La Jornada Semanal, 27 de agosto del 2000  
Ana García Bergua
 
Las variadas formas del anonimato
 

Quién sabe de dónde viene la costumbre de no decir yo en este país, como si fuera una cosa de mal gusto, asunto de egoístas y vanidosos, de gente que se quiere afirmar de más y borrar de un plumazo a ¿sus colaboradores?, ¿sus votantes?, ¿los miembros de su gabinete?, ¿su mamá y su papá? Eufemísticamente, los políticos de todos los colores acostumbran declarar "nosotros pensamos", "vamos a implementar unos cuantos parámetros este año" y así, ad nauseam, supongo que para no comprometerse en exceso. Con ello se logra dar la impresión de que una multitud hipotética, o un nutridísimo equipo de trabajo, respalda y a la vez oculta la responsabilidad del declarante. Yo (sí, yo) siempre que oigo a los políticos convertirse en tantas personas, como en una ilusión óptica, recuerdo por lo general la película Robó, huyó y lo pescaron de Woody Allen, en la que el personaje principal anda prófugo junto con varios prisioneros más, unidos todos por una pesada cadena de hierro con bola de las que forman lastre, y para disimularlo caminan siempre juntitos e incluso van al baño en grupo. Me imagino que así se sentirán los que contestan en plural, dueños de una identidad de estadio de futbol. A lo mejor muchos políticos le dicen a su esposa: "llegamos tarde porque tuvimos mucho trabajo, y si ahora nos lo permites, vamos a pasar a hacer pipí", o exclaman ante la secretaria: "señorita Martínez, nosotros pensamos que está usted buenísima, ¿quiere salir con nosotros a cenar?" Yo (sí, yo), en el lugar de la señorita Martínez, me llenaría de emoción ante la perspectiva de tan tumultuosa cena-orgía. Debo decir, en honor a la verdad, que dicho camuflaje no es exclusivo de los políticos: ya algún taxista me hizo pasar un trayecto entero buscando dónde habría escondido al coro griego que acompañaba todos sus dichos y acciones, si en la guantera o en la cajuelilla trasera del Volkswagen: de hecho, ya me parecía sentir varios alientos en mi espalda (sí, mi espalda).

Tanta vaguedad tiene una contraparte muy actual de precisión inútil: la de todos los pobres empleados de las nuevas compañías, entre cuyas obligaciones está, además de contestar el teléfono y ganar clientela para justificar su propio sueldo, la más penosa de decir siempre su nombre. Habla uno a la compañía de cable, de internet, o para que le arreglen la lavadora, y en seguida una voz contesta (si es que contesta en seguida, claro, y no se oye la grabación irónica aquella de que "nuestros ejecutivos están ocupados…", etcétera): "Me llamo Buenaventura Patiño, ¿con quién tengo el gusto?" Y es una trampa ridícula, porque si nuestro problema, contrato, instalación o desperfecto no se arregla, de nada sirve saber el nombre de esa persona nunca volverá a contestar. Marcará uno y otra voz anunciará, como si a uno le importara: "Me llamo Hildegarda Canseco, ¿con quién tengo el gusto?" Al cabo de varios días, tendrá uno una larguísima lista de nombres anotados escrupulosamente en un papel, que no será sino una nutrida lista de ineptos, o en el mejor de los casos, pobres diablos llamados ejecutivos y obligados a dar su nombre, como si eso los fuera a convertir en seres responsables, allá en el remoto reino de nuestra imaginación. Eso sí, todos deben aparentar que tienen mucho gusto en hablar con uno, y aun después de que el cliente, en el grado supremo de la indignación, los insulta, contestan de la manera más esquizofrénica: "gracias por llamar a Prodimexvisión" (por poner algunos ejemplos que seguramente nadie notará). Sólo una cabeza perversa pudo haber imaginado que serviría de algo poner a los empleados de las compañías a decir su nombre. El otro día, hasta un mesero me tuvo que decir cómo se llamaba. ¿Y yo por qué debía saberlo? ¿Para decirle "mi estimado Agamenón Alcántara, no me tire la salsa encima y tráigame por favor un capuchino"? ¿Qué hay de los proverbiales señor, señora, joven y señorita con que uno solía abordar a las personas que no conocía? No sé por qué me parece que tenían más nombre, que existían más que toda esta gente que da el nombre por obligación, dice nosotros en lugar de yo, y en un arranque de confianza a lo mejor suplicará que le digan Jimmy, Cachuchas, o algo raro.
 


 
 
Carlos López Beltrán
 
Mandelstam deletrea a Darwin
 
 

“He firmado una tregua con Darwin y lo he colocado al lado de Dickens en mi estante imaginario”, escribió Osip Mandelstam en uno de sus cuadernos de 1931. Como cuenta Nadezhda Mandelstam en su indispensable relato autobiográfico Contra toda esperanza, la lectura de los grandes naturalistas de los siglos xviii y xix (Pallas, Buffon, Linneo, Lamarck, Cuvier y Darwin) le daba a su marido, en aquellos aciagos días, motivo de regocijo y reflexión. Su compleja sensibilidad literaria apreciaba el singular esfuerzo de los constructores de sistemas de la naturaleza herederos de Buffon por conciliar el afán de teoría y prueba que imponía el newtonismo, con la pasión por la descripción detallada del mundo natural. El poeta confiesa que Darwin le había parecido en su juventud “una mente mediocre” y su teoría “sospechosamente condensada: la selección natural”. “Me preguntaba ?agrega? si valía la pena turbar a la naturaleza con tal conclusión lacónica y oscura. Pero ahora que ya me he familiarizado con los escritos del famoso naturalista, he modificado diametralmente mi inmadura evaluación.” Al despliegue más pomposo y rebuscado de los naturalistas que le precedieron (y de cuyo estilo Mandelstam hizo también agudas observaciones), Darwin opuso una forma directa, sintética y pulcra de narrar y organizar los hechos. Anticipándose varias décadas a los estudios literarios de la ciencia, Mandelstam descubre en la manera como Darwin organiza y despliega su ejército de frases en El origen de las especies una modernidad estilística ejemplar. Los hechos acumulados durante décadas con avara paciencia son puestos a funcionar en una maquinaria de palabras de eficacia calculada, difícil de desdecir. “La moneda de oro de los hechos sirve de apoyo a la ‘balanza’ de sus iniciativas científicas, del modo en que un millón de esterlinas en las bóvedas del Banco Británico asegura la circulación de la moneda nacional”, escribió el ruso. La obsesión del naturalista inglés por no ser sorprendido especulando en las nubes, demasiado alejado del barro de los detalles verificables, le llevó a construir un tejido híbrido, en el que la autobiografía, la argumentación probabilística y los detalles anatómicos de cierto tipo de abeja (entre muchas otras cosas), podían nadar en el mismo elemento. Se comprende la sorpresa y el placer que esto produjo décadas después en el poeta que estaba tratando de hacer permeable una poderosa tradición poeticista, alegórica, exquisita, musical, romántica, a la textura detallada y los humores volubles de la vida en la Rusia comunista.

Mandelstam está fascinado por la fecundidad narrativa de la visión darwinista. En sus rápidas notas anticipa los detallados estudios comparativos de Gillian Beer, que revelan los vasos comunicantes entre el naturalista y los novelistas de su tiempo. El ruso escribe, no sin cierto regaño, que “la actitud de Darwin hacia la naturaleza asemeja a la del corresponsal de guerra, a la del entrevistador, a la de un reportero temerario que furtivamente persigue, en el lugar de los hechos, una nota para el periódico [...] Darwin, el escritor, incorporó los gustos populares del público lector inglés a la historia natural. No debemos olvidar que Darwin y Dickens fueron contemporáneos y que ambos fueron populares por la misma razón”.

La condensación que vio Mandelstam en la selección natural ?su carácter de fórmula ajustable a la microhistoria del ñandú y al gran relato de la historia de la vida en la Tierra? era precisamente la clave de su fertilidad. El pasmo que provocó El origen de las especies en los sabios de sus días deriva de que Darwin no legisló con un trazo demostrativo la conducta general de la vida en la Tierra, sino que instauró una mirada errante con la que podemos paulatinamente articular, para los fenómenos biológicos, el paso del lo singular a lo abstracto, de lo instantáneo a lo milenario (y de vuelta), apuntalados en hechos que van cambiando, conforme se avanza, el panorama. Aún hoy debaten los filósofos si la noción de selección natural es la descripción de una Ley, de una Fuerza o de un Esquema Explicativo. Aunque hay luces para todas esas apariencias, me inclino por la tercera opción, pues deja abierto el objeto de la selección. No creo sin embargo que haya que ir al extremo de Daniel Dennet, quien ve en la selección natural la panacea explicativa para todo sistema histórico interesante. Hay que celebrar con Mandelstam que la comprensión cabal de nuestro mundo haya exigido la forja de un recurso conceptual, y de una serie de tecnologías literarias asociadas, de tan delicada sofisticación que pareciera una trampa puesta por ahí por el Creador (que elegantemente se vuelve innecesario una vez descubierta). Otra veta de la apreciación que de Darwin hace el poeta ruso está, a mi ver, nutrida por Marx, y ubica claramente la obra del inglés en el centro de una red de conexiones imperiales. En eso también acierta y se adelanta a la gran biografía de Desmond y Moore.

En abril de 1932, el periódico moscovita Por una educación comunista decidió hacerle un homenaje a Darwin; Mandelstam retomó algunos de sus apuntes de lectura y entregó un breve y bello ensayo.

[email protected]
 

 
La Jornada Virtual
Naief Yehya
 
¿Murió la privacía?
 

La ciberrapiña

Para nadie es novedad que día a día aumenta la paranoia en torno a los supuestos depredadores de la red: hackers, crackers y una jungla de amateurs que tratan de dejar su huella al cometer actos de irreverencia y transgresión en el ciberespacio.

La primera reacción de miles de usuarios cuando se encuentran con un problema en su disco duro, cuando se les congela la computadora o simplemente cuando un sistema operativo se comporta de manera inesperada, es asumir que han sido víctimas de un virus. Hemos sido adiestrados pavlovianamente para responder de esa manera en cualquier crisis, para pensar que todo lo malo que ocurre dentro de esa caja negra que es la computadora debe ser un acto de sabotaje externo. Mientras tanto, ignoramos la verdadera amenaza que representan empresas como Doubleclick, Inc., que se han dedicado durante los últimos años a recopilar información de millones de cibernautas sin su consentimiento mediante el tradicional sistema de las galletitas o cookies que marcan nuestro disco duro y que les permiten llevar un registro preciso de nuestras actividades en línea, nuestros gustos y pasatiempos. Es decir que gradualmente se han dedicado a robar nuestra identidad. Doubleclick ha creado la base de datos de clientes más prodigiosa de la red, la cual no relaciona nombres sino direcciones de correo electrónico con gustos y hábitos de consumo. Esta empresa vende sus servicios de marketing a más de 2,500 empresas e individuos. Quizás nadie hubiera prestado mucha atención a sus actividades de no haber sido porque en noviembre del año pasado Doubleclick adquirió Abacus Direct, una inmensa lista, ésta sí personalizada con nombres, direcciones en el mundo real, y la forma en que gastan su dinero más de noventa millones de hogares. A principios de este año, Doubleclick comenzó a hacer referencias cruzadas de su propia base de datos con la de Abacus para establecer los perfiles de consumo de millones de personas (plenamente identificadas) y de esa forma comenzar a crear un interminable archivo que podría venderse al menudeo o mayoreo. Obviamente esto sería una atroz violación de ese valor poco definido que es la privacía. Antes de Doubleclick otras empresas habían tratado de crear bases de datos con nombres, como RealPlayer. Por fortuna, la presión ejercida por organizaciones no gubernamentales, así como por el gobierno estadunidense mismo, ha logrado que estas iniciativas se suspendan temporalmente.

El hombre como rompecabezas digital

La privacía es el único escudo que nos protege de ser víctimas de toda clase de abusos por parte de comerciantes y corporaciones, es la delgada barrera entre nuestros secretos y los ojos curiosos de los extraños, es la frontera que impide que seamos discriminados o categorizados por nuestras intimidades, que seamos objeto de prejuicios debido a nuestras debilidades y reducidos a pedazos descontextualizados de información personal. Normalmente, sólo nuestros familiares y amigos íntimos logran penetrar nuestra privacía; no obstante, una serie de sistemas ingeniosos de recolección de datos pueden armar, a partir de elementos dispersos, un rompecabezas de nuestros intereses y aficiones, que a pesar de contener datos verídicos (como listas de libros comprados, nuestras propias confesiones hechas a través del correo electrónico o en foros de chat, nuestras marcas preferidas, el número de visitas a sitios porno, etcétera), siempre pintará una imagen incompleta y sesgada de nosotros.

Perseguir anómalos y sospechosos

Por si fuera poca la amenaza comercial a la privacía, el fbi está tratando de echar a andar el FIDNet (Federal Intrusion Detection Network o Red Federal de Detección de Intromisiones), una serie de programas dedicados a vigilar las actividades que tengan lugar en las páginas de las oficinas de gobierno, bancos y empresas de telecomunicaciones, entre otros sectores sensibles. Para tratar de evadir a sus críticos, los autores de FIDNet (en general burócratas de mediano y bajo nivel) proponían que “recolectar datos de actividades identificadas como anómalas o de eventos sospechosos no puede ser considerado como una amenaza a la privacía”. Obviamente, en la mejor tradición censora los creadores de este sistema no definen en su propuesta qué es una actividad “anómala o sospechosa”. Por fortuna, la concepción técnica de FIDNet era tan mediocre y deficiente que, horas después de haberse dado a conocer, los hackers de Slashdot.org ya habían publicado un número de alternativas para burlarlo.

Un mundo sin secretos

La aparente derrota de iniciativas como FIDNet y Doubleclick sólo anuncia que otras empresas aprenderán de los errores de estos pioneros y volverán a intentar espiarnos y capturar nuestras “identidades digitales” por otros medios más ingeniosos, sortearán los obstáculos técnicos y legales y, eventualmente, se saldrán con la suya. Hoy, docenas de empresas se dedican a registrar el data trail o huellas digitales de los visitantes de determinados sitios. La precisión y amplitud de la información que ofrecen es pavorosa e incluye las páginas que visitaron antes y después de la página en cuestión, los documentos que bajaron, su dirección electrónica y la empresa para la que trabajan. Ante esta perspectiva sólo quedan dos opciones: resistir, educarnos acerca de los medios y posibilidades de los cazadores de la privacía y combatirlos; o bien rendirnos, aceptar que la privacía ha muerto, convencernos de que hay otra vida más allá del pudor y que el ámbito de lo privado ha terminado por disolverse en el universo de lo público. Si no hay secretos no hace falta ocultar nada.

[email protected]