La Jornada Semanal, 4 de junio del 2000



Greg Hollingshead

El curandero

La constante novedad del paisaje canadiense, cuyo emblema principal es la rojiza hoja del arce de todos los otoños, es el personaje central de este bello relato de Hollingshead. La belleza natural, asfixiada por las toneladas de basura producida por la sociedad industrial, sigue ocupando el centro de la escena con sus bosques inmensos y su todopoderoso frío.

Estaba sentado en un montículo de tierra o, más exactamente, sobre un peldaño de cuarzo, donde en algún momento del invierno anterior tal vez un lobo había dejado una cola de castor, la cual, después de tres meses calurosos y secos, ahora sostenía en sus manos, liviana y rígida, sin que las recientes lluvias hubieran conseguido restaurarle el vigor y la flexibilidad que tenía en vida.

Desde aquí podía ver por qué ninguna camioneta procedente de Coppice se había acercado a observar el desastre en el puente de Pardee. Hacia abajo se dibujaban la carretera y los cables de luz bordeando un mar de espadañas, o más bien lo hubieran hecho si la alcantarilla prevista para evacuar los desbordamientos del pantano no se hallara como ahora, frágil y expuesta, semejante a un cilindro brillante y ondulado al fondo de una zanja de empinadas orillas. Otra inundación. Ahora el agua ya sólo chorreaba.

Miraba la alcantarilla fijamente; algo en ella, como de juguete, le era familiar y se preguntaba por qué, cuando una camioneta de un negro opaco apareció silenciosa en la cima del camino, bajó por la pendiente y frenó, sin más remedio, ante el agua. Troyer se encontraba a buena distancia, pero se ocultó tras su refugio de cuarzo y observó cómo el conductor bajaba del vehículo, se detenía y examinaba los daños, gorra en mano, rascándose la cabeza. A falta de una excavadora, poco se podía hacer salvo mirar. El hombre trepó de nuevo a la camioneta, dio media vuelta y emprendió la subida de regreso.

Troyer bajó hacia el cauce. El atajo era empinado y ladeaba el monte; tardó casi quince minutos en llegar y quedó a plena vista de cualquier otro camión que surgieraÊpor la pendiente. Se preguntó qué estaba haciendo. Sabía perfectamente que otros vehículos podían llegar. Esa camioneta negra no sería la última, la gente de la fábrica desearía ver en carne propia lo ocurrido.

Lanzó la cola de castor por encima de las plantas, como un frisbee. Hastiado, alzó los ojos hacia la muralla de árboles del bosque.

En la cima de la colina, sobre la orilla norte, se adentró de nuevo en el bosque. Después de su descenso desde Pardee, la marcha resultaba fácil y tomó las cosas con calma. Cruzó los árboles de madera dura en la parte alta y más abajo aparecieron los coníferos sobre el suelo anegado. Temporada de pantanos. La mayor parte del tiempo tenía la carretera a la vista, y pudo observar con satisfacción la llegada de cuatro o cinco pickups. Se preparaba como testigo.

Tan pronto como anocheció, regresó a la carretera iluminada. Si escuchara ahora un camión, podría escabullirse en la zanja. No oyó nada. Cuando pudo ver el auto, ya estaba a dos millas. En medio de la neblina nocturna lo primero que distinguió fueron los halos de sus faros, su ascenso y descenso, esporádico y lento; tan lento que llegó a pensar que lo buscaban a él. Se agazapó en la oscuridad, detrás de un arbusto, pero justo en ese sitio el auto se apartó de la carretera. Era un auto transformado en convertible con la ayuda de una sierra; del lado del conductor, un joven de no más de diecisiete años se estiraba, recargaba el cuello sobre el respaldo del asiento y gemía.

Fuerte calentura, dedujo Troyer de inmediato. Después de un instante, iluminada por la luz del tablero, distinguió una blonda cabellera, de trenzas, ondulante, que subía y bajaba sobre el regazo del chico: se administra tratamiento preventivo.

Alzó la mirada.

Niños y niñas, les llegó su hora. Un par de plomazos y listo.

Aunque, pensándolo bien.

Bajó la pistola.

El fin no llega hasta que debe llegar. Si no, nada tiene sentido. No se trata de desatar la demencia. Empiezas a balacear a los pendejos, sólo porque son pendejos, con preocupaciones de pendejos y, cuando volteas la cara, ya los estás devorando, a dentelladas, cuando aún están tibios.

Atragantándote, como un carroñero famélico.

Mejor guarda el arma, mi buen amigo Ross, no sea que triunfen esos negros impulsos.

Pronto, los gruñidos y gemidos indicaron el término del placer para ambos. La satisfacción de ella, plena, ante el gozo de su acompañante; la descarga de él como su deber. Eso, o la muchacha era de aquellas raras propietarias de un clítoris en el umbral de la epiglotis, ese equívoco tan trillado; o simplemente se hallaba tan feliz como parecía estarlo.

Cuando se alejaron, despacio como llegaron, despacio como los amantes que aparentaban ser, regresó al bosque y se durmió bajo un arce.

Mucho antes de que saliera el sol -y por conveniencia propia: sus sueños esa noche habían resultado salvajes, despiadados, insoportables-, caminaba de nuevo. Cuando la carretera se apartó de los cables de luz y se acercó de nuevo al bosque, se dio cuenta de que había llegado demasiado al norte, demasiado cerca de Coppice. Aun así, no dio marcha atrás, por una razón: porque al toparse con un camino más estrecho que retornaba en dirección casi paralela a la que había seguido, lo tomó, primero cuesta arriba, luego hacia abajo, casi hasta regresar a los cables de luz. Al llegar a un cruce de caminos optó por ir a la izquierda, porque sabía a dónde lo conduciría: a aquel lugar donde solía llevarla a acampar, muy al principio, cuando su luz lo iluminaba.

El sitio permanecía casi igual, fiel a sus recuerdos. Aún se hallaban ahí el abedul amarillo y el bálsamo; habían crecido juntos y ahora, a un pie de distancia, lucían cada uno un pequeño retoño, el del bálsamo un poco más grueso. Cómo se va el tiempo. Trepó hasta llegar al prado donde acostumbraba levantar la tienda de campaña. Miró detenidamente el agua. La veía así por primera vez: torrencial, derramándose, verde y amarilla, como una oscura tela de raso sobre el labio de concreto, precipitándose e hirviendo en blancos borbotones alrededor de las rocas grises más abajo.

Recién nacidos, tal vez todos somos dioses del bosque, pensó. Dueños de esa severidad majestuosa. Y la energía de los padres, llena de amor o de odio, se encarga de degradar esa gloria. Los cuchi cuchis y demás lisonjas ridículas. El remedo del habla de bebé, las papillas, sus horarios, las recompensas y los castigos, la corrupción del carácter palpable en el tono de los adultos. La bufonería en grado extremo, esas muecas de payasos que se ciernen amenazantes frente a los alarmados ojos infantiles. Todo eso la degrada y, al fin, acaba con ella.

Terminas por destruirlos, a pesar de que los amas, los haces trizas y dejas tu huella en cada pedazo.

Y cuando crecen, los observas, como víctimas azoradas después de mil atracos, ves cómo intentan recuperarse, cómo luchan para armar un ente a partir de pequeños pedazos tuyos y de la madre; ves que sus cuerpos no son sino armaduras, armaduras genéticas; la mirada en sus ojos, la manera de asir la taza, su boca, cómo asumen expresiones, actitudes, tonos de voz, y piensas: esa maña no te llevará muy lejos, o ¿porqué no me haces caso? Piensas también: ¿tenías que pegártele a ése?, y piensas de nuevo: qué observador; cómo carajos te atreves. Y no necesitas preguntarte de dónde surge esa regla que dice que para sentirse a gusto dentro de ese nuevo caparazón que desearán llamar Yo, primero deben combatir contra su progenitor. Un día se abrazan de tu cuello y se columpian sobre ti como si fueras la puerta giratoria de la cocina y, de pronto, te conviertes en el enemigo que acaba de transgredirla. Desde ese instante, todo lo que digas o hagas está mal. Pareciera que tu vida con ellos, desde el principio, no ha sido sino una sarta de mentiras y abusos, y descubren los síntomas de ese hecho en cada mirada y palabra tuyas: te has convertido en el signo viviente de todo lo que se debe rechazar para que la vida -la vida del Yo- valga la pena vivirse.

Lejos están de saber que no es tan fácil. Que las reglas se establecieron hace mucho tiempo. Que el No también puede ser un Sí aunque se trate del mismo asunto. Que nadie puede quererse tanto como quiere a su peor enemigo.

Reflexionando, había girado la vista del agua que se derramaba de la presa, hacia el pasto que crecía más alto entre los álamos que rodeaban la pendiente desmontada y husmeaba por ahí, igual que cuando se cansaban el uno del otro, mientras ella chapoteaba descalza, dormitaba o jugaba con sus muñecas. Desde luego que sabía lo que buscaba: los dulces desechos del amor: calzones manchados, condones amarillentos, páginas color de rosa arrancadas de las revistas (desteñidas por el sol, retorcidas por la lluvia, sin portada, como jirones blancos o simples manchones dispersos), anforitas vacías de Kalhúa (el sedante predilecto de los blancos), klínex endurecidos, tampax renegridos por el tiempo, medias que se corrieron, todo eso. Y mientras merodeaba y hurgaba se dio cuenta de que, en el fondo, lo que buscaba era la fibra misma de la juventud, la materia prima y los flujos que le dan vida a esa manufactura compleja del Yo, y, al buscarla, amorosamente la recordó, con todos sus detalles.

La basura carnal. La miseria sobre el pasto.

Muchos han advertido que la religión del hombre es lo que hace cuando está solo, mientras que otros, menos preocupados por su alma que por su gran ingenio para el contagio venéreo, lo han animado en aquellos momentos a ser tan repugnante como le plazca. Sin embargo, en esta ocasión era un poco como aquel predicador que menciona gravemente todo lo que se puede perder por una noche de pasión, y que no entiende que estaba lejos de ser una pasión, que la pasión, aunque en su mente pueda ser tan ordinaria como la mugre, en el mundo real es más rara que un diamante. Porque nadie pensaba en esto. Nadie se imaginaba los periódicos salpicados de mierda, las latas de cerveza apachurradas, los pañales que se arrojan con el peso de lo que llevan dentro, las jeringas, los pequeños tenedores rotos de plástico blanco con lama entre sus dientes, las cajetillas de cigarros, las mohosas botellas de whisky, los vasos de papel...

No más noches de pasión en la vieja presa de Coppice, aparentemente. A menos, claro está, que la memoria haya logrado fundir engañosamente ciertos recuerdos infrecuentes y disparatados, así como los hombres combinan las fugaces visiones de antaño de centenares de mujeres superpuestas para crear un único y excitante modelo. O podría ser que -y surgieron de nuevo esas trenzas rubias, subiendo y bajando lentamente-, según los verdaderamente sabios, ¿no deben dejarse sólo para los pendejos los roces y los besuqueos sino hasta el mismo romance? ¿Que estallen no sólo las tapas de sus sesos, sino toda esa agradable ilusión? La ausencia de amor-rechazo, aquí, en esta mañana de verano, era simplemente otra señal. Igual que lo era eso tan extraordinariamente blando que sostenía en su mano.

Parecía que así era; sin embargo, también era importante saber esto. Información útil para el viajero; y, al disponerse a descansar, con las piernas entumidas, finalmente alzó el rostro y miró en torno suyo, porque ahora ya sabía dónde se encontraba. Lo sabía perfectamente. Emprendió el camino de subida, que en un momento dado desembocaba en el atajo rumbo a los cables de luz, y lo siguió hasta la carretera, permaneciendo desde ese momento apenas dentro del bosque, caminando sobre sus propias huellas, previas al alba, cuando no vio a Cardinalis, cuando debió haber cruzado antes hacia el otro lado, ya que, por supuesto, el lago estaba al sur del atajo, no al norte, como él ya sabía. ¿Qué era todo esto, más allá de vueltas y oscuridad? Se preguntó si desdeÊun principio, de manera inconsciente, su intención era visitar la vieja presa, y qué otros propósitos ocultos, memorias o temores infectaban sus actos, aun en este instante. ¿Y qué tal si la visión de la mente, por más aguda que fuera, resultase incapaz de entender dónde se hallaba eso que no veía? ¿O que la ausencia de información se debiera a que no existía información alguna, y que, a pesar de esto, lo desconocido ocurriera de todas maneras? ¿O que, precisamente por esa causa, ocurriera en mayor medida? Entonces, ¿cómo podría un hombre saber con certeza lo que iba a hacer, o lo que estaba a punto de hacer? ¿No significaba esto que su vida tal vez no era sino una participación ignorada en el tránsito hacia el infierno de algún bastardo desconocido?

Traducción de Alfonso Herrera Salcedo T.