La Jornada Semanal, 14 de mayo del 2000


Bazar de asombros


Y EN PECADO MORTAL...

El Vaticano ha beatificado a veintisiete mártires de la guerra cristera. Su decisión ha preocupado a algunos y entusiasmado a otros. Los primeros piensan que en la guerras no es fácil encontrar santos o beatos de tiempo completo. Como en ella, lo dice el cínico refranero, todo se vale, las conciencias andan por terrenos abismales y todo se vuelve relativo. Los entusiastas insisten en el tema del martirio y aseguran que los beatos dispuestos a ocupar su lugar en los altares, no participaron en la contienda de manera activa sino que recibieron la cruz del martirio y dieron el testimonio de su sangre. La mayor parte de los futuros santos fueron sacerdotes y ejercieron su ministerio arrostrando valerosamente los peligros de la represión legal y, por supuesto, ilegítima, que castigaba la celebración de actos de culto. Estas exaltaciones me trajeron a la memoria al personaje de The Power and the Glory de Greene: el alcoholizado cura tabasqueño que no acató las descabelladas (y, en el fondo, explicables) disposiciones del gobernador Garrido Canabal. Greene lo lleva al martirio y al testimonio. Es memorable la escena de la noche anterior a la ejecución a la que asisten beatas, putas, rateros y asesinos. El cura se dirige con paso firme hacia el patíbulo y provoca la admiración del teniente perseguidor quien, por cierto, cuenta con la simpatía del novelista debido a sus esfuerzos por combatir al oscurantismo y buscar un porvenir más justo, libre y racional para su pueblo.

Jean Meyer realizó una notable investigación y puso en orden algunos aspectos de la historia cristera. El historiador francés no puede -o, tal vez, no quiere- ocultar su simpatía por los campesinos armados precariamente que, llevando en el sombrero estampas religiosas y protegidos con rosarios y ``detentes'' (``detente, enemigo malo, el corazón de Jesús está conmigo''), entraban a la batalla contra un ejército profesional que desplegó una crueldad helada y se embriagó de violencia institucional.

La decisión papal me hizo releer algunos libros imprescindibles para acercarse a la entraña misma de un conflicto plagado de matices y de contradicciones. Evité las simplonas hagiografías y busqué textos más serios, bien escritos y objetivos hasta donde fuera posible, ya que la contienda está cercana y sus heridas duelen y escuecen: La trilogía de Guadalupe de Anda (que murió siendo senador del gremio ferrocarrilero. Todos recordamos su ``Juan del Riel''): Los cristeros, Los bragados, y El catorce, el libro sobre Victoriano Ramírez que dejó inconcluso. Releí, además, las memorias del general del Ejército Cristero del Sur, Degollado Guízar; los libros del mayor y, después, sacerdote jesuita Heriberto Navarrete; Entre las patas de los caballos, de Rivero del Val; La virgen de los cristeros y el buen libro de Goitortua, Pensativa, en el cual se hacen patentes las consecuencias...

Una anécdota me obligó a pensar en lo resbaladizo de este terreno beatificador. La cuentan varios ex cristeros de Tepatitlán, hombres serios, formales y enemigos a ultranza de la mentira. Va de anécdota: terminando la batalla de Tepatitlán, las tropas del Cura Vega, general de la causa muy parecido a los cruzados de las novelas de Valle-Inclán sobre las encarnizadas guerras Carlistas, hicieron a unos cuarenta prisioneros del Ejército Federal. Los ``pelones'' conocían el hábito ametrallador del cura que no tenía buenas armas ni municiones ni podía dar de comer a los prisioneros y que, por lo mismo, no se andaba con contemplaciones y los ajusticiaba lo antes posible. Un joven y medio ilustrado teniente fraguó un plan para ablandar el corazón del clérigo armado, que consistía en lo siguiente: compungidos y respetuosos pedirían ser recibidos por el general y, ya en su presencia, le asegurarían que ellos también eran católicos. Su condición de soldados los obligaba a una obediencia que cumplían contrariando sus más auténticas y recónditas convicciones religiosas. De rodillas le pedirían la confesión y la santa comunión. El teniente estaba seguro del éxito de su puesta en escena y de que el perdón les sería otorgado por el conmovido presbítero. Siguieron su plan paso a paso y el cura escuchó atento las disculpas y las súplicas. El teniente calló y se escuchó la voz bronca del espadón ensotanado: ``Lo que ustedes quieren es asegurarse el cielo con la confesión y la comunión. Nada de eso, cabrones, los voy a fusilar en pecado mortal y a mandarlos al infierno de cabeza.'' Al poco rato, como en novela de Martín Luis Guzmán, nuestro prosista señero, se escuchó la descarga cerrada y la luz de la luna se paseó sobre los cuerpos descoyuntados, los ojos fuera de sus órbitas y los charcos de sangre coagulada. Esta historia nos hace pensar en el príncipe de Dinamarca deteniendo el vuelo del puñal al ver a su padrastro rezando ante un altar. El indeciso Hamlet decidió esperar al momento en que el padrastro y usurpador estuviera pecando para remitirlo al infierno de un solo golpe.

Cosas de las guerras... ferocidades de las contiendas civiles... crueldades fundamentalistas... En fin... la Iglesia ha pedido perdón retrospectivo; tal vez pueda beatificar a Giordano Bruno, a Galileo, a los miles de herejes, brujas y hechiceros tatemados por la Inquisición o desorejados, desmembrados o hechos picadillo. Alguien como Bruno se vería muy bien entre las luces de los cirios, velas y velones de los altares barrocos.

Escribo estas perplejidades en la terraza de la vieja casa del embajador Morrow en Cuernavaca (ahora funciona aquí un restaurante que ofrece unas ``pacholas'' memorables). Viendo los perfiles de la ciudad del clima benévolo en la que pasaba todos sus fines de semana, el procónsul, mientras bebía su café, escuchó el tañido de las campanas celebrando la firma de los tratados que ponían fin a la guerra cristera. ``Esas campanas doblan por mi'', dijo a la proconsulesa y señaló a los velos y rebozos negros revoloteando rumbo a las iglesias ya abiertas. Arrogante el procónsul enamorado de las jacarandas (su antepasado Poinsett dio su nombre a nuestra flor de nochebuena: Poinsittia) y los flamboyanes de la ciudad en la que sufrió, bebió y murió un cónsul de su majestad británica unos años y unas guerras más tarde.

Hugo Gutiérrez Vega
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Antesala

Los irlandeses no peleamos así (un sueño). Llego a Mazatlán por accidente. Tomé el camión equivocado o algo así. Ya en el puerto me dirijo a un hotel donde pueda pagar con tarjeta de débito; me angustia no llevar efectivo. En el lobby me topo con dos amigos de la preparatoria: Salvador Garcini y Gabriel Robert, quienes inmediatamente me invitan a ir a la playa. Dejo con desconfianza mi maletín en la recepción y salgo tras ellos. Hay una larga avenida desde donde no se ve el mar y un extraño túnel bajo un puente por donde hay que pasar. Cuando salimos del túnel y nos disponemos a cruzar la avenida, un coche se lanza intempestivamente sobre la banqueta; hay una entrada para autos pero el coche va tan rápido que me golpea una rodilla. Sólo me ha rozado pero reclamo a voz en cuello y con insultos al conductor. Del auto bajan tres jóvenes con aire de familia. Son rubios (en particular uno, que tiene el cabello casi blanco), altos y hermanos. Les grito que qué les pasa. Uno de ellos me contesta: ``Somos irlandeses, vivimos aquí y podemos hacer lo que sea.'' Decido que el que pega primero pega dos veces y así procedo. Me adelanto, le doy un puñetazo en la nariz y una patada en la espinilla al chofer y echo a correr cruzando la avenida. Mis amigos ya van corriendo adelante. Hay una entrada sin puertas a una especie de vecindad, la cruzan corriendo. Los sigo. ``Son los baños públicos'', me indica Salvador, ``métete en uno y atranca la puerta.'' Ellos hacen lo propio. Hay una doble hilera de puertas de madera, todas pintadas de distinto color y con una abertura recortada en forma de corazón. Empujo puertas a un lado y otro hasta que una se abre. Me deslizo dentro. Es un cuarto mínimo con un agujero de fosa séptica en medio y nada más. Me repego a un lado de la puerta para no ser visto a través de la abertura de corazón. Oigo cómo los hermanos golpean puertas y se acercan a la mía. Debería estar aterrado pero el hecho de que sean irlandeses me parece tan irreal que me tranquilizo. De pronto veo la cara de uno de ellos asomarse por el corazón y voltear a todos lados. Por más que me unto a la pared no puedo ocultar los pies. El ve las puntas de mis zapatos. Dice: ``Aquí está.'' Cuando vuelve a meter la cara decido patear la puerta con todas mis fuerzas y le doy un portazo horrible. Salto fuera con la idea de que ya tengo disminuidos a un par de ellos. Me encaro con dos hermanos mientras el tercero todavía se revuelca en el piso. Me cierran el paso. Los reto a pelear, pero el de pelo blanco me dice: ``Los irlandeses no peleamos así.'' Dan media vuelta y salen corriendo. Quedo estupefacto. Luego, me dirijo a la calle. Cuando cruzo el umbral los veo del otro lado de la avenida. Se acercan retadores, sacando el pecho y avanzando y retrocediendo. De pronto el de pelo blanco me grita algo incomprensible, en inglés, y me lanza un objeto. Sus hermanos hacen lo mismo. Primero creo que son piedras o trozos de banqueta, como he visto en el cine que los del eri atacan a los bobbies ingleses. Después me percato de que son naranjas. Detrás de ellos hay una cortina alzada y puede verse un depósito lleno de naranjas. Esquivo las que me lanzan y recojo una que está bastante entera. La arrojo con todas mis fuerzas y va a estrellarse aparatosamente en la cara del de pelo blanco. Mientras alcanzo a verlo caer, empiezo a caminar hacia el túnel para ir al hotel. El túnel parece más largo de lo que era. Siento que los hermanos me persiguen y acelero el paso. De pronto me alcanza un hombre ágil pero mayor, rubio cenizo y de rostro rojizo. Empareja su paso al mío y oigo que dice en voz baja, como para sí: ``Ya se los he repetido un millón de veces. Los irlandeses no peleamos así.'' Lleva una mano sobre el hombro, como si cargara un bulto pequeño. Amaino el paso entre sorprendido y defensivo. Pienso que es el padre irlandés. El hombre me rebasa rápidamente. Veo sus anchas espaldas: el bulto que carga sobre el hombro es la cabeza del hermano de pelo blanco. Desperté mirando todavía unos ojos demasiado abiertos y con una gota de zumo entre mis labios.

Justificación y disculpa. Transcribo este sueño que tuve hoy en la mañana porque casi nunca sueño, o mejor, casi nunca recuerdo mis sueños. Así que cuando me sucede, quiero contárselo a todo el mundo. Mil disculpas, lector(a) que debe estar un tanto sorprendido(a) por leer este largo sueño en lugar de las noticias del mundillo de las letras que acostumbro escribir. Este es el segundo sueño que recuerdo en veinte años. Dudo que se vuelva a repetir, así que puede usted estar tranquilo. La próxima semana esta columna retornará a los quehaceres propios de su estilo. (Ah, y también pido excusas a la comunidad irlandesa en México; francamente, no sé qué hacían en mi sueño estos irlandeses más bien jungianos.)

Ojo, artistas visuales: vendan su obra en 150 mil blindados. Todavía hay espacio para decirle que este 31 de mayo se cierra la recepción de trabajos para la x Bienal de Pintura Rufino Tamayo, que este año otorgará tres premios individuales, con carácter de adquisición, por un monto de 150 mil que pasaron la prueba del añejo cada uno. Pero ojo: sólo seleccionarán cincuenta trabajos, así que más les vale pulirse. Para cualquier información más detallada (bases, formas de entrega, etcétera), favor de comunicarse con Ana Cecilia Vargas, Jefa de Comunicación del Museo Rufino Tamayo, a los tels.: 5286-6529 o 99 o al mail: [email protected]. Apúrese y buena suerte, o mejor, buena mano. Tan-tán.

Carlos García-Tort
[email protected]