La Jornada Semanal, 25 de junio del 2000



(h)ojeadas

Del apego al ego

Enrique Héctor González

Mario Vargas Llosa,
La fiesta del Chivo,
Alfaguara,
México, 2000.

Dios adicional para el momento en que Dios guarde la hora; Capo del Caribe encapotado siempre en su impecable atuendo militar -pulcro hasta la náusea-; Sumo Pontífice de un cónclave enclavado estratégicamente en las Antillas; Gran Usurpador de haciendas y fortunas, tierras fértiles y púberes infértiles; Dueño Proverbial de todos los nombres (excluyendo acaso los de Saramago); Mago Sideral de las buenas conciencias (excepción hecha de las de Carlos Fuentes); Santo a guevo de todas las devociones dominicanas, que impone a la capital el efímero nombre de Ciudad Trujillo; Generalísimo, Benefactor, Jefe y Padre de la Patria Nueva, Su Excelencia el Doctor Rafael Leonidas Trujillo Molina protagoniza la más reciente novela de Mario Vargas Llosa, retrato ritual de uno de los dictadores más atrabiliarios de los últimos tiempos, sátrapa atrapado en megalomanías sutiles y cavernosas perversiones, villanías genocidas y delicadezas insondables que lo hacían casi vomitar frente a una callejuela sucia de lodo, pero no frente a la inmundicia moral en que sumergió a tres millones de feligreses cuya agresivaÊfelicidad sólo ocurre luego del atentado que ultima al primero en levantarse -uno de sus más peregrinos orgullos- en un país al que colgó del gañote durante treinta y un años.

La historia de Vargas Llosa es y no es el epígono del ciclo narrativo de la Novela de Dictadores que, en los años setenta, escribieron Roa Bastos, Carpentier, García Márquez y Miguel Angel Asturias, por citar los momentos más animados de esta suerte de nupcias entre la literatura y el poder, que protagonizó la novela hispanoamericana de entonces. Tiene que ver con dicha saga porque el autor y su personaje, en más de un sentido, comparten fisiología literaria y delirios dictatoriales, respectivamente, con los autores y los tiranos de ese ciclo; este es un libro que se cuece aparte en virtud de otras razones: no sólo por la más elemental de que la confiscación de las características propias de un texto en aras de dudosas generalizaciones deteriora la certidumbre de cualquier aproximación crítica, sino también porque los tiempos políticos actuales y la actitud del autor frente a la obra literaria no se reconocen en la diatriba cruel (por ingeniosa que fuera) de tiranos semejantes a los que, durante los setenta, gobernaban en la mayoría de los países de América. La ficción de Vargas Llosa, con la limpieza inherente a un oficio narrativo de casi medio siglo, se sustenta paradójicamente en la historia real para mejor enaltecer sus virtudes virtuales; dicho de otro modo, el novelista peruano, a diferencia de quienes lo precedieron en el prurito de piruetear alrededor de un Jefe Máximo, de una Alteza más Alterada que Serenísima, es puntual en los hechos, precisamente, porque intenta dimensionarlos fuera del tiempo real y dentro del tiempo mítico de la ficción, truco carnavalesco que, si bien no redime a la obra de su innegable contagio con la historia reciente, sí le permite al escritor acceder de un modo más íntimo y menos grave, más ligero y menos comprometido (¿quiere aún decir algo esta palabra?), al universo de los hechos contados: los últimos días de la era Trujillo.

Atendiendo al deslinde anterior y sumergiéndonos, al mismo tiempo, en las fangosas aguas donde nos abandona necesariamente una obra de ficción cimentada en un diálogo tan incesante con la historia reciente de la República Dominicana, habría que reconocer en el ejercicio narrativo que propone Vargas Llosa otro mérito de la destreza: es imposible vincular su versión de los hechos con una postura política personal. La tentación de hacerlo está presente todo el poco tiempo que le toma al lector dar cuenta de una historia tan elementalmente contada (en el buen sentido del adverbio, bajo el reconocimiento de la sencillez como elegancia natural del estilo), sobre todo si el libro da con quien conozca (y deplore o aplauda) la trayectoria político-intelectual del autor hispano-peruano -la doble nacionalidad puede tener que ver con dichos avatares-, cuya integración al concierto de los artistas con vocación política lo ha impulsado (por lo menos en nuestro país) lo mismo a cometer declaraciones incómodas que a ventilar sin pudor sus preferencias partidistas. Dada la liberalidad con que Vargas Llosa comparte, con quien se las pida, sus opiniones políticas, es de reconocerse que, por lo menos literariamente, su enfoque de los sucesos funestos que dieron pie a la atropellada democracia dominicana pueda leerse lo mismo como una defensa de la voluntad popular -luego de treinta años de maximato- que como una diatriba contra el intervencionismo norteamericano, dispuesto siempre a vender en forma de caperucita electoral las artimañas de sus infamias lobeznas.

En el país del merengue, del ``apetito por el ruido'', de los peloteros de exportación, de nada menos que Pedro Henríquez Ureña -el intelectual dominicano que huyó a tiempo de la vileza a que sometía el Todopoderoso Leonidas a sus ministros-; en esta isla dividida en dos países cuya vecindad es, por fuerza, una amenaza constante, instala Vargas Llosa su equipo narrativo, el instrumental del novelista cirujano. La naturaleza de su retrato de familia con-fidelidad-irrestricta-al-Benefactor revela otra diferencia sustancial con respecto a Yo el Supremo o El Señor Presidente, por citar dos de las novelas aludidas al principio de esta nota: la lente de La fiesta del Chivo es de visión más amplia y la fotografía, entonces, alcanza también a los allegados y a los allanados por la figura central. De hecho es la personalidad de Urania Cabral, la hija de uno de los funcionarios fantoches que ungía y deponía la rabia rabelaisiana de Su Excelencia, la que articula el pasado de la dictadura con el presente de la novela, pues treinta y cinco años después de ocurrido el asesinato de la Bestia (puntualmente descrito, en un alarde de diseño estructural, a la mitad de la novela), la entonces niña, devenida exitosa funcionaria del Banco Mundial en Nueva York, regresa a su país por motivos que no alcanzan a justificarse plenamente, pero que en todo caso configuran al personaje dubitativo cuyo naufragio ontológico conviene a la verdadera imagen del éxito: pura luz externa para ocultar una oquedad interior.

La máxima concesión que hace la novela a lo que pudiéramos llamar una ruptura de su sobriedad formal -a la que ya nos tiene acostumbrados el autor, evidentemente desinteresado de cualquier sutileza estilística que pueda distraer sin consecuencias la lectura- ocurre precisamente cuando entrevera sin aviso conversaciones ocurridas con tres décadas de diferencia; así, por ejemplo, la que sostiene Uranita con su padre a punto de cebarla para la fiesta del Chivo y el diálogo en el que ella recuerda esta misma circunstancia frente a sus envejecidas primas. Todo lo más, la novela entrelaza su tejido de retrospecciones con una claridad casi cinematográfica, hilando puntos de vista con la naturalidad que dan la experiencia y el desapego a cualquier asomo de infatuación formal. El arte de Vargas Llosa es el de la contención estilística, el de una lengua que deja que su aliento suceda y desaparezca detrás del mundo recreado, como si la tarea sólo consistiera en pasar por los hechos una fina película verbal que todo lo transparenta y lo ordena sin sobresaltos. Esta misma ejecución comprensiva, casi ecuménica del discurso, va avalada por otro recurso asimismo plenamente vargasllosiano: el de la búsqueda de una tensión narrativa determinada que, a cada tanto, va acelerando la ansiedad generada por los mismos hechos para favorecer más tarde pausas en las que casi nada se oye, la calma que prepara una nueva intensificación de otro instante que no acaba de dibujarse y ya mantiene en vilo la mirada de quien lo observa a detalle: una espera, un ritmo, un juego de anudar y desanudar construido con la apacible pasión de su propia avidez.

Otro personaje cuidadosamente construido (aunque con menos ambiguedad que el de Urania) es el del Coronel Johnny Abbes García, la máscara más cara de Trujillo, el Jefe de Inteligencia de una lealtad espantosamente inhumana, dominicano medio-gringo-medio-alemán, casado con una mexicana horrenda y al mando de las estrategias oscuras, de las maniobras para desarticular peligrosas complicidades o disfrazar venganzas necesarias, un Córdoba Montoya del Caribe con las manos más sucias y la mente menos mendaz: un desgraciado infalible. Con Balaguer, el Constitucionalista Beodo (alias la Inmundicia Viviente) y Cerebrito Cabral, Abbes conforma la tétrica tetralogía de los colaboradores cercanos al demiurgo estrafalario que, alguna vez, en un alarde de cinismo político, impuso a un presidente pelele (su hermano ``el Negro'') para así sumarse a las filas de sus rivales políticos y postularse a una gubernatura provincial como candidato de la oposición.

La caminata ritual (luego de la visita vespertina a la madre) por la calle Máximo Gómez, con todo el jadeante gabinete escoltándolo a marchas forzadas (la condición física de Trujillo era perniciosamente envidiable), con cepillos (volkswagens) llenos de caliés (aquí les decimos guaruras) disimulados para no despertar la claustrofóbica paranoia del generalísimo, era otra de las tantas costumbres trujillianas en las que Abbes el avezado tenía que emplear su supersticiosa logística, con el fin de no irritar la extrema sensibilidad del Benefactor. Este comportamiento previsible fue el que permitió a sus asesinos (más tarde ajusticiadores y luego héroes de la Patria) saber por dónde y a qué hora tendrían que interceptar el Chevrolet Bel Air en el que Trujillo habría de ser ultimado. El desmedido narcisismo de quien felicitó al colaborador (presumiblemente el padre de Urania) que formó, con las iniciales de su nombre, el acróstico de su ideología política (Rectitud, Libertad, Trabajo, Moralidad) es el que lo llevó a desatender tantas muestras como los otros le daban del deslavado servilismo o el odio reconcentrado que, al final, vinieron a hacerle un inapelable ajuste de cuentas. Esta personalidad apabullante que lo mismo discriminaba haitianos de nacionales a partir de su pronunciación de la palabra perejil, que se hacía contar los últimos chistes antitrujillistas; este Padre que obligaba a sus hijos reales (Ramfis y Radhamés, emires pusilánimes) y a los tres millones de dominicanos que debían reconocerse como sus hijos putativos a rendirle un culto grotesco, es de quien Vargas Llosa nos habla en su más reciente trabajo narrativo, una novela que, como su protagonista, se apropiará de muchos espíritus con su innegable carisma hasta que el siguiente libro dé Golpe de Estado en la obra incesante de uno de los autores imperdonables de nuestra literatura.



n o v e l a


Libros que no pesan

Siddharta Camargo
y Pablo Ortiz

Enrique Vila-Matas,
Historia abreviada de la literatura portátil,
Anagrama,
Barcelona, 2000.

Desde el fondo del maletín de la obra portátil de Enrique Vila-Matas, nos llega el recuento y el recuerdo de la sociedad secreta más puntillosa de la historia de la literatura; de la conspiración más delirante e inservible por su carácter descifrable: la conspiración Shandy, Donde ``Shandy'' debe entenderse indistintamente como ``alegre, voluble y chiflado''.

Dos requerimientos esenciales para participar en la sociedad secreta eran: ``que la obra de uno no fuera pesada y cupiera fácilmente en un maletín, la otra condición indispensable sería la de funcionar como una máquina soltera'', además de que el aspirante padeciera un alto grado de locura. Tendríamos que agregar que algunos de los rasgos típicamente shandys eran una sexualidad extrema, espíritu innovador, carencia de grandes propósitos, nomadismo infatigable, tensa convivencia con la figura del doble y el cultivo del arte de la insolencia.

Un termómetro infalible para determinar cuáles son obras portátiles y cuáles no, es la máquina diseñada por Walter Benjamin que pesa los libros y que hasta la fecha nos permite saber con exactitud ``cuáles son las obras literarias que resultan insoportables y por tanto, aunque traten de disimularlo, intransportables''.

No estaría de más mencionar que la más pública de las conspiraciones secretas culminó en 1927, por aquello de que usted, estimado(a) lector(a) pretendiera formar parte de esa impracticable máquina conspirativa. Lo que sí podríamos sugerirle es la lectura o relectura de la Historia abreviada de la literatura portátil, del conocido y reconocido shandy Enrique Vila-Matas, que en esta obra editada por primera vez en 1985 nos ofrece, con su característico estilo, dotado de un lenguaje directo, y con una buena dosis de afilada ironía, una historia que transita por el sinsentido de la levedad y, parafraseando a Cortázar, como crítica al exceso de cordura.

El autor apela a las vanguardias de principios del siglo XX (famosos y alegres los ismos) al hacer personajes de su historia o, mejor dicho, al reconocer como personajes de esta historia a los actores reales de dichas vanguardias, como Marcel Duchamp, Walter Benjamin, Andréi Biely, Francis Picabia, Paul Klee, Georgia O'Keeffe, y Tristan Tzara, por mencionar algunos.

Vila-Matas trasciende este primer plano de referencias al conferirle a su novela, por medio de la estructura, una lógica propia que asemeja la concha de un cangrejo marino, haciendo del texto obra autosuficiente, una perfecta máquina autónoma, para emplear la terminología propia del shandysmo.

Tengamos la seguridad de que Historia abreviada de la literatura portátil es una novela que pasaría exitosamente la prueba de la máquina de pesar libros de Walter Benjamin.



b i o g r a f í a


El otro general

Leo Mendoza

José Ortiz Monasterio,
``Patria'': tu ronca voz me repetía,
UNAM/Instituto de Investigación
Doctor José María Luis Mora,
México, 1999.

La biografía no es un género muy socorrido en nuestros pagos. A los nombres de Agustín Yáñez -quien sobre todo hizo recreación histórica-, Rafael F. Muñoz -cuya biografía de Santa Anna es excepcional- habría que sumar los de Andrés Henestrosa o Paco Ignacio Taibo II, quienes curiosamente escribieron sobre dos hombres de la Reforma: Juárez y Escobedo. Sin embargo, todavía faltan las biografías de muchos otros próceres y caudillos, lo que contrasta con la abundante bibliografía sobre el ``guerrero inmortal de Zempoala''.

No es éste el caso de Vicente Riva Palacio, quien fuera nieto de Vicente Guerrero. Su obra ha sido bastante estudiada por eruditos, escritores y ensayistas, como Carlos Monsiváis -que prologó una de sus más célebres novelas históricas: Monja y casada, virgen y mártir-, Clementina Díaz y de Ovando -que ha escrito profundos estudios en torno a su obra- y Ricardo Orozco, que publicó en 1997 una biografía de este autor bajo la forma de memorias ficticias.

Es más, bajo la dirección de José Ortiz Monasterio se publicó, en 1996, al cumplirse el centenario de la muerte del general, una selección de sus obras más representativas, y el mismo historiador había publicado, en 1993, un exhaustivo ensayo en torno a sus novelas históricas. Por ello no resulta nada extraño que se haya preocupado por escribir sobre la vida de este escritor, polemista, político y militar del siglo XIX, quien, si no es uno de los hombres fundamentales de aquel tiempo, sí es uno de los que más luz arroja sobre este periodo aún poco estudiado de nuestra historia.

Ortiz Monasterio quedó fascinado por este personaje cuando fue enviado a Austin -donde se encuentra el archivo del prócer- a realizar una investigación para descartar cualquier broma póstuma de Riva Palacio en el supuesto hallazgo de la tumba de Cuauhtémoc. No encontró nada en este sentido pero fue atrapado por el personaje. De esta fascinación nació ``Patria''; tu ronca voz me repetía... Biografía de Vicente Riva Palacio y Guerrero, un estudio biográfico serio, profundo, bien documentado, que sin embargo nos deja con ciertas dudas, quizá porque ante el espíritu burlón del general, el historiador optó por la disciplina y porque a la ligereza de la que hizo gala el escritor, el biógrafo opuso el peso de los hechos. La biografía nos muestra aspectos desconocidos del autor de Martín Garatuza y sitúa al personaje en su tiempo. Nos habla de su antijuarismo, que lo llevó a contender por el puesto de presidente de la Suprema Corte de Justicia, y del antilerdismo que lo llevó a aliarse con Porfirio Díaz cuando éste lanzó el Plan de Tuxtepec y a convertirse en ministro de Fomento durante el primer gobierno de quien después se convertiría en dictador. Esta es, quizá, una de las primeras biografías donde podemos ver con certeza cómo algunos de los prohombres de la Reforma aceptaron el Porfiriato como un paso necesario. En Riva Palacio, por ejemplo, no existe el sabor a derrota que hay en Ignacio Manuel Altamirano, e incluso cuando cae en desgracia ante el dictador, el general prefiere abandonar la política y el país y hacer vida mundana en Madrid, donde lo sorprende la muerte.

No son los hechos recapitulados en esta biografía los que, en cierta medida, nos decepcionan como lectores, sino la constante presencia del autor en forma de comentarios personales: interpolaciones en torno a la política actual, rompimiento de lanzas por tal o cual manera de hacer historia, desmentidos para otros historiadores. Estas intervenciones a título personal que pueblan la biografía, disgregan nuestra atención y hacen que esta vida, a todas luces excepcional, parezca incompleta. Al lector le importa Riva Palacio, no los maestros de primaria del biógrafo.

Si la vida de Riva Palacio fue realmente novelesca (baste mencionar su actuación militar durante la Intervención francesa; su caballerosidad para con los vencidos; su valor como periodista, es decir como hombre de ideas; su participación en los periódicos satíricos de la época y aun el manejo que hizo del archivo de la Inquisición, en donde por supuesto encontró material para sus novelas-, tal vez haría falta otro estilo para contarla. AnteÊel reto, el historiador vaciló y prefirió aferrare a su propia disciplina antes que arriesgarse por caminos desconocidos.

Aun así, el resultado es altamente encomiable. Para quien no ha leído aún la obra de Riva Palacio, el texto de Ortiz Monasterio lo sitúa en su contexto y lo explica en su relación con lo que estaba por venir en su vida. Y quizá lo mejor de todo sea la defensa de esta personalidad múltiple, inclasificable, que se adentró en la historia no sólo para escribir ficción sino para dejarnos esa colección que muchos guardan en su casa como un adorno: México a través de los siglos. Aquí está, como alto ejemplo, este militar que, de vuelta a la vida civil, no sólo aboga por el perdón sino que participa activamente en ese intento de reconciliación entre escritores, donde conservadores y liberales, olvidándose de los agravios, trataron de crear una literatura nacional, cuyo más alto ejemplo fue la revista El Renacimiento.

Para quienes alguna vez leyeron la vida del impostor Guillén de Lampart o la historia de las dos emparedadas, la biografía de Ortiz Monasterio funciona muy bien para completar la visión de un escritor -ciertamente folletinesco, porque sus novelas aparecían por entregas- injustamente menospreciado por la crítica. Este es, sin duda, uno de los mayores aciertos de Ortiz Monasterio como biógrafo: descubrir al personaje, analizarlo desde su escritura, en sus cartas, en sus cuentos, sin soslayar jamás la época ni la vida pública de Riva Palacio. De tal suerte que, con algunas dudas, esta biografía no sólo llama la atención sino que es deseable que sea tan sólo el comienzo de muchos otros trabajos en torno a la vida y la obra del general.



e n s a y o


Catástrofe y poesía

Rosa Aurora Chávez

Annie Le Brun,
Perspectiva pervertida,
Verdehalago/UAM,
México, 1999.

¿Por qué nuestro pensamiento, en lo profundo de nosotros, se encuentra ligado al sentimiento de catástrofe? Annie Le Brun, poeta y ensayista francesa, revisa desde una perspectiva pervertida histórico-filosófica, la relación del hombre con la catástrofe, de lo humano con lo inhumano.

Albergamos latente ``un sentimiento obsesivo de la catástrofe, como el eco lejano de pulsiones de largo alcance, cuya amplitud percibimos con estupor''. En el intento de recuperar lo que se nos escapa en el transcurrir del tiempo, frente al azar de los encuentros y los desencuentros, surge, súbitamente, aquello en lo cual evitábamos pensar: cuando algo cambia drásticamente, nuestro entender cotidiano se torna insuficiente, ``es preciso imaginar una salida''. Una catástrofe implica un cambio, un trastocamiento, la ruptura del orden previo, ``un acontecimiento súbito que conlleva fuerza suficiente para cambiar el curso de las cosas''. Desde su origen etimológico, la palabra catástrofe designa este cambio inesperado en el cual irrumpe lo desconocido -la certeza del dolor rebasa lo imaginario- y los seres son arrastrados a la destrucción y al desastre. Sin embargo, la catástrofe es el punto de corte entre el fin y el principio de un mundo distinto. Desde la Grecia antigua y hasta el siglo XVIII se mantuvo la acepción trágica de catástrofe, teñida de muerte y desolación. Ejemplo de ello son el Diluvio, ``catástrofe fundadora de Occidente'' y el Apocalipsis: castigo, desorden para conservar el orden. Posteriormente, la ciencia desarrolló teorías que hablan de la génesis del sistema solar, del cambio y la evolución de las especies a partir de catástrofes. Cuando sucede lo improbable, el ser humano se pregunta sobre sí mismo y su relación con el mundo, el tiempo, el espacio, la realidad.

Siglo XVII. Lisboa es una ciudad rica, plena de iglesias, en el auge de su actividad económica y cultural. Un terremotoÊla quiebra. Un maremoto la ahoga. El hambre y la desesperación arrastran a sus habitantes al saqueo. Annie Le Brun ubica en el terremoto de Lisboa el fin de la ``concepción religiosa de la catástrofe'' y el inicio de ``la libertad ilimitada de un imaginario catastrófico que resultará ser el único medio para aprehender un mundo que escapa a toda comprensión''. La fractura mayor ocurrió en la estructura ideológica. Dios, la naturaleza y los hombres resultaron ser algo distinto de lo que se pensaba. Se derrumban creencias y representaciones. Los filósofos debaten el asunto de la providencia. Sade sueña con volcanes, oleaje de fuego que calcina los cuerpos y las ciudades. Las ruinas de Pompeya son descubiertas, el horror y la muerte de su pueblo recreados. El optimismo de la Edad de Oro carece de todo sentido frente a la nueva realidad. La razón pronto resulta insuficiente. En el arte irrumpen los desastres imaginarios, ``la catástrofe en estado puro'' en medio de la angustia de tratar de encontrar el sentido, erótico incluso; se trata de visualizar en extremo lo que antes no se quería ver. La poesía ``sacude los bosques durmientes de un paisaje siempre remodelado''. Surge la novela gótica. Finalmente ya no basta con imaginar y evocar la catástrofe; pensamiento e imaginación se ocupan en la devastación: ``se perfila una nueva certeza: una inasible pero idéntica violencia acerca de la naturaleza y el corazón humano''. Esa naturaleza imaginada en ruinas se torna en la naturaleza en ruinas de la realidad actual. En el mundo que sobrevive a los horrores de la segunda guerra mundial la relación se invierte. Cesan las preguntas acerca del sentido. Queda la contemplación del exterminio, una devastación que ya no proviene de fuentes naturales sino del hombre mismo. Se lucra con imágenes catastróficas, cargadas de verosimilitud, en el intento de negar que el planeta entero se encuentra amenazado. Esa fascinación por el riesgo oculta el peligro real, censura el sentimiento de catástrofe confundiéndolo con un anhelo de riesgo máximo, ``proliferan grupos militares que ejercen terror [...] la técnica se alía a la barbarie''. Vivimos en la negación, en la ``administración del desastre''. Una vez privados de la extrañeza y del aprendizaje que implica, ``el imaginario catastrófico de nuestros tiempos corrobora lo real en lugar de incitarnos a cambiarlo [...] al pretender someter al mundo el hombre no logró sino ensanchar su cárcel''. La relación se desdibuja. Ocurre el terremoto y nadie se percata de que una mariposa aleteó al otro lado del mundo. La teoría del caos surge ante la necesidad de replantearse, con una nueva sensibilidad, la relación de interdependencia de las cosas y los seres. La perspectiva pervertida de Le Brun consiste en hacernos ver las cosas donde -aparentemente- no están. Para Le Brun, ``la poesía es la catástrofe que aporta el sentido'', por su libertad de surgimiento, al oponerse a lo indeterminado que nos amenaza, en su coherencia analógica que hace visible ese intercambio entre los seres y las cosas, a menos que la poesía también sea sometida a ``especulaciones sobre el lenguaje que no remiten sino a sí mismas''.

Escindidos las ideas, los seres y las cosas, ¿necesitaremos de una nueva catástrofe para reconocer el sentido?.



c a r i c a t u r a


Trabajos que dan risa

Marco Antonio Cuevas Campuzano

Eduardo del Río (Ruis),
Diccionario de la estupidez humana,
Grijalbo,
México, 2000.

Contrariamente a lo que indica su título, el Diccionario de la estupidez humana no es un compendio de definiciones en riguroso orden alfabético. Como otras obras suyas, el libro número 103 de Eduardo del Río (Rius), parte de una base teórica bastante elemental: el hombre, en lo que respecta al terreno del intelecto y de la razón, no ha evolucionado del todo; por tanto se le debe catalogar de estúpido. El propio Rius resume con candor el estilo de la exposición (y la postura) de su pensamiento: ``Todo tiene una explicación científica; cuando no la tiene se trata de una tomada de pelo o de un mito.'' Este Diccionario es un clásico libro marca Rius, con su natural esencia de azufre y sus remates y codas grabadas en el mármol más ``impío'' de la irreverencia, el sarcasmo, el humor y la amenidad. Conserva el estilo sobre el que descansa el seudónimo del caricaturista y continúa retomando el significado que de ordinario tienen las cosas del mundo, para destruir los mitos o leyendas infundados que penden de ellas.

Pareciera que el Eduardo del Río que escribe y dibuja en este su más reciente trabajo no es el mismo; el del año 2000 es un Rius desencantado, que no tolera el hecho de que ``el papa polaco'' haya visitado Cuba y, por ello, sentencia a Fidel Castro a convertirse en ``la esperanza de un socialismo sin terror...tontería cometida por los marxistas de medio mundo...'' Y este juez penitente se basta y sobra para aplicar condenas punitivas a Mao, al marxismo, a la ex Unión Soviética, etcétera. ¡Qué esperanzas de que un profesor ceceachero de hace diez o doce años decretara la lectura del Manual del perfecto ateo, de Marx para principiantes o de La trukulenta historia del kapitalismo si hubiese sabido que sometería a sus pupilos a las lecciones de una doctrina furibunda!

Como en los 102 libros que lo anteceden, los ataques que permean las páginas del Diccionario de la estupidez humana aspiran a fustigar a la política, pero también a la religión (católica, principalmente) y, quizá por un inconfesado afán que le impide abstenerse de disparar flechas al tentador tiro al blanco que le ofrecen los tiempos modernos, a la investigación científica vuelta circo y banalidad por los mass media, e incluso al fenómeno ovni.

La idea de la caricatura como obra imperecedera ha derivado en discusiones infinitas sobre si se trata de un arte verdadero o de uno menor. Pero el fin de la caricatura es único e indivisible: degradar, derrotar y desbancar. La etimología es clara: caricare significa ``cargar la mano'' en aquello que se ha elegido como objeto de burla. Asumida plenamente como aliada intrínseca de todo tipo de ideologías, la caricatura lleva largos años en su peregrinar sociopolítico, reafirmándose a cada paso, y abiertamente, como una molesta piedra en el calzado de los Gobernantes. Entrada de lleno la segunda mitad del siglo XX, nombres como los de Rafael Freyre o Antonio Garci, y seudónimos como los de Rictus, Tacho, Magú, El Fisgón y Rius retomaron la lucha interminable de la caricatura e inundaron con su irreverencia y estilo propios el contexto político mexicano.

¿Qué sigue ahora? ¿Evitar el conformismo? ¿Pensar sólo en el cambio como medio y no como fin? ¿Cómo proceder? Finalmente, como es comprobable en el Diccionario de la estupidez humana, Rius lo apuesta todo a la evolución y a la concientización de sus convicciones. Desafiando un poco a Daumier, que opinaba que la caricatura debía ser tan precisa en sí misma que no necesitara un texto explicativo, los textos de Eduardo del Río seguirán allí, como apoyo y complemento a su arte caricaturesco. En los albores del nuevo siglo, Rius permanece desarrollando ``la única profesión donde la gente se ríe de nuestro trabajo''.



FICHERO

Artes plásticas

José García Ocejo o el gozo de vivir, Beatriz Espejo, Círculo de Arte, México, 2000, 60 pp.

La geometría sensual de Sebastián, Lily Kassner, Círculo de Arte, México, 2000, 60 pp.

Pedro Friedeberg. El Palacio Real de Sonambulópolis, Ida Rodríguez Prampolini, Círculo de Arte, México, 2000, 60 pp.

Ensayo

Videntes, visionarios y vividores. Radiografía de las modas esotéricas, Salvador Freixedo, Editorial Grijalbo, México, 2000, 302 pp.

Ensayo (biográfico)

Memorias del tacto, José Luis Cuevas, Selección y notas de Francisco León, Nueva Imagen, México, 2000, 272 pp.

Ensayo (etnográfico)

Los mayas, María del Carmen Valverde, Tercer Milenio/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1999, 63 pp.

Ensayo (político)

La mecánica del cambio político en México. Elecciones, partidos y reformas, Ricardo Becerra, Pedro Salazar, José Woldenberg, Ediciones Cal y Arena, México, 2000, 491 pp.

Entrevista

Todo México, Elena Poniatowska, tomo VI, Editorial Diana, México, 2000, 219 pp.

Historia

Guadalajara. Abasto, religión y empresarios, Jaime Olveda, El Colegio de Jalisco/H. Ayuntamiento de Guadalajara, Jalisco, México, 2000, 192 pp.

La pasión del padre Jarauta, Daniel Molina Alvarez, Col. Tu ciudad. Arte. Literatura, Gobierno de la Ciudad de México , México, 1999, 189 pp.

Obras selectas de Georges Duby, presentación y compilación de Beatriz Rojas, traducción de Stella Mastrangelo, Sección de Obras de historia, Fondo de Cultura Económica, México, 1999, 467 pp.

Narrativa

Detrás del vidrio, Sergio Schmucler, Col. Biblioteca Era, Ediciones Era, México, 2000, 164 pp.

Preguntas de Ocotlán, texto de Alberto Blanco e ilustraciones Rodolfo Morales, Circo de Arte, México, 2000, 43 pp.

Poesía

Los poetas chiapanecos a partir de Rodulfo Figueroa, César Pineda del Valle, Asociación de Cronistas de Chiapas, A.C./Edysis, Chiapas, México, 2000, 24 pp.

Lunario, (siete lunas para Sandra), Reyna Barrera, Ediciones Papeles Privados, México, 2000, 64 pp.

Revistas

Ensayos y experiencias, núm. 32, marzo-abril del 2000, año 6, Col. Psicología y Educación, textos de Silvia Bleichmar, Beatriz Janin, Valeria Llobet, María Inés Bringiotti, Carina Rattero, entre otras, Ediciones Novedades Educativas, Buenos Aires, Argentina, 96 pp.

Ensayos y experiencias, núm. 33, mayo-junio de 2000, año 6, Col. Psicología y Educación, textos de Juan Ignacio Pozo, Montserrat de la Cruz, Nora Shever, Elena Libia Achilli, Rosario Dalponte, Martina Sayago, entre otras, Ediciones Novedades Educativas, Buenos Aires, Argentina, 96 pp,

Jurídica. Anuario del departamento de derecho de la Universidad Iberoamericana, núm. 29, Miguel Carbonell Sánchez, Francisco Galindo-Vélez, Jaime Ruiz de Santiago, Horacio Rangel Ortiz, entre otros, Editorial Themis, México, 2000, 590 pp.

Novedades educativas, núm. 111, abril 2000, año 12, textos de Gimena del Campo, Telma Barreiro, Alfredo Moffat, Lucía Morchio de Uano, Daniel Suárez, Jarmila Havlik, Miguel Soutullo, Claudio Glejzer, Lucía Garay, Ruth Harf, entre otros, Ediciones Novedades Educativas, Buenos Aires, Argentina, 85 pp.

Novedades educativas, núm. 112, mayo 2000, año 12, textos de Analía Elizabeth Leite, Silvia Finocchio, Horacio Ferreyra, Marina Virué, Eloísa Gutiérrez, Silvia Andrea Contín, Christian Cox, Claudio Piatti, entre otros, Ediciones Novedades Educativas, Buenos Aires, Argentina, 85 pp.

Revista de Filosofía, núm. 97, enero-abril 2000, año XXXIII, textos de Paúl Gilbert, Mario Teodoro Ramírez, Virgilio Ruiz R., entre otros, Universidad Iberoamericana, México, 169 pp.

Teatro

Como les guste, William Shakespeare, traducción de Omar Pérez, Grupo Editorial Norma, Colombia, 1999, 160 pp.