LUNES 14 DE AGOSTO DE 2000

 

Ť Sergio Valls Hernández Ť

Legalidad y legitimidad del poder público

Un clásico de la literatura jurídico-política es el libro sobre legalidad y legitimidad de Carl Schmitt, quien con su peculiar estilo y desde su posición ideológica ratifica la importancia para la convivencia de que la norma no sólo sea emitida válidamente por los órganos estatales encargados de la función legislativa, sino que sea considerada respetable, obedecible en términos weberianos, por las personas y grupos a quienes se dirige.

En México vivimos un proceso virtuoso en el que la legalidad y la legitimidad --que en teoría son conceptos distintos-- se identifican y confunden en la opinión pública, y esto es uno de los resultados del proceso electoral. Independientemente de candidatos ganadores y perdedores lo trascendente es que los participantes y las organizaciones partidistas, así como la mayoría de los votantes consideran que la legalidad con la que se procedió en la renovación de los poderes federales es la fuente primordial de legitimidad de la futura actuación de los candidatos favorecidos por el voto popular. El voto depositado en la urna decide quién debe ocupar la titularidad de los órganos legislativos y Ejecutivo.

Este imperio de la legalidad en el ánimo social no solamente obedece a que las normas que regulan las etapas electorales han sido expedidas conforme lo dispone la Constitución, sino que en la emisión de las mismas convergió la totalidad de los actores políticos representados en las Cámaras. En este punto conviene señalar que la última etapa, la calificación, concluye hasta que sea resuelta la totalidad de los recursos presentados por los partidos y se haga la declaratoria del presidente electo --lo que se hizo el 2 agosto--, y que en ella tiene participación el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, cuyos integrantes fueron nombrados por unanimidad en una Cámara de Senadores integrada pluralmente.

Entonces, la tranquilidad social y el reconocimiento de los triunfos electorales no son producto de concertaciones ni acuerdos cupulares, sino de que hay confianza ciudadana en las instituciones y normas electorales. Tampoco puede decirse que este resultado se deba a que existe una regla fría, aprobada, según y conforme un procedimiento constitucional, sino que hay un elemento político, no cuantificable, que se origina en los consensos logrados en los últimos años y que se han traducido en acuerdos parlamentarios y en un proceso electoral transparente, en el cual los conflictos que puedan presentarse son resueltos, en última instancia, en el ámbito jurídico.

En este contexto, la legalidad se convierte en un elemento de legitimación del poder que contrasta con la bochornosa ascensión a la Presidencia de Victoriano Huerta, en la cual para cubrir la usurpación del poder presidencial se utilizó la artimaña legalista de nombrar presidente efímero a Pedro Lascuráin. El proceso electoral vivido en los últimos días demuestra que la legalidad es el factor más importante de legitimación en un estado de derecho, moderno y democrático.

La intervención del Poder Judicial de la Federación, a través del Tribunal Electoral, en la renovación de los poderes de la Unión ratifica que es conveniente que lo jurídico prevalezca en las decisiones sociales, y que es la mejor forma de que se extienda entre la ciudadanía la idea de que el ejercicio de la función pública se lleva a cabo en beneficio de los mexicanos y bajo el imperio de la ley.

El párrafo segundo de la fracción II del artículo 99 de la Constitución transfirió la responsabilidad de declarar electo al presidente de la República a un órgano que tiene independencia de los partidos políticos, lo que es un avance respecto a los colegios electorales. Además, los magistrados del Tribunal Electoral deben cumplir con los principios de excelencia, objetividad, imparcialidad, profesionalismo e independencia propios de la carrera judicial y los requisitos similares a los que se exige para ser ministro de la Suprema Corte de Justicia.

Tanto en su integración como en su funcionamiento, el Tribunal Electoral posee características constitucionales que garantizan su independencia. Cabe destacar aquí la inamovilidad de sus miembros durante el tiempo en que fueron nombrados para desempeñarse en el cargo; la forma de elección, por el voto de las dos terceras partes de los miembros presentes de la Cámara de Senadores o en sus recesos por la Comisión Permanente, a propuesta de la Suprema Corte; el régimen de administración, a través de una comisión en la que intervienen consejeros de la Judicatura federal; su especialización, la publicidad de sus sesiones, entre otros aspectos.

Este andamiaje jurídico, "aderezado" con una labor política de los distintos partidos y la búsqueda permanente de una democracia madura, con instituciones firmes, regidas por el derecho, explica las expresiones de confianza de los mexicanos en sus procesos electorales. En este logro la participación que la Constitución otorga al Poder Judicial de la Federación es muy importante.

Aunque legalidad y legitimidad sean conceptos distintos, una sociedad que tiene la capacidad de legitimar el ejercicio del poder público en el cumplimiento de la ley tiene mayores posibilidades de crear un desarrollo con certidumbre. En México, logramos que en este proceso electoral hubiera esa necesaria identidad con lo que, sin demagogia, se pueda afirmar que los ganadores somos todos los mexicanos.

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