La Jornada Semanal, 4 de junio del 2000



(h)ojeadas

Una manía mexicana

Arnoldo Kraus

Ciencias. Revista de Difusión,
Julio-diciembre 1999, núms. 55 y 56,
Facultad de Ciencias. UNAM,
México.

Confieso mi desencanto. Después de hurgar durante demasiados días para entender qué implica presentar libros o revistas, mis hallazgos fueron nulos. Recurrí a no pocos textos de historia, abrí algunos de crítica literaria, husmeé en los volúmenes que sobresalían sobre mi estante y que contenían ensayos, indagué en tratados enciclopédicos de lo insólito y lo desconocido, que incluían, entre otros, las ediciones posmodernas de Aunque Ud. no lo crea, la colección nunca póstuma de Ripley, el Antiguo Testamento y, por último, la infatigable y jamás imposible Sección Amarilla. Me defraudaron también mis manuales de boy scout y la muy navegable, aunque sea en canoa, pues el tiempo no pasa en balde, colección de Memín Pinguín. En ninguna de esas obras encontré referencias acerca del arte, origen, manía, costumbre o trascendencia de la ya enfermedad mexicana denominada Presentar Libros o Presentar Revistas.

En cambio, antes de la palabra presentador, en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española leo ``presenciar'', que es lo que, lamentablemente, les corresponde a quienes asisten a una presentación; después de presentador sigue la palabra ``presentalla'', cuyo concepto desconocía pero adopto y comparto, pues, en algún sentido, refleja el esfuerzo de hacer cultura en México o de publicar revistas científicas alejadas de propósitos económicos. Presentalla significa ofrendaÊde los fieles a Dios o a los santos por un beneficio. En el contexto de la revista Ciencias, el beneficio consiste en contagiar la curiosidad por la ciencia.

Confesado mi fracaso detectivesco o mi ineptitud como buscador de pepitas de oro, asumo que la inexistencia de normas le permiten al presentador definir sus reglas, metas y tiempos. Le autorizan, asimismo, decir todo lo que quiera decir y le facilitan no decir todo lo que no quiera escuchar. Es, en otras palabras, una suerte de vacuna, que confiere una especie de inmunidad: no hay posibilidad de equivocación ni doctos poderes capaces de criticar, pues la ausencia de reglas es una forma de autonomía.

A partir de estas premisas, es dable conjeturar que el ejercicio de presentar libros o revistas pertenece al mundo del no error, lo cual, en México, en el año 2000 bajo el sino del PRI, no requiere mayor explicación.

Una última aclaración. Es distinto presentar libros que presentar revistas, pues mientras los primeros tienen autor, punto final y suelen seguir una línea, las revistas carecen de lomo, son inacabadas, abarcan temas múltiples y la responsabilidad de los textos puede o suele ser compartida. Esta situación también es favorable al presentador: es menos factible errar. Sirvan los párrafos anteriores para suscitar la benevolencia de los lectores y, con suerte, de los editores, quienes, agrego, salvo dos del grupo original, no son los mismos. El reciclaje de los editores de Ciencias refleja la sabiduría popular según la cual no hay mal que dure cien años ni editor, sobre todo en nuestro medio, que lo sobreviva.

Ciencias. Revista de Difusión. Enero-febrero 1982. Número 1. $15.00 Departamento de Física. Facultad de Ciencias. unam. Ciencias. Revista de Difusión. Julio-diciembre 1999. Números 55 y 56. $20.00. Facultad de Ciencias. UNAM. Misma revista, mismo esfuerzo, muchos caminos.

Entre los dieciocho años que median entre 1982 y el final de 1999 se publicaron cincuenta y seis números y no 108 como debería haber sido; algunos llegaron a costar hasta ocho mil pesos; otros nunca se escribieron y al menos el más reciente -el de julio a diciembre de 1999-, fue doble, pues arropó en una revista dos números y el laudable esfuerzo de los editores por seguir publicándola.

Contra todos los augurios que ven nacer y morir revistas en nuestro medio, Ciencias sigue saliendo a la luz. Amén de la tenacidad de los editores, de las inclemencias de la incultura, de la desorganización para distribuir libros y publicaciones periódicas en México y de la cual la UNAM es fiel representante, el contenido y los horizontes de la revista son, sin duda, los pilares de su supervivencia.

Leo en la presentación del primer número que el objetivo de Ciencias ``es difundir problemas como la crisis energética, la extinción de las especies, la crisis alimentaria, etcétera''. Anotan también los editores que ``es indispensable la difusión de una serie de conocimientos que no se abordan en el salón de clase''. En el último número, la revista de la huelga, escriben los editores: ``la unam vive una de las peores crisis de su larga historia'', y renglones más adelante anotan: ``...del interés por la ciencia que se fomente en los estudiantes depende el futuro de la ciencia y el desarrollo tecnológico del país''. Y rematan: ``finalmente, pedimos la comprensión de nuestros lectores y suscriptores por este número doble. Las actuales circunstancias han afectado también la asignación de recursos''.

Difusión, conocimiento intra y extramuros, interés por la ciencia, idea de nación como presente y futuro, así como caleidoscopio que abarca los más diversos intereses del saber, y una radiografía social, humana, científica e incluso política, son, entre otros, los atributos sobresalientes de Ciencias.

El escenario que refleja Ciencias es un mosaico que se extiende entre las preocupaciones fundamentales por compartir los saberes científicos y sociales, con el afán que antes denominé tenacidad, y que ahora renombro compromiso, por sembrar preguntas y pintar una ventana diferente del estatus de la cultura nacional. No en balde, y para orgullo de las páginas de la revista, ésta ha sido acreedora de diversos premios, tanto nacionales como extranjeros. La calidad de su formato, sin duda, también ha contribuido a su reconocimiento.

Ciencias ha acortado distancias como las que existen entre el estupor de ``La guerra química en Vietnam'' y las recetas para el alma como las contenidas en el ensayo ``Melancolía y ciencia en el Siglo de Oro''; ha denunciado miopías políticas como la destrucción de reservas biológicas en aras de negocios (``San Cayetano: El ocaso de una reserva biológica''); ha señalado amnesias ancestrales en nuestro país (``Especies en peligro de extinción''); ha dedicado artículos para difundir el conocimiento del sida; ha planteado los retos biológicos, religiosos y morales para comprender los caminos del aborto; ha retado a las almas inmunes y confesadas a través de reflexiones como la inscrita en el artículo ``El condón: entre la protección, el placer y la moral''. Ha querido, en diversos ensayos, demostrar que las matemáticas no son indigeribles, y, con eso, ha disminuido el temor de quienes no sabemos mucho más que dos más dos son cinco.

Ha recreado en sus páginas temas como la diversidad biológica en México; nos ha reencontrado con las maravillas del Mundo Mesoamericano y ha inventado espacios en donde se entretejen ciencia y literatura, ciencia y filosofía, y ciencia y placer; ha tocado puntos tan diversos como ética y medicina, eutanasia, cerebro y memoria. Rescató la imagen de Giordano Bruno y de Thomas Khun; nos recordó también que el cosmos contiene sexualidad, o, en otras palabras, que aún hay esperanza. Demostró que por medio del teatro se pueden enseñar las ciencias. Incrementó las angustias de quienes gozamos y padecemos la Ciudad más Ciudad, y la Ciudad menos Ciudad del mundo, al hablar del ruido en la Ciudad de México y del problema del agua. Ha tocado con sus artículos una miríada de temas y ha señalado una serie de dudas cuyo fin y principio es el mismo: prolegómenos para pensarse, para recrearse y para generar nociones frescas acerca de la ciencia.

Emulando a Galileo Galilei, de quien se dice que fue el primer científico que se preocupó por divulgar la ciencia para que ésta estuviera al alcance de todos (y que, por cierto, ahora debe descansar mejor tras la disculpa emitida por la Iglesia), Ciencias ha hecho suya la labor de difundir la ciencia para invitar al público a reflexionar acerca de la necesidad de construir un mejor México. Ha logrado invitar, con suerte, a los jóvenes a adentrarse en los maravillosos caminos que depara el conocimiento y, sobre todo, el desconocimiento.

El Estado ha dicho, pero sólo dicho, ad nauseam y ad inifnitum (¿qué cuesta decir y decir y decir, si hay antieméticos potentes y al infinito nunca se llega?), que para que una nación sea fuerte requiere crear y alimentar su propia ciencia. Esa perorata mohosa la oímos cíclicamente cada seis años, cada vez que nace un nuevo México. En cambio, Ciencias ha hecho suyo ese ideario durante casi dos décadas, y no dudo que algunas ideas de publicaciones exitosas en revistas internacionales hayan nacido del semillero incluido en esta revista de difusión.

Hace poco leí, a propósito de los tres textos de Joanne Rowling sobre Harry Potter y sus maravillosos mundos, que tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, el éxito de los libros para niños y niñas se basa en tres hechos fundamentales. Primero, que la infancia se considera una condición superior. Segundo, que muchos de los autores de libros para niños siguen jugando a los piratas, trepando árboles o construyendo ciudades con todo lo que esté a la mano. Y tercero, que buena parte de los adultos conserva, aunque sea sólo en casa, hábitos infantiles, por lo que la lectura de libros diseñados para menores es parte de su arsenal. No dudo que en el Primer Mundo la misma afición por la ciencia germina también durante los primeros años. En ese sentido, es probable que Ciencias pueda contribuir al impulso del saber científico si su lectura se comparte con los pequeños.

El papel de revistas como Ciencias es deseable y admirable el Esfuerzo Gigante (con mayúsculas) que representa su edición. Sus abigarrados y pleomórficos temas recuerdan una de las máximas de Albert Einstein: ``Cien veces al día me recuerdo a mí mismo que mi vida interna y externa están basadas en las labores de otros hombres, vivos o muertos.'' A los editores debemos agradecerles el recorrido que efectúan, en cada número, del ideario einsteniano a través de los artículos seleccionados.

En un país tan desigual como el nuestro, Ciencias y publicaciones afines pueden ayudar a acortar las brechas entre quienes tienen y quienes no tienen, entre quienes alcanzan sus metas por haber sido educados a diferencia de quienes no merecieron las aulas, y entre aquellos que por tener voz y derecho a preguntar, deciden por la masa cuya educación ha sido disfrazada. Son, los textos de Ciencias, instrumento de reflexión.

Pasear por Ciencias, iniciando el sendero en la sección bestiario, doblando y medicándose en la botica, saltando con cuidado para no mancharse por el tintero, respirando hondamente antes de llegar al apartado del ambiente, cruzando por el herbario y finalizando, pero sin terminar, en bibliofilia, asegura un grato caminar, que estimula a compartir las letras de esta publicación.



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La tierra es de quien la agandalla

Federico Urtaza

Francois Chevalier,
La formación de los latifundios en México.
Haciendas y sociedad en los siglos XVI,
XVII y XVIII,

Fondo de Cultura Económica,
México, 2000.

Hay quien acude a los textos de historia por el gusto de la erudición; otros lo hacen para enterarse de cómo pasó todo, para aproximarse a la comprensión de los hechos. Me incluyo en la segunda categoría porque mi memoria es débil o perezosa, tiendo a la frivolidad en mis lecturas y a la superficialidad en mis investigaciones; en suma, nunca podría ser profesor, ya no se diga maestro, en asignatura alguna: vaya, ni siquiera soy capaz de ser un conversador mediano, soportable ni constante. En fin.

Después de casi veinte años regreso a un libro que -puedo apostar- leí con interés pero apuradamente; reencuentro datos e imágenes que me han acompañadoÊa lo largo de ese tiempo como si yo mismo los hubiera producido, referidos a la formación de las haciendas mexicanas y su sistema de producción; pero debo al maestro (éste sí de a de veras, y chihuahuense) Ernesto Lugo haber conocido el texto de Francois Chevalier precisamente sobre la formación de los latifundios en nuestro país.

La nueva edición, que sigue a la segunda de 1976, incorpora datos del siglo XVIII, lo que sin duda enriquece el panorama que Chevalier nos había ofrecido, además de replantear algunas cuestiones y confirmar otras en un texto introductorio que vale por sí solo.

La principal articulación del aparato de Chevalier es la identificación de las relaciones sociales prevalecientes antes de y durante los comienzos de la colonia, que configuraron la relación de los trabajadores de la tierra con sus patrones, con las haciendas y las características propias de éstas según su localización en el país. Estos datos son de suma importancia si uno quiere entender las relaciones de producción (permítaseme la libertad de usar este concepto con tan poco rigor de mi parte) que sirvieron de detonante para el movimiento agrario que encabezó la revolución social iniciada en 1910 (¿recuerdan?), y para tratar de encuadrar en la realidad el proyecto de reforma agraria tan ecléctico que se plasmó en la Carta Magna de 1917.

Así, podemos introducirnos en un mundo que engendraría las perspectivas de un Zapata o de los rancheros del norte (Villa, Obregón, Carranza, etcétera), no tanto a partir de la fusión de dos modos de trabajar la tierra y de relacionarse con ella jurídica y políticamente, sino como consecuencia casi natural de la manera en que se organizaron las grandes extensiones de tierra y se adecuó a sus trabajadores conforme a los usos y costumbres de cada región; así, uno puede entender que en el artículo 27 de la constitución de 1917 coexistieran la pequeña propiedad y el ejido (con su variante, la reivindicación de las tierras comunales de las que fueron despojadas los pueblos indios), más como confirmación de un modo de vida que como premisas de un modelo mixto de explotación agrícola acorde con las necesidades de la modernidad capitalista.

El minucioso relato que va desarrollando Chevalier nos muestra cómo la explotación latifundista, con mucha frecuencia poco orientada por el concepto de rentabilidad, significaba el reciclaje de relaciones de servidumbre sui generis del medioevo que en España no acababan de desaparecer y que en el nuevo mundo sirvieron para consolidar el proceso de conquista y sometimiento.

La formación de haciendas cuyas extensiones nos resultan fabulosas debe ser estudiada con extrema atención si se quiere entender cómo es que, a la fecha, no se puede concluir la reforma agraria, en contra de lo que se supone debía haber sucedido con las reformas de 1992 al artículo 27 constitucional, que ha tendido a propiciar la especulación inmobiliaria respecto de tierras susceptibles de afectación agraria, pero cercanas a los centros urbanos, como ocurre con el predio Lote Bravo de Ciudad Juárez.

Cuando nos acercamos a temas como éste, que se nos pudiera antojar tan distante de nuestro presente, no puede uno sino pensar en las maneras en que la historia nos toca y está en nuestra intimidad cognoscitiva y afectiva; quién fuera a creer que esos gañanes (no, no hay nada de peyorativo en esto, así se les llamaba a los peones) que andaban de una hacienda a otra ofreciendo su fuerza de trabajo, se vieran sometidos al insólito recurso de sus patrones para retenerlos: recibían sólo parte de sus jornales, quedándoseles a deber una parte como ``incentivo'' para permanecer en la hacienda, fórmula tan parecida a la vana promesa de oportunidades de desarrollo y prestaciones de ley de esta era tan global.