La Jornada Semanal, 20 de agosto del 2000 
Miguel Huezo Mixco
 
Porfirio Barba Jacob y los hechizados
 

“Mi poesía es para hechizados”, afirmaba uno de los muchos que fue Porfirio Barba Jacob. “Era amoral como un caballo y se dejaba montar por cualquier espíritu”; estas escasas pero exactas palabras del guatemalteco Rafael Arévalo Martínez trazan el agudo retrato de Miguel Ángel Osorio Benítez ?en su primera transfiguración?, nacido en Santa Rosa de Osos, Colombia, en 1883. El poeta y escritor salvadoreño Miguel Huezo nos entrega aquí una sonriente y afectuosa remembranza del torturado y excelso Barba Jacob a propósito de la reedición de su libro El terremoto de San Salvador en aquellas tierras. Huezo nos perfila la pequeña y extravagante corte que lo acompañó bajo un “clima de frenesí artístico y personal [por el] espeso clima autoritario que imperaba en la Centroamérica de las primeras décadas del siglo XX”.
 

La personalidad legendaria de Porfirio Barba Jacob, nombre con el que pasó a la posteridad el antioqueño Miguel Ángel Osorio Benítez, ha sobrevivido a la desolación de la muerte. Lo prueba la puesta en circulación en la capital salvadoreña de El terremoto de San Salvador, una de sus obras menos conocidas, publicada originalmente por entregas en el Diario del Salvador inmediatamente después de aquel siniestro que desplomó la ciudad el jueves de Corpus del año 1917. Con este motivo, su nombre ha vuelto a recordarse en una ciudad muy diferente a la que él conoció, pero cuya sociedad quizá sigue siendo tan intolerante y autodestructiva como la de aquellos años.

Fue la suya una existencia multiforme en la cual todo pareció marcado por la embriaguez y el hastío, el exhibicionismo y una singular conciencia de libertad personal. Homosexual confeso, aficionado al alcohol y la hierba, nació en Santa Rosa de Osos, Colombia, en el año de 1883. Abandonó su tierra natal cuando era un adolescente, emprendiendo un largo exilio del que sólo volvería a Colombia de manera definitiva convertido en un puñado de cenizas.

Extravagante y extraño, ángel y demonio a la vez, manipulador de almas, oficiante de cultos ancestrales, así lo vio el guatemalteco Rafael Arévalo Martínez. "Yo comprendí ?escribe?, asomándome al pozo del señor de Aretal, que éste era un mensajero divino. Traía un mensaje a la humanidad: el mensaje humano, que es el más valioso de todos. Pero era un mensajero inconsciente. Prodigaba el bien y no lo tenía consigo" […] "Era amoral como un caballo y se dejaba montar por cualquier espíritu." El enigmático señor de Aretal no era otro más que Barba Jacob.

La publicación de aquel retrato despertó en Barba Jacob una furiosa respuesta. Años después, al escribir la biografía de su padre, Teresa Arévalo recordó: "¡Era fácil de figurar en qué términos hirientes estaría compuesta! […] Anunciaba en su escrito con una prosa afilada y sarcástica, el triple fracaso de mi padre: en el hogar, en la literatura y en la vida, comparándolo a una vulpeja con hambre."

Pese a su grosera inconformidad, aquel retrato publicado bajo el título "El hombre que parecía un caballo", posiblemente constituye la mejor aproximación a su alma torturada y excelsa.

Barba Jacob, pues, no era uno sino dos, o muchos. Así lo capta con singular pulso su paisano Fernando Vallejo en "El mensajero" (Vallejo es biógrafo también del poeta José Asunción Silva), quien desde su exilio voluntario en la Ciudad de México, ha reconstruido el periplo de Barba Jacob en su travesía más intrincada que una manguera de jardín. De un jardín, sí, de flores embriagantes y mortíferas: rosas negras, como tituló uno de sus libros. "Hay que desentrañar mi poesía en la complejidad de sus emociones y no de sus pensamientos. Mi poesía es para hechizados", escribió.

Dos hechizados

La publicación de El terremoto de San Salvador coincide con el centenario del nacimiento de uno de los artistas salvadoreños más sobresalientes en el siglo xx, Toño Salazar, quien alguna vez formó parte de la conspicua corte de los seguidores del bardo colombiano. Y con él, otro salvadoreño: el poeta Juan Cotto. Los episodios de la amistad de Barba Jacob y estos dos salvadoreños nos reflejan el clima de frenesí artístico y personal que se construyó en medio del espeso clima autoritario que imperaba en la Centroamérica de las primeras décadas del siglo.

En su autobiografía Las noches en el Palacio de la Nunciatura, publicada en Guatemala en 1927, Arévalo Martínez refiere la presencia de un ser insólito que se hacía llamar José Meruenda, pero cuyo nombre verdadero era Juan Cotto. Arévalo Martínez lo recibió en su casa con las atenciones correspondientes a una familia católica y conservadora. "Poco después supo mi papá, con susto, que era homosexual y ladronzuelo y, al parecer, poseído por malos espíritus", cuenta Teresa Arévalo.

El mismo Barba Jacob escribió que Cotto "vestía con el ropaje de la infantilidad más encantadora un egoísmo bajo y feroz; no mal proporcionado; blanducho aunque parecía rollizo, y la boca sin dientes, por donde brotaban latines eclesiásticos en medio de un loco júbilo animal". El único libro de poemas de Cotto, Cantos de la tierra prometida, publicado en San Salvador en 1955 por Ricardo Trigueros de León, apareció antes en México y fue prologado por José Vasconcelos, el flamante secretario de Educación posrevolucionario. El dramaturgo guatemalteco Manuel José Arce y Valladares, si bien no duda de las trapacerías de Cotto, arguye en su defensa que "la maledicencia literaria ha pesquisado con sobra de curiosidad en las vidas más ilustres ?a veces siguiendo pistas falsas? para establecer desniveles hormónicos".

El compañero de habitación de aquella belleza era Toño Salazar, quien años más tarde sería expulsado de Argentina por Perón a causa de sus cartones políticos.

Hay testimonios que asocian a Barba Jacob y a Salazar en un curioso enredo con el secretario Vasconcelos. Fernando Vallejo lo ha desenmarañado en una verdadera pesquisa detectivesca. Barba Jacob, quien por entonces usaba el seudónimo de Ricardo Arenales, había publicado unos venenosos editoriales contra su benefactor Vasconcelos. Éste, indignado, en compañía de otros funcionarios fue a buscarle al cuarto donde se hospedaba para reclamarle. Le encontró en ropas menores acompañado de un jovencito a quien Barba Jacob habría dicho: "¡Mira quién viene! ¡El dictador de la cultura en México!" Y dicho esto, sacó a Vasconcelos en medio de improperios. Aquel muchacho en pelotas era Toño Salazar. Se habían conocido en el Hotel Nuevo Mundo de San Salvador cuando Salazar era el jovencito "pechito y endeble" que Arturo Ambrogi empujó a irse del país. Se reencontraron en México, donde se hicieron íntimos. Barba Jacob llegó a querer entrañablemente a Salazar; de acuerdo con los papeles de Vallejo, alguna vez habría escrito a Salazar: "Adiós amigo; un poco más lejos geográficamente, pero siempre en el primer puesto en mi corazón entre mis amigos." Volvieron a separarse cuando el poeta fue expulsado de México a Guatemala; sus caminos se cruzaron doce años más tarde, en México otra vez, cuando Salazar volvía a Europa y Estados Unidos cubierto de gloria. Pero ya estaban distantes. Para apoyar sus pesquisas, Vallejo vino hasta Santa Tecla a encontrarse con un Toño Salazar aburguesado y bien casado (con una salvadoreña adinerada nacida en Londres, y no con una francesa, como se equivoca Vallejo), que seguía refiriéndose al colombiano como Ricardo. "Yo fui amigo de Ricardo Arenales, no de Barba Jacob", escribió, en una carta aún inédita, Salazar a Rafael Heliodoro Valle.

Los cambios de seudónimo de Barba Jacob no eran caprichosos. Obedecían, si se me permite la expresión, a una especie de transfiguraciones. En Nicaragua, a donde llegó sin un centavo, le preguntaron cómo era que había dejado de ser Ricardo Arenales para convertirse en Porfirio Barba Jacob. Respondió: "El acero de mi voluntad asesinó mi propio yo […[ Lo formé como se forma el protagonista de una novela. Lo dediqué a nuevas actividades y hasta concebí para él nuevos vicios. Lo único que no pude dejar de ser fue poeta."

Dejó de serlo, en efecto, hasta el 14 de enero de 1942, a los cincuenta y nueve años, en la Ciudad de México, cuando aquejado por la tuberculosis y la pobreza, la parca lo alcanzó en el último de los cuartuchos donde celebró sus esponsales de vida, llevándolo a sus abismos infinitos en un par de alas extrañas.