La Jornada Semanal, 25 de junio del 2000



CONFIGURACIONES

Hugo Hiriart

Cirqueros

1. ¿Qué admiras en el cirquero?, la destreza.

¿Qué admiras en el pianista?, ¿también la destreza? Sí, pero no sólo eso, ahí está el juego de las ideas musicales, la claridad con que las entiende y la precisión de las emociones que trasmite, entre otras cosas.

¿Qué admiras en el poeta? Muchas cosas, también la destreza, pero la destreza suele estar escondida y al servicio de habilidades más urgentes e imperiosas.

Por eso sólo en el cirquero la destreza es químicamente pura. Inocente, podríamos decir, con un toque infantil, y por esto, al fin plenamente visible.

2. El pecado original del deporte, su mancha, es enfrentar a unos atletas con otros, esto es, la competencia, el combate ritualizado. En el circo no hay competencia ninguna, nadie gana, nadie pierde, no hay vanagloriosos. El único enfrentamiento es el del artista con él mismo: llegar al límite de sus posibilidades de habilidad y destreza, en soliloquio, podríamos decir. Y también por esto el cirquero es puro, cristalino.

3. Elevar una torre humana, más y más alta, la colaboración tiene que ser estrecha, pero qué metáfora tan salvaje del orden social, ya observó Simone Weil que ``el reino de lo social pertenece al diablo'', pero allá van los atletas, con permiso, con permiso, encaramándose, todos sufren, unos por una razón, el peso, otros por otra, el riesgo de desplome en caída libre. Y al fin ahí está, la Babel de los atletas. ¿Cómo coronarla? Con una llanta usada, es perfecto, el golpe poético es brillante ¿a quién se le ocurre una cosa así? Pocas cosas pueden ser más prosaicas y faltas de gracia que las llantas, un candidato es el tanque de gas, otro el reloj digital y negro de plástico.

Una torre humana, ¿quién hace algo así?, si no fuera porque es tan humano responder a toda clase de desafíos, podrías sospechar que son locos disfrazados coordinados por milagro en una construcción por fuerza efímera.

Equilibrista

1. Allá va, silencioso y reconcentrado el funámbulo, también llamado alambrista, volatinero, equilibrista, su integridad física pende de un hilo, si bien, cable de acero, en el mejor de los casos; pero si no, una buena reata que, de preferencia, esté seca y nueva. Se inclina, va a caer, como la bolsa de valores, no, recompone la tendencia con una enérgica torsión de tronco, los brazos en alto, todo volatinero es vector en movimiento y sus pasos son la resultante de un paralelogramo invisible de fuerzas; qué curiosos movimientos de brazos hace siempre el equilibrista, como si este bípedo implume volara, como pájaro, con los brazos a manera de alas, y no, no vuela, sólo se equilibra, un ballet parsimonioso e indispensable: ¿podría alguien equilibrarse con los brazos pegados al cuerpo?, no, pero ¿puedes decirme por qué no?

2. ``Cuando Zaratustra llegó a la primera ciudad, situada al borde de los bosques, encontró reunida en el mercado una gran muchedumbre, pues estaba prometida la exhibición de un volatinero. Y Zaratustra habló así al pueblo: Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. [...] El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre -una cuerda sobre el abismo. Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse.''

Así, engolado y con empaque pendantesco, habló Zaratustra. ``Y todo el pueblo se rió de él'', claro. Pero acuñó la más famosa, hasta ahora, de las metáforas sobre equilibristas, que aquí, notarios puntuales del arte callejero y de plaza del mercado, consignamos.

Animales danzantes

1. ¿Por qué nos da tristeza la jaula de los monos?, se preguntó también Nietzsche. A mí no me dan tristeza los monos enjaulados. En cambio me entristecen los pobres perros bailarines, esos falderillos blancos con sus gorros de papel brillante alzándose en dos patas al son del tambor raquítico y paupérrimo. No sé, me parece abuso de confianza (a ver, que baile, no un perro de éstos, sino un mastín corpulento o un diabólico doberman), amistad traicionada y, en una palabra, tiranía visible.

2. El aprendizaje del oso danzante es atroz. Se hace así: calientas al rojo de metal y sitúas encima al animal, el desdichado, para no quemarse se alza en dos patas y mueve alternativamente las patas traseras, entonces tocas el pandero al ritmo de estos movimientos. Si se repite un número de veces la experiencia, se formará un reflejo en la oscura mente de la bestia y luego bastará que toque el pandero para que el oso se levante en dos patas y baile. Esta pedagogía puede llamarse aprendizaje en el dolor. ¿Cuántos humanos la padecen? Muchos, no bailan como el oso, pero hacen otras cosas, asaltos a mano armada, por ejemplo.

3. ¿Un perro bailando? Gide cuenta esta historia: un hombre está en un parque jugando ajedrez con un perro, pasa otro y se admira: ``Un perro que juega ajedrez, dice, qué portento.'' El otro responde: ``Ni tanto, ya le gané tres partidos.'' Mi amigo Emilio Uranga contaba riéndose esta historia y preguntaba: ``¿Qué conclusión extraes?'', tamborileando con los dedos en la mesa del café.



Fabrizio Mejía Madrid


TIEMPO FUERA


La nube

Al cerrar la ventana una estúpida nube se metió a la casa. Trató de esconderse en un rincón, pero era lo suficientemente gorda como para ocupar con su indecisa silueta más de la mitad del estudio. Así que volví a abrir la ventana para permitir que saliera, pero un viento frío, de tormenta, la empujó hacia la sala. Para estos momentos la lluvia de afuera ya me había mojado ambos brazos y dejado ciego por andar cerrando ventanas con los anteojos puestos. Fue por ello que decidí que la nube podría flotar el resto de la noche por ahí. ``Mañana, cuando salga el sol -pensé-, se habrá disipado.''

Pero no fue así. Al despertarme la encontré acurrucada alrededor de la lámpara del techo. Me pareció ligeramente más timbona que el día anterior y quizás era un poco menos blanca. Tomando en cuenta que afuera seguía la lluvia, no consideré de inmediato la posibilidad de abrir las ventanas de nuevo. Sólo pasé de largo, desdeñosamente, y, mientras se hacía el café, pensé en formas de exterminarla. Pero no resultaba sencillo: nunca me había ocurrido pero, claro, pensé, la que cerraba las ventanas aquí siempre era Marisa. Tal vez a ella le sucedía con frecuencia eso de que las nubes se colaran a la casa. Nunca me lo comentó pero, claro, hay muchas cosas de las que jamás se habla. ¿Qué haces con las nubes que irrumpen? ¿Las espantas a trapazos? ¿Las humillas hasta que se fugan por debajo de la puerta? ¿Llamas al conserje del edificio y él te auxilia armado con un hacha y una manguera?

Probé soplarle y descubrí que cambiaba de formas aunque no de tamaño. Un tanto mareado (la verdad es que estaba al borde del vómito), deseché la fórmula: después de tres minutos de soplarle, había conseguido que se moviera, digamos, medio centímetro. Me tiré extenuado en el sillón sobre unos periódicos viejos y platos con restos de comida de alguna semana más o menos próxima. Encendí un cigarro. Descubrí que el humo alimentaba a la nube con pequeñas borlas de color amarillento: si continuaba fumándole, la nube acabaría mugrosa, pero básicamente inamovible en espesor. La cafetera chifló. Caminé dando taconazos hacia la cocina. Tomé la cafetera cubriendo mi mano con la manga de la camisa (¿así que me dormí vestido? Vaya, qué práctico) pretendiendo usar su vapor como una navaja contra la nube invasora. Pero al llegar al lugar desde donde la nube me desafiaba, el agua de la estúpida cafetera había dejado de hervir. Había por ahí una taza bastante socorrida en esos días y me senté a reflexionar de nuevo. Es mejor pensar con el estómago lleno.

La nube era rolliza en el centro y con dos puntas de cada lado. En uno de sus extremos sus formas insinuaban la cabeza de un toro, sus ojos dos huecos. Del otro lado, unos labios carnosos parecían abrirse con lentitud. La nube se movía, a pesar de todo: pasé el resto de la mañana entre trompas de elefantes agresivos, bocinas de teléfonos, manos de cuatro dedos, diablos de cejas pícaras, la Reina Isabel con turgentes pechos y rizos en la cara, y medio ratón. Casi concluí que tener una nube era mejor que encender el televisor: sus formas no tenían fin. Lo único que podía terminar era la paciencia de uno pero yo de eso tengo mucho. Tiempo es lo que me sobra.

Pero la alegría de contar con una nube privada duró hasta pasado el mediodía: repentinamente ennegrecida, comenzó a retorcerse. Me escondí detrás del sillón. Sus redondeces circunvolucionaban hacia dentro de sí misma con mucha rapidez, como, supongo, lo hace un estómago con hambre. El primer relámpago cayó sobre la mesa de centro. Como estaba llena de papeles comenzó el fuego, no con grandes llamas pero sí con cierta tendencia a bajar hacia la alfombra. Saqué la cabeza apenas lo suficiente como para ver lo que se incendiaba -cartas no enviadas, notas de comida rápida, algún manuscrito nunca publicado, el teléfono de alguien- y un viento furioso me azotó la cara. La nube iba y venía por el cuarto. El segundo rayo cayó sobre los despojos de una planta que se dejó morir hace como dos meses. Escuché el ruido de barba sin rasurar con el que se quema lo seco. Repté hasta la ventana dispuesto a abrirla con un solo impulso (era mi única opción), pero, como siempre, se atoró. Tuve que levantarme a forcejear con la manija y sentí la maligna presencia de la nube detrás, emboscándome, apuñalándome por la espalda. Volteé pero ya no estaba. Empujé la ventana pero se resistió una vez más. Maldije a todos. En eso comenzó a llover: descubrí entonces que la nube desaguaba exactamente arriba de mi cabeza.

Corrí pero la nube me siguió por la casa. Sé que suena poco lógico eso de inundar la propia casa pero lo que buscaba era un paraguas. Alguna vez este lugar le dio refugio a dos de ellos: al Grande-y-Elegante y al Chico-y-Corriente. Tras recorrer todos los cuartos, pensé: ``se los llevó Marisa'' y comenzó a granizar.

Hasta para mojarse hay una postura de dignidad: después de determinado nivel, nadie puede estar más mojado a pesar de que la lluvia continúe escurriéndole por la cara. La capacidad de absorción de los tejidos de la ropa tiene un límite preciso. En ese instante lo invade a uno una especie de resignación para mantener la cabeza en alto, aunque con los ojos entrecerrados y la punta de la lengua recogiendo lo poco que puede. Es tiempo de esperar a que termine de llover. ¿Por qué no me desnudé y me metí con la nube en la regadera? No lo sé. Quizás es parte de una táctica que nunca se me ocurrió, de una forma de llegar a algún lugar, de provocar algo que me hizo tomar el teléfono y hablarle a Marisa. Escuché su voz, aterrado. Aclaré la garganta y casi al mismo tiempo que me colgaba le pedí que regresara a casa uno de los estúpidos paraguas.