La Jornada Semanal, 30 de julio del 2000



Naief Yehya

Adicción al cibersexo
y el fin del universo como lo conocemos

Todos adictos

¿Visita usted frecuentemente sitios pornográficos en el web?

¿Pasa más de doce horas a la semana viendo imágenes pornográficas en su computadora?

¿Estas actividades le han causado problemas en su trabajo o con su pareja?

Si ha respondido que sí a las anteriores preguntas usted califica, según un grupo de científicos, como candidato a una de las más novedosas patologías de nuestro tiempo: la adicción a la ciberpornografía. De acuerdo con psicólogos y psiquiatras como los doctores Al Cooper, de Stanford y la doctora Jennifer Schneider, coeditora de la publicación Sexual Addiction and Compulsivity (SAC), la adicción a las imágenes sexuales de internet es comparable al uso del crack y la heroína, ya que, como esas drogas, provoca ``una pérdida del control, perseverar en un comportamiento a pesar de consecuencias adversas significativas y estar preocupado u obsesionado por obtener la droga o llevar a cabo el comportamiento'', según la definición de Schneider. La adicción a la ciberpornografía es una manifestación novedosa de lo que Elaine Showalter definió como epidemias histéricas en su libro Hystories . Estas epidemias se caracterizan por la poca o nula evidencia consistente de su existencia, por difundirse rápidamente a través de los medios de comunicación y por contribuir a crear una atmósfera de paranoia. Algunos ejemplos conocidos de estas epidemias son los secuestros extraterrestres, los rituales de abuso satánico, el desorden de múltiples personalidades, las memorias recuperadas y el síndrome de la guerra del Golfo.

El ojo censor

Se estima que alrededor de doce millones de personas utilizan regularmente al world wide web con la finalidad de obtener algún tipo de placer erótico y/o masturbatorio. Esta cifra es obviamente una aproximación poco confiable, debido a la inmensa variedad de placeres sexuales que puede ofrecer la red, desde páginas pornográficas comerciales y amateurs, hasta foros de usenet, espacios de chat, listas de correo y toilet cams, así como intercambio privado de email. A pesar de que el estudio del SAC determina que el sexo en línea no es adictivo para casi el cien por ciento de los cibersexo-surfeadores, los doctores afirman que cerca de una décima parte de éstos se encuentran ``en riesgo'' de quedar enganchados. Lo que más inquieta de las conclusiones de Schneider, Cooper y demás, es el hecho de que no les preocupa que no exista una definición clínica de la ciberadicción o que no sea posible cuantificar el número de horas que convierten a un erotómano curioso en un enfermo. Toda afirmación de los efectos que esta megaorgía-polimorfa-cibernética pueda tener en la sociedad es mera especulación y, sin duda, a estas alturas los resultados de cualquier supuesto estudio son, en manos de ciertos grupos conservadores, arsenal para otra guerrita moralista. Lo que queda claro es que las visiones puritanas de los enemigos del cibererotismo amenazan con imponerse como la única verdad sexual en la era de la red. Schneider y sus afanosos portavoces, como el tabloide conservador New York Post y la veterana reportera del New York Times, Jane E. Brody, estiman que la red ha ``engendrado'' en los últimos años un mínimo de 200 mil ciberadictos tan sólo en los Estados Unidos, lo que equivale a cerca de uno por ciento de los cibernautas que admiten visitar sitios con contenido erótico.

Damas en peligro

La amenaza de la ciberadicción, de acuerdo con este grupo de doctores, es más perniciosa que cualquier otra forma de pornografía, ya que no solamente afecta a las hordas de ``engabardinados'', sino que transforma a padres amorosos en degenerados feroces y a esmeradas amas de casa en pérfidas depravadas. ``La que era una esposa cordial y sensible se convierte en fría y distante. Un marido jovial se vuelve silencioso y malhumorado'', escribe el Dr. Kimberly Young en su libro Caught in the Net . En su escandaloso artículo, Brody afirma -sin el menor pudor y haciéndose eco de los grandes censores de la era victoriana- que ``las mujeres que se vuelven adictas al cibersexo pueden enfrentar más riesgos que los hombres'', ya que ellas suelen preferir los chat rooms que las imágenes y a menudo terminan involucrándose en peligrosas relaciones de carne y hueso. De esta manera, en vez de liberar y ampliar horizontes, la tecnología digital es percibida como un vehículo perverso y de disolución social especialmente para las mujeres, los niños y las minorías sociales.

Cibersexo y ciberterapia

Los enemigos del ciberplacer consideran que internet es especialmente repugnante por su facilidad de uso, su velocidad, su universalidad y la infinidad de opciones que ofrece. La idea de que en la red se pueda conseguir satisfacción semiinstantánea, gratuita y siempre novedosa, les resulta inaceptable. Para curar a los adictos al cibersexo, la doctora Schneider propone unirse a un programa de doce pasos tipo Alcohólicos Anónimos, restringirle al adicto el uso de la computadora poniéndola en un área abierta, prohibirle al afectado usarla cuando esté solo, y programando el uso de internet únicamente para tareas específicas (de preferencia usando sistemas de bloqueo y monitoreo). El doctor Mark Schwartz, de Masters y Johnsons de San Louis, opina que es necesario recetar antidepresivos y drogas para inhibir el deseo sexual. El tiempo estimado de recuperación oscila entre cuatro meses y un año. Pero si el número de adictos crece hora con hora, a un ritmo semejante aumentan el número de ciberterapeutas con curas fabulosas, como la clínica virtual del Centro para Adicción en Línea, en el que por setenta y cinco dólares se pueden comprar una hora de ayuda profesional vía chat y se pueden recibir emails de apoyo a quince dólares la pieza.

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Fabrizio Mejía Madrid

TIEMPO FUERA

Niños

Junto con Fran Lebowitz, pienso que los niños sólo son útiles cuando se trata de sacar objetos bajo los muebles. Eso quiere decir que su edad productiva va de los cinco a los cinco años y medio. Antes de esa edad les falta la madurez suficiente para que entiendan que deben sacar el objeto de debajo de, por ejemplo, una cama, sin romperlo y sin, instantes después, tratar de chuparlo. Los bebés son inauditos: tienen ojos pero, en realidad, la posibilidad de que lo estén viendo a uno es muy remota. De hecho, estoy convencido de que cuando se ríen no lo hacen por alguna razón en particular. Pero poco podemos saber de su mundo si no hablan: para una madre preocupada, un llanto interminable puede decir cosas tan distintas como ``tiene calor, tiene hambre, tiene sueño, no quiere pertenecer a este país'', etcétera. Creo que a nadie se le ha ocurrido la opción de que los bebés lloran, es decir, que lo hacen espontáneamente y que nada quieren decir con ello. Lo más aproximado a esta teoría es el comentario que escuché de una madre profesional: ``Ha de estar incómodo.'' Su llanto, sin embargo, lleva a toda clase de soluciones: tomarlo en los brazos y, al mismo tiempo, marearlo y asfixiarlo (a eso -tengo entendido- se le llama ``arrullar''), taparle la boca con una mamila o un seno gordo, engatusarlo con frases tan extrañas que necesitan que los adultos cambien de voz, o tratar de convencerlos del gran espectáculo que es agitar las llaves del coche. Un bebé deja de llorar por la razón que lo llevó a comenzar: nada.

Pasa algo raro con los bebés: todos los que se acercan a mirarlos se sienten obligados a hacer comentarios sobre su genética (``tiene los pelos de la madre y las orejas de su abuela'', etcétera) y sobre su belleza. Las deformidades familiares se adivinan a temprana edad pero la belleza no, por lo que cualquier comentario al respecto carece de sentido: nadie puede adivinar en la cara de un bebé, hinchada y enrojecida por la modorra, signo alguno de una belleza que no sea simplemente un buen deseo. Predispuesta a decir ``pero qué bonito'', una tía mía exclamó cuando me descobijaron frente a sus ojos a los dos días de nacido: ``¡Pero qué inteligente!'' Desde entonces, esa tía es, para mí, sólo una anécdota.

Más allá de los cinco años y medio, los niños se vuelven manipuladores y exhibicionistas. Se les manda a sacar el objeto debajo de la cama y, por una razón que no alcanzo a entender, es como si uno les hubiera anunciado la hora para que procedan a imitar el ruido de una alarma de coche, tarareen ``Las Mañanitas'' o malpronuncien una palabra durante quince minutos. La escena que revuelve el estómago es la de la una madre orgullosa de que su hijín haya aprendido un chiste obsceno sin entender su significado. Y ponen al niño a repetirlo en la sobremesa semiborracha del restorán: al principio el niño se hace del rogar, frunce la boca, se mira los zapatos, hasta que el padre lo obliga (``no seas ranchero'') y la madre lo convence (``te doy en la boca, Raúl, ¿qué te dije de que fueras desobediente?''). Entonces sobreviene una escena anticlimática donde el niño no sabe de qué se ríen los padres y los comensales imitan risas genuinas, se hace un silencio, y la concurrencia pide la cuenta. Al llegar a adultos, esos niños, según los estudios disponibles, se convierten en cronistas deportivos.

No obstante todas estas evidencias, la gente a mi alrededor sigue teniendo hijos. La voz de un padre tan orgulloso que se embriaga todos los días brindando por su fertilidad me lo explicó así la otra noche: ``Sientes una necesidad que brota de adentro como una lava incandescente, sube por tus entrañas y te quema si no la dejas salir.'' Acto seguido, pasó a vomitar. Pero algo debe haber de biológico en su extraño comportamiento. Se supone que, para que una población animal se reproduzca, cada cien mujeres deben terminar sus vidas con 211 niños. Entre nosotros, esa tasa es de unos 300, mientras que en España es de 127 y en Italia de 124. Hay peores casos: en Irak es de 520 y en Mali de 740. Por eso digo que debe ser biológico porque quien trae un hijo a vivir a Mali o a Irak tiene, necesariamente, que justificar su pésima actitud con algo parecido a la ``lava incandescente''. Y algoÊhay también en el acto de tener dos hijos y embriagarse diario: si en 1970, 81.6 por ciento de los maridos vivían con sus familias, hoy sólo son cincuenta y ocho por ciento. Es decir que, un buen día, las esposas cambiaron la combinación de la chapa. Es más, de los matrimonios contraídos este año en la Ciudad de México, la mitad terminarán, en un lapso de diez años, en divorcio. Además está el siguiente misterio: según las cifras de población, diez por ciento de los hijos tienen padre biológico y padre histórico, sin que este último lo sepa. ¿Cómo es que lo sabe el Estado?

Pero aquí debo concluir esta interesantísima disertación: la hijita de los vecinos ha vuelto a entrar por mi ventana. Está ahora mismo parada ahí, metiéndose un dedo en la nariz. No falta mucho para que empiece con su pregunta tradicional: ``¿Qué escribes?'' Y ante los resultados, de veras, no sabría responderle.