La Jornada Semanal, 9 de julio del 2000



Elisa Ramírez Castañeda

Vicios secretos

Elisa Ramírez no recuerda a ninguna mujer "diciendo con soltura: 'šQué masturbación la de anoche!'". Nadie, ni las más valientes se atreven a usar un lenguaje que pertenece a los prepotentes machos. Algunas recurren a eufemismos. Elisa nos habla de una compungida señora quien, tras triste separación, "daba en zangolotearse los tugurios". Elisa leyó este texto en la presentación del libro Manual de Manuela, de Antonio Armonía, y, entre otras muchas verdades dolorosas, nos recordó que "nadie, excepto tal vez las griegas, puede entablar coloquios íntimos con su clítoris, como nadie pide caricias en el pliegue popliteo o piojito sobre el esternocleidomastoideo".

El lenguaje no concede al tema que hoy nos ocupa una designación específica. Oí en una ocasión un verso, entre muchos otros de una canción: "La reina dio sus alhajas, cuando Colón le hizo... la historia."

Intrigada -y ya muy mayor- pregunté por la historia. Me explicaron puntualmente que se aludía a la masturbación de las mujeres. La palabra paja no designa específicamente la variante femenina y viene, además, del Caribe; pero en mi credulidad quedó asociada a los viajes por mar abierto.

La Biblia nunca habló del vicio de Onán entre las mujeres -ni siquiera lo menciona para prohibirlo.

Tampoco había censura en los viejos tratados de patología venérea perdidos en libreros familiares, que daban cuenta de los desgarros, atorones y ridículos percances sufridos por mujeres que usan "objetos extraños" para colmar sus deseos; inmediatamente después venía un capítulo sobre los abortos por la libre, con láminas a todo color, capaces de desalentar a la ninfómana más obcecada. La cercanía, allí mismo, de las palabras pesario y ovario asociaban el terror gráfico al peso, al pesar y al agravio.

Irrumpieron en la pubertad Freud y Simone de Beauvoir, tecnicismos médicos, interpretaciones, explicaciones formales del principio del placer y las ideologías dominantes. Masters y Johnson lograron aligerar el asunto. A costa de voluntarias, literalmente enchufadas, explicaron el mecanismo exacto de lo que ya conocíamos por vía práctica, gracias a las virtudes relajantes de los baños y el agua caliente.

Las feministas italianas radicales de los setenta voceaban el eslogan: dito, dito, dito: orgasmo garantito frente al fracaso craso, craso (o algo así) de un pene machín. Un nuevo verbo se anunciaba: dedear... Pero "métete el dedo" era más bien vejatorio y para hombres; suena más cerca de la jotería que del placer femenino.

Somos de los tiempos en que para ver a alguna italiana o francesa en fondo debía uno tener veintiún años cumplidos. El Marqués de Sade resultaba una incomprensible acrobacia combinada con el juego de las cebollitas y recurrimos, deslumbrados, a Lawrence -para empezar-, a Miller, a Durrell, más acordes con nuestras inquietudes. Más tarde, cuando ya era menos apremiante, tuvimos a mano el erotismo de Anäis Nin, Marguerite Yourcenar, -recuerdo un cuento de André Pieyre de Mandiargues... el conejo entre las piernas de la niña en "La sangre del cordero" o la deliciosa perversidad oriental de Tanizaki. Envidio la adolescencia de los más jóvenes desde el vacío ante nuestra necesidad apremiante de leer, casi de bulto, la respuesta temprana a nuestras preguntas.

La sexualidad femenina no enfrenta a la ignorancia ni a la desinformación: más bien la circunda un aura de silencio -aun interior. Nadie, excepto tal vez las griegas, puede entablar coloquios íntimos con su clítoris -con nombre de silogismo- como nadie pide caricias en el pliegue popliteo o piojito sobre el esternocleidomastoideo. No recuerdo a ninguna mujer diciendo con soltura: šqué masturbación la de anoche!; ni siquiera a las más beligerantes. Estamos a merced de eufemismos inventados sobre la marcha. Recuerdo a una compungida conocida quien, tras triste separación, daba en "zangolotearse los tugurios".

En las novelas más picantes y decimonónicas, el libidinoso autor se recreaba con los juegos lesbianos de dos mujeres que habrían de sacrificar esos divertimentos a la penetración -como Dios manda- de un héroe siempre bien dotado.

Antes, nadie decía esta boca es mía. Salvo cuando era función hecha por hombres, o ante ellos, o para ellos. La manipulación solitaria no requería ser explícita. Hoy día, la televisión -en cualquier horario-, el cine más ingenuo, los videos más cándidos, tienen escenas de amor, desnudos, jadeos: siglos luz entre Doris Day y Madonna. Para la literatura y el cine, la prueba de fuego es la memoria: las escenas se olvidan, ya nadie tiene miedo a volar. Me acuerdo de descripciones por escrito de adolescentes chaqueteros, pero sólo conozco un equivalente femenino (ilústrenme los especialistas): se trata de un largo poema de Anne Sexton titulado "La balada de una masturbadora solitaria." ("De noche, a solas me caso con la cama" es el estribillo de cada estrofa.)

Con bombo y platillo -ninguna pregunta, aclaración o inhibición- solían amenazar a mi hermano o a mis primos de que, tarde o temprano, tendrían peludísimas manos. Era de lo más común el "déjese ai, chamaco" de las nanas, la burla ante toda clase de chaquetas -sobre todo las mentales-, el "ahora sí que te creció, por andártela jalando" que hacía caso de cualquier propuesta más o menos descabellada, la recomendación de tejer dos chambritas para combatir el insomnio; pero nunca cristiana alguna comentó que el cura le preguntara en viernes primero: "ƑTe tocaste, hijita?" Por más que se compartan estos coloquios y expresiones con los hombres, alrededor de las mujeres sigue el cerco de silencio.

Nadie objeta o cuestiona la práctica -todos evitamos su nombre. La masturbación -más turbadora si de mujer se trata- requiere de ingredientes distintos en quienes traen la música por dentro.

En los tiempos en que apenas comenzaban los jeans y las pantimedias, cuando en el cine, las novelas y la vida todo lo indecible se resolvía en un fade out, carecíamos de imágenes inmediatas que sirvieran de acicate al placer. No se trataba sólo de una ciencia práctica, sino de hallar un modelo ejemplar y óptimo. Quienes tuvimos tan pobres antecedentes enriquecimos el acervo de la improvisación con lo vivido; el propósito inicial no fue poner en escena nuevos eventos, sino aumentar, corregir y enmendar los ya ocurridos. Explorábamos conforme íbamos conociendo -memoria y deseo se unían a la curiosidad. Por otra parte, los tempranos sueños eróticos, donde el inconsciente lucha con una almohada entre las piernas, fueron echados al olvido por su carga de culpa.

Tradicionalmente, la masturbación se piensa como sustituta o sucedánea de lo real, lo verídico, lo apropiado. No suele considerársele paralela, coexistente, hermanada con el coito: es de piña o de limón. Se supone que no deben darse, en el mismo sujeto, durante el mismo periodo. El onanismo es de los solitarios, no se practica cuando hay deleites compartidos. De allí su vínculo con el abandono.

Pero las mujeres -tal vez también los hombres- ayuntan, añaden, componen y remedan lo vivido. Por distintos medios se antologa y reconstruye. La masturbación, que en un principio dice el nombre de otro -de todos, de cualquiera-, por fin dice el nuestro con sonoridad propia. Prestanombres, la masturbación permite la definición de deseos claros y distintos en el territorio del cuerpo. Aunque supla consoladoramente una ausencia -freudiana o de acordes más rancheros-, llega por fin a un sitio autónomo, pleno y variable: donde estuve, donde podría haber estado, donde quisiera estar, donde nunca estaré, con quien quise... es la patria del collage.

Por eso, tal vez, nadie tendrá nunca la exactitud hábil de las propias manos; por eso, tal vez, será siempre alimentada por la compañía del otro, al cual brinda el aliento de un saber acumulado.

El exceso de ruido producido por puñeteros todopoderosos frente al pudor de las pajueleras hace sonar a machismo o revancha toda mención de este tema. Resguardados en su somnolencia, en su cálida autonomía, en su recinto de paja, hay cantos que mejor prosperan en la penumbra y la soledad, hallando resonancia y eco exacto en el silencio a(h)cogedor.