La Jornada Semanal, 28 de mayo del 2000



David Miklós

el cuento del domingo

El alma sintética

David Miklós es editor y compilador de la controvertida antología de narradores jóvenes Una ciudad mayor que ésta, donde los textos fueron realizados, por encargo, en torno al tema de La Ciudad. Aquí, Miklós nos entrega un magnífico cuento que invoca un hilarante sinsentido donde se mezcla el humor inglés con el mexicano, pero cuyo calado es tan hondo como el lugar donde cada quien ubique ese misterio que por comodidad llamamos alma -ateos incluidos.

Para Francisco Rivera Viesca

Joe creía haberlo vivido todo. Desde los lugares comunes más comunes -i.e., plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro, en ese orden-, hasta las experiencias más insólitas y desaforadas -vgr., follarse a una cabra, arruinarle la vida a una top model, comer ostiones (frescos) en el Everest, meterse toda clase de drogas, traficar y filmar películas snuff, incluso hacer de servidor público durante todo un sexenio, también en ese orden-; para Joe se habían acabado las sorpresas, las primeras veces, las segundas primeras veces (o bien, las primeras segundas veces, como quiera verse), en fin, que a sus treinta y cinco años Joe esperaba la vejez como quien espera el metro a las once de la noche un domingo, paciente y sin prisas, sumido en un letargo existencial marcado por la plenitud y la templanza. Su última experiencia notable había sido la de enfrentar la soledad, mandarlo todo al carajo, chuparse sus millones vueltos mililitros de vodka -bebía poco, pero consistentemente-, rascarse los huevos, prender la televisión y dejar de pensar. Y de masturbarse: su pene, cubierto por una decena de cicatrices de guerra, se negaba a hacer otra cosa que no fuera mear, aburrido ya de tantos orificios visitados -el primero, aquél de la cabra; el último, el de la top model; el más estrecho, el de su sobrinito Cristóbal, entre un par de centenas de agujeros comunes e insólitos. Y junto a haberlo vivido todo, sobra decirlo, Joe lo había visto todo.

Hasta esa mañana.

Como de costumbre, Joe se levantó a las once cincuenta y nueve. Se disponía a tomar un comprimido de vitamina C de dos gramos -el inicio de su ritual matutino; la salud ante todo-, cuando sintió algo que nunca antes había sentido: un vacío entre el cráneo y el último de los dedos de sus pies.

``No puede ser'', pensó y se pellizcó, creyendo que soñaba. ``Lo he visto todo, todo lo he vivido'', se dijo, como todas las mañanas se decía antes de encender el televisor y servirse una primera dosis mililítrica de vodka, y añadió: ``Debe tratarse de una ilusión existencial.''

Trató de ignorar el vacío, pero el vacío se impuso. Ni siquiera la heroína, a la que había sido adicto un par de años, le había provocado tal sensación de abandono. El vacío era real y vencía la convicción filosófica que Joe había adoptado: ``La realidad no existe, ahora que la conozco toda.'' Dejó el comprimido sobre el buró y se metió al baño a enjuagarse la cara, para ver si así domaba al vacío. Su reflejo no le dijo nada esa mañana, y siempre solía decirle: ``Eres un chingón, tigre'', junto a un golpecito en el mentón.

El agua fría lo dejó tibio y amodorrado, ni siquiera la sintió mojar su rostro. Intentó lavarse los dientes, pero el cepillo se le cayó de las manos y lo miró desde el suelo, desafiante, nada más inténtalo, pareció decirle. El vacío lo llevó de regreso a la cama; no quería acostarse, pero no le quedaba de otra: su voluntad había desaparecido.

La cama lo recibió, inquieta. Joe sintió una presencia junto a su cuerpo inerte. Se volvió para descubrir algo así como una bolsa de basura negra y compacta, plástica y fría. En uno de sus extremos imposibles había un moño amarillo. Lo desanudó para descubrir una bolsa idéntica al interior del paquete, con un moño amarillo en uno de sus extremos imposibles. Lo desanudó y pasó lo mismo: nada, era la misma bolsa, o lo que fuera, que regresaba a su estado inicial, desdoblada.

``Qué carajos es esto'', se dijo Joe y la tomó entre sus brazos, con toda la intención de hacerla reventar.

Pero la bolsa o lo que fuera no pesaba nada, ni siquiera pesaba lo que pesa el aire. Apretó y apretó y la bolsa o lo que fuera no se inmutaba, simplemente soltaba pequeñas carcajadas, como si le estuviera haciendo cosquillas.

``Coño'', dijo Joe.

``No soy un coño'', dijo la bolsa. ``Ya quisieras, ignaro.''

Joe la soltó, espantado. Hacía más de veinte años que nada lo asustaba; recordaba la última vez que había tenido miedo como un incidente menor de su adolescencia, cuando su maestra de anatomía le había rasurado los testículos recién estrenados -sin tomar en cuenta la vez de la cabra, que se los había mordido-, para hacerle una demostración práctica y privada del uso de los genitales, que con tanta pasión explicaba en clase.

``¡Dios mío!'', exclamó Joe desde las fronteras de su ego ateo.

``Así es'', le respondió la bolsa o lo que fuera: ``Dios tuyo.''

Joe, no encontrando nada mejor que hacer, le escupió. ``Qué cabrón soy'', pensó, poseído por una falsa valentía. El vacío se volvió terrorífico.

``¿Quién eres?'', le preguntó Joe, temeroso.

``Soy tu alma, pequeño'', le contestó la bolsa o lo que fuera.

``No te creo nada'', le dijo Joe.

La bolsa o lo que fuera no dijo nada, simplemente se rió copiosamente: ``¡Ja ja ja!''

``Je je je'', refunfuñó Joe y volvió a tomarla entre sus brazos.

El escupitajo bañó su bajo vientre, coronado por una erección sin precedentes.

Joe eyaculó prematuramente.

``Todos son iguales'', dijo la bolsa o lo que fuera. ``Y deja de pensarme como una bolsa o lo que fuera, chiquito'', protestó la bolsa o lo que fuera, ``que soy tu alma, neta.''

Joe sintió algo que nunca antes había sentido: pudor. Se cubrió el miembro, reducido a un guiñapo inútil y baboso, apenas un pellejito de virilidad.

``Impotente'', dijo... el alma de Joe. ``Así es, muchacho: ya vas aprendiendo a nombrarme.''

``No te creo nada'', la interrumpió Joe.

``No tienes nada que creer, Joey'', dijo el alma de Joe. ``¿O mejor te llamo Pepito, como tu mamá? Imberbe.''

Joe quiso gritar: ``¡Mamá!'', pero se contuvo.

``Nada de mamitis, pendejo, a Edipo déjamelo en paz'', profirió el alma de Joe.

Joe se talló los ojos, pero su alma aún yacía junto a él, plástica y risueña.

``Mírame bien, nene'', dijo el alma de Joe, ``porque puede ser la última vez. ¡Y la primera! ¡Ja ja ja!''

Joe la contempló largamente. En uno de sus bordes imposibles había una leyenda: Made in Japan.

``Y maquilada en Malasia'', aclaró el alma de Joe, ``como tu relojito Casio, tic tac.''

``Menos mal que no te maquilaron en México, desgraciada'', murmuró Joe con una mueca irónica en el rostro.

``Desgraciada tu abuela, Pepito'', dijo el alma de Joe.

``¡Neoliberal!'', chilló Joe, no encontrando mejor insulto.

``Y sin-té-ti-ca'', replicó el alma de Joe: ``Made with pride.''

Joe bufó.

El vacío se hizo cada vez más intenso y Joe sintió un infinito en el estómago; tuvo náuseas.

``Nada más no te pongas a vomitar estrellas, querido'', dijo el alma de Joe. ``Ja ja ja.''

``Lo he visto todo, todo lo he vivido'', masculló Joe, la boca llena de bilis.

``Casi todo, baby'', se burló el alma de Joe. ``Ji ji ji.''

Joe trató de llenar el vacío, se hincó y rezó padrenuestros, ``Cruz, cruz, que se vaya el diablo y venga...''

``¡Jesús, Joe! Esa ni yo me la creo'', dijo el alma de Joe. ``Jo jo jo.''

Joe se persignó, la mano derecha fuera de control.

``¡Ja ja ja! Nada más no te me vengas otra vez, querubín.''

Joe comenzó a flagelarse con el cordón del teléfono.

``¿Nunca escuchaste aquello del opio de las masas?'', preguntó el alma de Joe, ``Me das asco.''

Joe tuvo un orgasmo histórico.

``Nene, es el fin de la historia'', fue lo último que alcanzó a decir el alma de Joe, que se levantó, se lanzó por la ventana y llenó el vacío con trece pisos de caída libre, por primera y última vez. Su cuerpo emitió un ruido sordo al impactarse contra la acera y su alma se desinfló como un pedo atorado, sintética y, ¡oh maravillas de la tecnología nipona!, biodegradable, gracias a Dios.