La Jornada Semanal, 21 de mayo del 2000


CONFIGURACIONES

Hugo Hiriart

Páginas iniciales
de la República de platón

El viejo Céfalo empieza a hablar, le cuenta a Sócrates que suele conversar con amigos de su misma edad y ¿de qué hablan? De la vejez. ``En la conversación, describe Céfalo, muchos de ellos se quejan, acordándose de los placeres del amor y regalos de la mesa, y otros de esta naturaleza que disfrutaban en su juventud, y se indignan de esta pérdida, como si fueran los más grandes bienes, diciendo que la vida que entonces llevaban era feliz.''

Aquí está, con elegancia, marcado el tema: por lo pronto, hablar de la vejez no es hablar de la vejez, sino del valor que hemos de conferir en la vida humana a los placeres sensuales, en concreto a los de lecho y mesa. Se siente que los grandes maestros posocráticos de ética, esos epicúreos elegantes, esos estoicos varoniles, griegos y romanos, están, entre cajas, oyendo y en espera de entrar en escena. ¿Qué valor hemos de concederle a estos placeres? La respuesta la da el poeta Sófocles, y cómo resuena. ``Me acuerdo, sigue contando céfalo, que encontrándome una vez con el poeta Sófocles, llegó uno a preguntarle si la edad le permitía aún tener parte en los placeres del amor. A lo cual respondió: `No lo quiera Dios, hombre, hace ya tiempo que sacudí el yugo de ese tirano, de ese tirano furioso y brutal.''' Largo eco tendrá esta respuesta: Epicuro y sus secuaces, por ejemplo, también condenarán esta pasión con el argumento de que trae perturbación, inquietud constante, dolor, el ideal del sabio es la completa serenidad (o ataraxia), el placer, para Epicuro es simplemente la ausencia de dolor.

Cuando en la preparatoria fui obligado a leer la República, con malos resultados, como ya dije, pues la aborrecí, esta frase de Sófocles me hizo, sin embargo, mucha impresión y se me quedó grabada. ¿Por qué? Ahora pienso que porque nunca había oído nada parecido. Estaba, como sigue estando cualquiera, bombardeado de elogios, ditirambos, canciones dirigidas al amor pasión, como si fuera algo, por un lado, inevitable, y por otro, sin la menor duda deseable. Pero no, ahí había otra cosa, no sólo se lo ponía en duda, sino que se lo condenaba. La pregunta que podía formularse, muy griega, era: ¿cómo debemos vivir? Y yo, que muy pronto iba a arrojarme, en completa ceguera, con todas mis fuerzas y desastrosos resultados casi siempre, a las batallas de amor, me detuve, aunque sea por un momento, expectante y pensativo, en el temple reflexivo de los griegos antiguos.

Volvamos a la República. ``La vejez, sigue diciendo Céfalo, en efecto es un estado de reposo y entera libertad de semejantes cosas.'' Obsérvese, pues, si el placer esclaviza, el acotamiento es experimentado como liberación.

Céfalo trata otro tema que separé en intento de claridad en la exposición. ``Algunos (viejos) se lamentan de los ultrajes de sus domésticos (allegados o familiares) a que les expone la vejez, y sobre esto la insultan con repetidos clamores, siendo para ellos causa de tantas penas.'' Dicho de otro modo, los viejos son acusados de ser una lata, seres frágiles a los que hay que cuidar y que, además, nadie ya obedece. A esto Céfalo responde que el maltrato de los prójimos no obedece a la vejez, sino al mal carácter, ``con costumbres dulces y afables se encuentra una vejez llevadera'', y sin ellas, la vida es difícil y desagradable a cualquier edad, aunque no sea uno viejo.

Sócrates está de acuerdo en todo, pero malicioso como es, le pregunta a Céfalo si su vejez no será tan llevadera, no por lo que dice, ``sino por los muchos bienes que posees; los cuales, dicen que proporcionan a los ricos no pocos alivios''. Un nuevo tema surge, vejez y dinero.

De este asunto sólo voy a recoger una observación de Sócrates, un ejemplo de la reconocida perspicacia socrática. Céfalo viene de familia adinerada: su abuelo y su padre fueron ricos, él heredó. Y declara que no le importa mucho el dinero, le basta con dejarle a sus hijos un poco más que lo que él recibió de su padre. Entonces Sócrates observa: ``Por eso te pregunté, no me parecías muy pegado a las riquezas; lo que es muy común en quienes no las adquirieron por ellos mismos. Pero los que deben sus riquezas a su industria, las aman el doble que los otros. Por ser hechura suya, como los poetas estiman sus versos y los padres a sus hijos (y también las aman por la utilidad que sacan, como todos los demás). Por tanto, son molestos en su trato, no queriendo alabar otra cosa, sino su dinero.'' Y con este retrato de los nuevos ricos, terminamos nosotros, y sigue la República entera, en diez densos libros, porque aquí se inicia el intento de definir la justicia, la cosa se pone seria y nosotros hacemos mutis discreto.



Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

La campaña de los generales

La mañana en que Teresa Fierro debía decidir por uno de nosotros, abrió la ventana y, sacando medio cuerpo, nos observó desde las alturas. Nos alineamos, serenos y bien peinados -y en mi caso, hasta bañado- para recibir su veredicto. Sus carnosos labios mencionarían un solo nombre y meses de competencia terminarían. Así es esto.

Estábamos ahí los cuatro: Alfredo, Pérez H., César Augusto y yo. Hacía unas semanas éramos felices de verla pasar. Teresa, sus contundentes temblores debajo del vestido, sus contorsiones apenas perceptibles en la cintura, su cuello erguido, su cabello tintineante hacia la escuela. La mirábamos conteniendo el aliento. Cuando estaba a medio kilómetro aullábamos. Y éramos amigos. Pero, una tarde, Pérez H., aprovechando el trabajo de su padre, el fontanero, conoció la intimidad de Teresa: por la noche citó a asamblea y nos habló de su toalla para secarse, el color del papel higiénico que usaba la familia Fierro, los restos de cabello sobre su jabón perfumado que habían taponado el desague y las bragas negras con blanco de Teresa colgando de una de las llaves de la ducha. Y Pérez H. nos las enseñó, de lejos, oliéndolas, sin permitirnos siquiera tocarlas un segundo. Luego las retacó en la bolsa del pantalón. Era un flaco. Los otros tres nos indignamos. ``Puedes quedarte con la ropa que le iré quitando'', se ardió César Augusto. Alfredo simplemente le gritó: ``Seguro no son de Teresa, deben ser de tu madre, puñetero.'' A la mañana siguiente fui yo el que, envalentonado, timbré la puerta de los Fierro para denunciar el robo que Pérez H. había perpetrado. Me abrió su padre, el dueño de la tienda de muebles. No supe qué dije. Creo que ``busque los calzones de su hija'' es lo más aproximado. Levantó las cejas y salí corriendo.

Las cosas se hablaron: en vista de que todos éramos básicamente deformes, inseguros y con frentes grasosas, todo estaría permitido -hasta espiar a los contrincantes, interceptar mensajes, interrumpir besos en trámite-, pero si nadie había obtenido resultados en dos semanas, difundiríamos la versión de que, en realidad, Teresa era lesbiana. ``Uno no se puede exponer así frente a la escuela entera, sin protegerse'', decantó Pérez H. Ahora que lo pienso, no sé por qué era mi amigo semejante delincuente. Así que, en la primera semana, se definieron las estrategias: mientras Alfredo fue directo: ``¿Sabes? Quiero que sepas que me he acostado ya con mujeres. Eres la próxima en mi lista. No puedes resistirte, soy tu destino'', yo me hice el sensible: ``Me gustaría mucho charlar contigo, caminar juntos en una puesta de sol, saber sobre tu infancia. Mira, te traje un poema'', y César Augusto optó por la compasión: ``Mi débil situación cardiaca desde que nací me ha hecho un ser fuera del mundo, sin amigos, pero con una inmensa riqueza interior que será toda tuya, si me la pides por favor.'' Pero Teresa no reaccionó ante nuestras palabras. Simplemente agitó sus rizadas pestañas y los tres fuimos aspirados por sus ojos negros. Pérez H. hizo, de nuevo, su entrada triunfal en casa de los Fierro. No supimos cómo lo logró pero, en la noche, nos mostró un sostén, un lápiz labial y una toalla sanitaria sin usar: los objetos que tocaban las tres partes de su cuerpo con las que soñábamos. Pérez H. salió corriendo. Nosotros detrás, mudos de envidia, dispuestos a despojarlo. Pero el delincuente era un deportista y ya desde entonces yo y César Augusto fumábamos.

La segunda semana opté por una nueva estrategia: hablarle a Teresa de lo maravilloso que era César Augusto. Según lo veía, era el que menos posibilidades tenía. Mira que presentársele como cardiaco. Mi idea era ofrecerle a Teresa un punto de atención distinto al de Pérez H. Pero tampoco sé qué dije. Algo como ``es un gran tipo y lo estás matando con tus desdenes'' es acaso aproximado. Teresa me miró con ojitos soñadores, se dio la vuelta y se fue aprisionando mi vida entre los pliegues de su falda. ``Hablarle de que si no le hace caso a César Augusto lo matará, funciona'', le mentí al Alfredo una tarde, a tres días del desenlace. ``Sí'', confesó él, ``lo mejor a estas alturas es que haya empate. No soportaría la imagen de Pérez H. besándola en el patio.'' Así que, descargado de dos contrincantes (Alfredo hablando bien de César Augusto me dejaba, según mis cálculos, a mí contra Pérez H.), me puse a pulir frases para un poema que le hiciera estallar el corazón: ``Nocturno a Teresa.'' No recuerdo cómo iba, pero se lo recité un mediodía en el pasillo del camión. Cuando alcancé su mano para hincarme, ella pestañeó y bajó. Una señora me interpeló: ``Está muy bonita para usted, joven. Mejor le presento a mi nieta.'' Esa noche supe que Alfredo y yo no teníamos un pacto cuando lo caché haciendo pesas en su cuarto. La cosa estaba perdida, como antes.

Así que la mañana en que Teresa Fierro debía decidir por uno de nosotros, abrió la ventana y, sacando medio cuerpo, nos observó desde las alturas, supe que tenía las mismas posibilidades que Alfredo, Pérez H. y César Augusto: Teresa confundió nuestros nombres. Pero ella señaló a Pérez H. y lo invitó a pasar. El delincuente gritó, triunfador, y nos dejó arrastrando los pies, rumbo al centro comercial.

El resto del verano los vi caminando a lo lejos, tomados de la mano. Pérez H. le hablaba y le compraba lo que hubiera a su paso (globos, refrescos, nieves) y no sé por qué me sentí feliz de que Teresa, sonriéndole, le mirara con esos ojos profundos, pestañeándole a los transeúntes casi al azar.