La Jornada Semanal, 4 de junio del 2000



Rohinton Mistry

Lecciones de natación

Hemos dedicado este número de nuestro suplemento a la literatura canadiense en lengua inglesa. Nuestros lectores podrán acercarse al mundo prodigiosamente mestizo del melting pot canadiense. En este cuento de Mistry, las olas de la playa de Chaupatty llegan a Toronto y, en torno a una hoguera en la que se calientan pakoras, samosas, chapatis y puris, los hijos de la India nacidos en Toronto escuchan cuentos de Nariman Hausatia como si fueran niños semidesnudos de Firozsha Baag. El personaje de este relato muestra su cuerpo moreno y se cubre con su traje de baño marca ``El rey de las olas. Made in Canada-Fabriqué Au Canada''.

El sol arde el día de hoy. Sobre el pasto al fondo del estacionamiento dos mujeres se asolean. Puedo verlas claramente desde mi cocina. Lucen bikinis y me encantaría observarlas más de cerca. Sin embargo, no tengo binoculares ni soy dueño de un auto como para salir, tranquilo, y fingir que reviso algo bajo el cofre. Brillan voluptuosamente y, de tanto en tanto, untan loción sobre su piel, en el vientre, en la cara interna de los muslos, en los hombros. Después, una le pide a la otra que desanude su sostén y le aplique ahí un poco de aceite. Se recuesta boca abajo sin tirantes. Yo espero. Imploro que el calor sofocante y alguna distracción le hagan olvidar, al voltearse, que los tirantes están sueltos.

Sin embargo, el sol no aturde lo suficiente como para obrar ese milagro. Cuando llega el momento del regreso, ella gira rápidamente y sujeta el sostén con destreza antes de volver a anudarlo. Se levantan, recogen sus toallas, lociones y revistas, y retornan al edificio.

Es mi oportunidad para verlas de cerca. Corro escalera abajo hacia la entrada. El viejo portero me saluda. ``¿Otra vez aquí?'', inquiere.

``Vengo a revisar mi buzón'', murmuro.

``Hoy es sábado'', dice con sorna. Por algún motivo, todo esto le parece muy cómico. Mi mirada está fija en la puerta de entrada del estacionamiento.

A través del cristal puedo ver cómo se acercan. Me apresuro hacia el ascensor y espero. En la penumbra del lobby de entrada observo su ceguera momentánea, mientras sus ojos se ajustan a la oscuridad después del sol. Ya no se ven tan atractivas como parecían desde la ventana de la cocina. Al llegar el ascensor mantengo la puerta abierta, invitándolas a entrar, en una actitud que me parece por demás galante. La luz fluorescente del ascensor me revela su piel arrugada, la vejez visible en sus manos, sus traseros caídos y las venas varicosas. Se acabó el suntuoso engaño creado por el sol, las lociones y la distancia.

Salgo del ascensor y ellas prosiguen hasta el tercer piso. Ahora pienso con esperanza en la noche del lunes y mi primera clase de natación. La escuela secundaria situada detrás del edificio ha ofrecido, entre sus habituales cursos de macramé y de cerámica, clases para adultos que no sepan nadar.

La mujer a cargo de las inscripciones es bastante amable. Incluso, me permite satisfacer el deseo compulsivo de explicar mi condición de no nadador.

``¿Vino usted de la India?'', pregunta. Asiento con la cabeza. ``Espero que no le moleste mi curiosidad pero, hace unos minutos, acabo de inscribir a una pareja de indios, marido y mujer. ¿ No se promueve la natación en la India?''

``Al contrario'', le digo. ``La mayoría de los indios nadan como peces. Soy la excepción a la regla. Mi casa estaba a cinco minutos, a pie, de la playa de Chaupatty, una de las más populares de Bombay, o más bien lo era antes de que la mugre se instalara. El caso es que, aun cuando vivíamos tan cerca de la playa, nunca aprendí a nadar. Una de esas cosas que suceden en la vida.''

``Bueno'', dice la mujer, ``eso ocurre a veces. Por ejemplo, yo nunca aprendí a andar en bicicleta. Subirme a ella era lo que más me asustaba, tenía miedo de caerme.'' La gente empezaba a acumularse atrás de mí. ``Me dio mucho gusto conversar con usted'', me dijo. ``Espero que disfrute el curso.''

El arte de la natación estaba atrapado entre el demonio y el azul profundo del mar. El demonio transfigurado en dinero, siempre escaso, que mantenía fuera de mi alcance los clubes privados de natación; el azul del mar convertido en la playa de Chaupatty en gris tenebroso, lleno de basura, demasiado asqueroso para nadar en él. De vez en cuando nos armábamos de valor, y mi madre me llevaba a la playa para enseñarme a nadar. Sin embargo, sólo unos cuantos minutos de chapoteo eran soportables. Tarde o temprano, algo aparecía flotando entre nuestras piernas o alrededor de los muslos o la cintura, según la profundidad en la que estuviéramos y, vencidos por el asco, salíamos hacia la arena.

Las imágenes del agua surgen en mi vida de manera recurrente. La playa de Chaupatty, y ahora la piscina de la secundaria. Ese símbolo universal de la vida y de la regeneración no ha hecho más que frustrarme. Tal vez la piscina conjuraría ese fracaso.

Cuando las imágenes y los símbolos se repiten de esa forma, derramándose o rodando sobre la página sin malicia o artificio alguno, lo normal es decir: qué obvio es, qué falta de oficio; después de todo, los símbolos deberían permanecer quietos y dóciles como gotas de rocío, diminutos y a la vez brillantes, llenos de significados. ¿Pero qué sucede cuando, en las páginas de la vida, nos topamos con el vaivén incesante y la presencia sin fin de un mar nauseabundo? Las gotas de rocío y los océanos tienen cada uno lugares propios; Nariman Hansotia lo sabía sin duda cuando relataba sus cuentos a los niños de Firozsha Baag.

El destino del mar de Chaupatty era padecer sin remedio los residuos de las funciones orgánicas diarias. Daba la impresión de que, entre más sucio, mayor era su atractivo ante la gente. Los limosneros, los niños de la calle y los pepenadores se amontonaban ahí para espulgar la basura que arrojaba el mar. (¿O quizá era la gente misma la que lo volvía más sucio? -de nuevo una instancia en la que causa y efecto se diluyen y escapan a la identificación.)

Además, eran demasiadas las festividades religiosas que elegían al mar como escenario culminante de sus actos. Debería racionarse ese uso, como el del arroz y la gasolina. Durante la fiesta de Ganesh Chaturthi, los ídolos de barro del dios Ganesh, cargados de guirnaldas y todo tipo de adornos eran llevados en procesión, a ritmo de tambores y coros de trompetas. La música se volvía cada vez más frenética al acercarse a Chaupatty, hasta llegar el momento de la inmersión.

Se celebraba también el Día del Coco, aunque nunca fue tan popular como Ganesh Chaturthi. Ver cómo se lanzan los cocos al mar no es tan espectacular para los curiosos. El mar también servía paraÊdepositar los desechos de las ceremonias religiosas Parsi. Objetos como las flores o las cenizas del fuego sagrado del sándalo, que de ningún modo podían arrojarse con la basura común, le eran confiadas a Avan Yazad, el guardián del mar. De igual manera, cualquier objeto que ya no tuviera utilidad, pero que por algún motivo la gente se negaba a destruir, también era ofrecido a Avan Yazad. Por ejemplo, las viejas fotografías.

Cuando murió mi abuelo, algunas de sus cosas se arrojaron al mar. Esperábamos la marea alta; siempre consultábamos el periódico antes de iniciar esas tareas de desecho; en los días de marea baja, eran necesarias largas caminatas sobre la arena pantanosa antes de llegar al agua. Probablemente la mayoría de los objetos volverían con la resaca. Sin embargo, tratábamos de arrojarlos lo más lejos posible y esperar unos minutos; si no regresaban flotando de inmediato, pretendíamos que ya estaban al cuidado permanente de Avan Yazad, lo que era un pensamiento reconfortante. No logro recordar todo lo que arrojamos al mar, pero su cepillo y su peine eran parte del lote, así como su kusti y algunas píldoras de Kemadrín que tomaba para controlar el mal de Parkinson.

Nuestras sesiones de chapoteo se interrumpieron por mi falta de entusiasmo. Mamá tampoco las disfrutaba mucho debido a la mugre. Pero mi verdadera preocupación eran los pequeños vándalos, como peces desnudos con sus pequeños penes flotantes, burlándose de mí con sus habilidades, nadando bajo el agua y emergiendo de repente en torno a mí, o fingiendo que se masturbaban -pienso que eran demasiado jóvenes para eyacular. Era muy vergonzoso. Cuando miro hacia atrás, me sorprende que mamá y yo hubiéramos regresado tantas veces.

Examino el traje de baño que compré la semana pasada. ``El Rey de las Olas'', dice la etiqueta, ``Made in Canadá-Fabriqué Au Canada''. He comenzado a aprender unas cuantas palabras de francés leyendo las etiquetas bilingues en el supermercado. Los calzoncillos son de tela suave y ajustados; la distancia de la cintura a la entrepierna es mínima. Me preocupa cómo se mantendrá todo en su lugar, sin que pueda presumir mucho de mis atributos. Me lo pruebo y constato que la punta del miembro se halla peligrosamente cerca de la orilla. Demasiado cerca como para esconder las exigencias de mi fantasía en torno a los cursos de natación: la presencia de una espectacular mujer en la clase de los principiantes, cuya visión me excitará al instante; ella, espiando las evidencias de mi deseo me mirará fijamente a los ojos, llena de intenciones; regresará conmigo a la casa para probar los placeres de mi cuerpo asiático, moreno y delicioso, tan diferente que ha quedado intrigada y ha suscitado en su interior impulsos de pasión incontrolables mientras duraba la clase de natación.

Arrojo la bolsa de Eaton's y el envoltorio al bote de basura. El traje de baño costó quince dólares, lo mismo que diez lecciones semanales. El bote casi está lleno. Lo amarro y lo llevo afuera. Un cierto olor a medicina se percibe en el corredor; el portero debe haber regresado a su departamento.

p.w. abre su puerta y me informa: ``Dos mujeres del tercer piso se asoleaban esta mañana. En bikinis.''

``Qué bueno'', le digo y camino hacia el incinerador de basura. Ella me recuerda a Najamai en Firozsha Baag, con la excepción de que Najamai era un poco más sutil mientras ejercía el oficio que había elegido en vida.

p.w. retrocede y cierra su puerta.

Traducción de Alfonso Herrera Salcedo T.