La Jornada Semanal, 30 de julio del 2000



Julieta Lizaola

Palabra y exilio
en María Zambrano

Julieta Lizaola nos propone una relectura de los textos fundamentales de María Zambrano, entre otros, Un descenso a los infiernos. La gran escritora española describe la aventura del hombre moderno en los terrenos del espíritu, aventura que lo obliga a reconocer que la ``espiritualidad sólo emana de un compromiso ante la verdad y la libertad''. Julieta sabe que ``la palabra nos hace libres y temporales, no se puede, a su vez, no salvar a las palabras de su momentaneidad, de su ser transitorio, y conducirlas hacia la perdurable reconciliación que es el oficio del escritor...'' Conviene escuchar con frecuencia (``escucho con mis ojos a los muertos'', decía Quevedo) a María Zambrano, pues, decía Octavio Paz, ``su voz venía de lejos, de un lugar muy antiguo, que no estaba afuera sino adentro de ella misma''.

Todo empieza por que hay demasiada
vida y no basta con vivirla.

Jomi García Ascot.

Del fenómeno sociológico de la España de fines del xix se deriva una situación cultural, histórica y política que marca de una forma definitiva a la sociedad española; fruto de estas circunstancias nace la exigencia de una conciencia requerida, urgida, de identidad histórica y cultural. ¿Qué era España, qué la unía, y a la vez la alejaba, de su matriz europea?

Varios pensadores y artistas dedicaron su vida a elaborar esta conciencia, es decir, este despertar a España de su sueño, y comprometerla con el juego de la historia. Entre este grupo de pensadores se encontraba María Zambrano, cuya voz -entre las de Ortega, Unamuno, Machado y varios más- pasó a ser una de las más claras, profundas e inevitables del pensar y sufrir lo español. Su preocupación, si bien política, la fundía a la dimensión de la modernidad. ¿Qué mundo cultural era ése que aparecía ante sus ojos como una realidad de orfandad, despiadada y cosificada, y en la cual la dimensión ética del proyecto civilizatorio daba un salto al vacío? El resultado de su lealtad a España fue el exilio y el resultado de su lealtad a su necesidad de verdad fue su obra.

En el ensayo ``Un descenso a los infiernos'' -texto hermanado con el Laberinto de la soledad de Octavio Paz-, María Zambrano nos habla de la importancia de descender a los infiernos, es decir, a nuestro laberinto de soledad; en él nos lleva a observar la fuerza que requiere el espíritu del hombre moderno para salvarse de sí mismo, y nos obliga a constatar que esta espiritualidad sólo emana de un compromiso ante la verdad y la libertad. Este ensayo se abre como una ventana al paisaje que compone la necesidad de verdad en el ser humano, misma que se sustenta en su ansia de ser.

El alma de Zambrano es de ésas que, viviendo la necesidad de verdad como alimento, no pueden aceptar y repetir la disyuntiva que se nos impone a los demás: o poesía o filosofía. O poesía o filosofía, como si se tratara de caminos aislados e inequívocos, como dos formas de conocimiento y expresión insuficientes donde la experiencia humana queda sentenciada a no poder ser vivida de forma unitaria. Para Zambrano es imposible elegir entre la verdad filosófica o la verdad poética, es imposible elegir entre una verdad u otra porque no puede aceptar que exista una verdad vencida y otra victoriosa, como hemos ido creyendo; y rechaza la jerarquización a la que han sido sometidas las diferentes verdades, los diferentes saberes, ya que esto ha fructificado en la escisión de la palabra: o palabra justificadora del que vence o palabra liberadora del vencido; o la palabra legitimadora de lo establecido o la palabra que clama la libertad del enterrado vivo.

Si el juego histórico ha deparado ese carácter escindido y fragmentario a la palabra, es necesidad y obligación de ``los saberes de salvación'', como los llamaba Max Scheler, encontrar de nuevo la raíz del hombre, o lo que es lo mismo, su más profunda palabra, la palabra germinal, ahí donde aún no ha sido escindida, rota, fragmentada.

Para llegar a esta raíz, Zambrano no ve otro camino que el de realizar un viaje ineludible, un viaje de descenso a los infiernos, a los propios y a los históricos; el itinerario de este descenso, como una retracción en nosotros mismos que es, ha de ir acompañado por la piedad y por la razón unidas, pues sólo ante su unidad se entreabren las puertas infernales. Ahí en lo profundo, lo que ha sido condenado, lo que no es, la parte de la realidad vencida, negada, oculta, se impone con la fuerza de su resistencia; y ahí, lo que habita en la sombra es capaz de darnos su voz y su palabra, es decir, su luz.

De ese fondo oscuro del ser, de ese espacio sagrado, nacen las palabras que crean la realidad. Realidad hecha palabras, sustentada por el fondo sagrado de donde todo surge y en el que todo se funde.

El camino de la verdad en el pensamiento de Zambrano pasa necesariamente por este viaje a los infiernos, donde sólo la palabra piadosa, capaz de tratar con ``lo otro'' -con el conjunto de realidades vencidas y negadas-, puede entrar y salir de las profundidades que completan la realidad. La piedad, como el amor, hace a la razón trascendente, la hace ir más allá, es decir, la hace entrar en realidad. Se trata, entonces, de un viaje donde la relación piadosa permite, en un movimiento trascendente, que la palabra se torne fuente de descubrimiento y camino de liberación; por la palabra trascendemos nuestro infierno y el mundo de nuestros sueños. Sólo si hay despertar hay tiempo, dice Zambrano; en tanto que despertar implica nuestra posesión de la palabra, no poseedores sino poseídos por ella, es narrando que se desata nuestro tiempo; somos tiempo en tanto que hemos logrado salir del sueño que nos aprisionaba, somos palabras que del trascender de los sueños se desprenden, somos camino de creación constituido por la palabra hallada en la íntima profundidad.

Si bien la palabra nos hace libres y temporales, no se puede, a su vez, no salvar a las palabras de su momentaneidad, de su ser transitorio, y conducirlas hacia la perdurable reconciliación que es el oficio del escritor: descubrir el secreto y comunicarlo a través de la palabra escrita, son los acicates que le mueven.

Escribir, nos aclara Zambrano, es defender la soledad en que se está, mostrando lo que en ella y únicamente en ella se encuentra. El escribir -el ir a la búsqueda y encuentro de las palabras- pide antes que cualquier otra cosa fidelidad, ser fiel a aquello que pide ser sacado del silencio, y que para lograrlo requiere del espacio vacío que dejan las pasiones acalladas haciendo sitio a la verdad. Escribir, entonces, no es que el escritor se ponga a sí mismo sino que saque de sí lo que escribe. Lo que se publica es para algo, para alguien, para que viva de otro modo después de haberlo sabido, para liberar a alguien de la cárcel de la mentira o de las nieblas del tedio. Recordemos que sólo da la libertad quien es libre, quien es capaz de acercarse a la verdad. ``La verdad os hará libres.'' La verdad que ha sido obtenida mediante la fidelidad purificadora del que escribe.

La verdad, entonces, no es algo ajeno que no nos pase por el centro; es, según lo dicho, algo que emana desde nuestra radical condición de necesidad y que para encontrarla es ineludible alcanzar una razón piadosa -la razón poética- donde la unión de la voz filosófica y la voz poética conforma un puente para lograr reconocernos y aceptarnos poseídos por la palabra esencial que es un don, un hallazgo, una gracia, una revelación. Por todo lo anterior, Zambrano no puede sumarse a los que sí eligen entre poesía y filosofía, a lo que sí eligen entre una verdad u otra, a los que sí jerarquizan una verdad sobre otra.

Si un acto de profunda soledad es lo que nos permite acceder al infierno que, gracias a la verdad en él encontrada, es también nuestro paraíso, la figura del exilio -como bien dice Adolfo Castañón- se entreabre como una dimensión fundamental en la obra de Zambrano.

En el ensayo que inicia el libro Los poetas del exilio español en México, el poeta José Angel Valente nos recuerda que -según la visión de Isaac de Luria*- el primer acto de Dios no fue un acto de manifestación de sí mismo, sino de ocultamiento, de retirada, de retracción, de exilio hacia el interior de sí, con el propósito de generar un espacio vacío donde algo distinto de él, el mundo, pudiera ser creado, quedando así el exilio en la raíz del infinito creador. Según esta metáfora, el acto de creación presupone un movimiento de exilio, de retracción, donde pueda darse lugar al espacio vacío, desnudo, donde sea posible la creación, y donde ésta no es nunca un acto de poder, de dominación, sino por el contrario de aceptación.

La teoría de la creación mencionada guarda una cercana relación con la metáfora del exilio en la obra de Zambrano, donde se nace a la vida, se despierta a ella, después de una retracción en nosotros mismos, después de vérnoslas con nuestros demonios y reconocer, y aceptar, las oscuridades de nuestra alma, pues ahí en lo más profundo se encuentra nuestra íntima verdad, la que gracias a la palabra nos descubre y libera y, por lo mismo, nos lleva a la posibilidad de la creación de nosotros mismos, es decir, a la posibilidad de nuestro despertar. Si el mundo fue creadoÊpor ausencia de Dios, nosotros nos creamos en la ausencia del mundo, en el espacio desnudo de la nada; y tan desamparados estamos que sólo nos queda la vida, sin más sustento, sin patria, sin tierra. La vida suspendida y sin otro propósito que el de renacer, que el de transformar y reconstruir la vida gracias a la palabra de verdad que ha sido arrancada de las profundidades.


Sin embargo, este desamparo y descenso infernal no sólo guarda relación conla dimensión simbólica, tiene también una dimensión real, histórica, política, donde la persona vive con toda plenitud el hecho de estar fuera, de estar arrojada de la historia y de su país, ``de no tener un lugar en el mundo, ni social, ni político, ni ontológico''. ``No ser nadie -dice Zambrano-, ni un mendigo, no ser nada...'' Es un estado en que nuestra condición de desamparo se hace violentamente clara: inicia ``Éel exilio cuando comienza el abandono, el sentirse abandonado...'' La existencia del ser humano a quien este desamparo inunda ``ha entrado ya en el exilio, como en un Océano sin isla alguna a la vista'', donde la soledad es la distancia entre el yo y los otros.

El exiliado, el que está ausente, ya sea del mundo o de su patria, habita entre la vida y la muerte, el lugar privilegiado para la lucidez, donde las palabras de la justificación no tienen lugar y donde lo único que realmente se tiene es un horizonte vacío. El exiliado, en ambos sentidos, tiene la interioridad como refugio y como el lugar de la búsqueda de su ser mismo, donde la palabra y su ser comulgan en eso que Paul Ricoeur llama narración. La vida, entonces, se conforma por una serie de relatos donde se es tramando, rememorando, se es diciendo y escribiendo; la identidad, entonces, es una identidad narrativa -y el exilio español lo supo muy bien-; la identidad se crea, se comprende y se construye como una metáfora viva. ``Lo que en el fracaso queda -dice Zambrano- es algo que ya nada ni nadie puede arrebatarnos. Y este género de fracaso era entonces y sigue siendo ahora la garantía de un renacer más completo: el que adviene cada vez que un hombre íntegro vuelve a salir, al alba, al camino.''

La figura del exilio, de tal forma, se constituye como la posibilidad del espacio vacío y del acto de aceptación que preludia la creación; la creación en específico del ser que soñamos ser, la creación de la tan añorada nueva identidad ante la muerte de los dioses, el santo y seña de quienes somos, la identidad que, como hemos visto, se crea través de la palabra, en los límites de la palabra, que nos regresa a la unidad de nosotros mismos. ``Désele voz -dice Zambrano en su ``Carta sobre el exilio''-, que no pide otra cosa sino que le dejen dar, dar lo que nunca perdió: la libertad que se llevó consigo y la verdad que ha ido ganando.''

Sin duda los diferentes exilios que Zambrano vivió son los que le permitieron tejer el entramado entre vida y obra filosófica que podemos constatar en este libro, en el que salta a la vista la búsqueda de la verdad que se cifra en la palabra y que no nos deja olvidar la sentencia que Zambrano hizo suya: ``En el principio fue el verbo.'' Algo que tampoco deja de asombrarnos es la fuerza e intensidad espiritual que hay en la vida y en la obra de María Zambrano, en las que el amor, como muestra de lo divino que hay en el hombre, toma un lugar fundamental en su concepción del mundo; su fe en la posibilidad de lo divino, de lo piadoso, de lo amoroso, le permiten despertar a una realidad factible donde los sueños, el nacimiento y la aurora son una unidad inicial que hace que lo más importante del hombre, su dimensión ética, sea real, camino de vida.

Desde esta urgencia del exilio español emanan palabras origen, palabras vida, que nos dicen que en todos los sentidos ``valen más los intentos fallidos de encontrar la libertad, que la libertad misma''. Libertad que Zambrano cifra en su propia lealtad a la búsqueda de la palabra. Cito a Zambrano:

La dimensión espiritual del exilio se rinde a la fidelidad que reclama una voz y que, en este caso, gracias a la escritora María Zambrano podemos escuchar. ``La voz de María Zambrano -dice Octavio Paz- es una voz que venía de lejos, de un lugar muy antiguo, que no estaba afuera sino adentro de ella misma.''

Ilustración: Margarita Sada