, son algunas de las divisas del siglo XXI.

Es necesario reflexionar como individuos y colectividad nacional, como sociedad y miembros de comunidades diversas, como ciudadanos y habitantes de esta aldea global, sobre el sentido que los términos del pacto fundante de la convivencia social, en presencia de las desafiantes condiciones que configura la posmodernidad. Avanzar hacia lo nuevo, sí, pero a condición de que no signifique profundizar la división de los países y el mundo en dos polos: la esfera minúscula de los ganadores y la mancha enorme de los perdedores. Por eso, la defensa de la soberanía presupone el desarrollo, que es crecimiento compartido y no meramente altas tasas del PIB sin una traducción social.

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