La Jornada Semanal, 4 de junio del 2000



Mia Couto

Ofelia y la eternidad

El narrador mozambiqueño Mia Couto es autor de novelas y de relatos que han entusiasmado a la crítica portuguesa. Para Alvaro Pacheco, Couto reúne en su prosa las vivencias de los colonos portugueses, la ferocidad del ejército imperial y las luchas de liberación de los africanos. El cuento que aquí les ofrecemos no pertenece a la vertiente sociopolítica de la narrativa de Couto, sino que es parte de su nueva forma de narrar historias íntimas y de dibujar rostros femeninos. ``El mar que siempre está empezando'' preside estos juegos del destino y les da su ritmo.

Aquel a quien amamos nace antes de que exista el tiempo. Pasó el tiempo y Ofelia era todavía la única mujer en el mundo. Yo la veía cruzar por la calle; apartaba las cortinas y era como si el universo súbitamente tuviera explicación. Ella se detenía en el paseo sintiéndose contemplada. Mis ojos la volvían sagrada. Y no había palabra.

Pasó el tiempo pero la cintura de ella se conservaba menininha, invitando a las manos a circunnavegar su cuerpo.

-Eres linda, Ofelia.

Pero no eran ésas las palabras que agitaban su alma.

-Di que soy eterna -pedía.

Pero yo no era capaz de cumplir aquel pedido. Algún hado me desviaba la voz. Y nunca repetí las tan solicitadas palabras.

Al final el tiempo nos separó. Unico culpable de esa pequeña muerte: el tiempo, ese animal que defeca memorias. Yo me fui a la ciudad, ella permaneció donde siempre existiría. En el último momento yo aparté la cortina y la vi bajo el árbol. Salí para despedirme.

-¿Estás tomando sombra?

-Estoy siendo sombra, yo.

Ella se entregaba a enigmas, a frases deshechas. Anuncié:

-Voy para el litoral.

-¿Vas a ver el mar?

-Ciertamente.

Antes de desaparecer ella me lo pidió otra vez. ¿No quería yo proclamar su eternidad? Negué con la cabeza. En esa ocasión hasta hice un esfuerzo. Pero débilmente. Aquellas palabras me parecían una herejía, algo demasiado excesivo. La eternidad es asunto divino. Más sagrado que la muerte.

Me fui por años. Fue más una ausencia que un distanciamiento. Regresé a la pequeña villa para volver a encontrarla. Ofelia ya había reeditado su existencia. Dio a luz tres hijos, dos que ya no constaban, vencidos por el correr de las aguas. Dicen. En aquellas muertes de sus meninos ella murió también. Ella fue con ellos para ese innombrable allá.

-De allá regresé nadie -dijo ella, pidiendo disculpas por su tristeza cuando nos reencontramos.

Estaba atacada de incorregible tristeza. Ahora, toda ella se había convertido en sombra. Y ninguna luz le daba aliento. El luto en sus ojos me avisó. Las cortinas de mi cuarto se cerrarían por todas las calles donde pasara.

Le pedí una cita. Breve, sin consecuencias. Quedamos atrás de correos. Llegué y no supe qué palabras escoger. El momento me pedía un idioma que no hay. Yo me faltaba. Ella se sentó como si fuese yo quien se hubiera demorado. Como si yo fuera culpable.

-Voy a contarte una historia -dije yo, apenas para machucar el silencio.

Ella reaccionó rápidamente.

-Nunca, pero nunca, me cuentes historias.

Era tanta la vehemencia que yo me confundí con lo involuntario de mi ofensa.

-Odio la historia.

Hizo una pausa, esperando en pose y pedido. Esperaba algo, tal vez que yo preguntase por qué. Como me mantuve mudo, ella añadió:

-La historia está contra la eternidad.

Asentí con la cabeza. Perdió los hijos, no perdió aquella idea viciada.

-Soy eterna. ¿No te acuerdas?

Después me tomó la mano y me preguntó:

-¿Me trajiste el mar?

-Sí.

Mentira. Yo sólo podía mentir delante del pedido. Ella quedó inmóvil, esperando. ¿Esperaba? Qué mar le había yo de dar si ninguno me cupo, ni grano de arena, ni concha, ni caracol. Y mientras tanto, ella estaba frente a mí como si aquel momento resumiese nuestra existencia. Quedé tan desarmado que una lágrima afloró a mis ojos. Y fue sin decisión pensada. Aquello me salió ajeno a mi voluntad. De repente, casi imperceptibles, me surgieron las palabras:

-Eres eterna, Ofelia.

Ella levantó el rostro y me enfrentó como si me descubriera por primera vez. Se aproximó y me besó el rostro. Extendió sus dedos y recogió ese esbozo de agua en mis ojos. Después dijo, con voz sumida:

-Gracias por este mar.

Desde aquel momento, nunca más volvieron a fallecer sus dos hijos fallecidos. Qué digo: mis dos hijos de allá. Porque soy Ofelia, a quien, cierta vez, en la punta de los dedos le fue ofrecido el mar. El resto es mi eternidad contra la historia, pues nunca existió hombre alguno que me hubiera amado y emprendiese, alguna vez, viaje alguno más allá de este lugar.

Traducción de Judith Moreno