La Jornada Semanal, 3 de septiembre del 2000

Bazar de asombros
 
Carmen Leñero, la luna y el espejo
 
Querer asir el eco y encontrar sólo el muro
y correr hacia el muro y tocar un espejo.
 
Así, con el perfecto epígrafe dado por Xavier Villaurrutia, Carmen Leñero inicia su paso al otro lado del espejo. Ahí se encontrará con ella misma por un momento y, más tarde, se perderá para iniciar un nuevo juego de espejos.

La poderosa presencia de Luigi Pirandello se avizora al fondo del espejo. Una luz lunar preside la aventura. Toda la vida del autor siciliano pasó bajo esa luz: “Yo sé que a mí siendo niño, me parecía verdadera la luna reflejada en el pozo.” En su “caos” (Sicilia, Agrigento) rondaba la locura y la luna llevaba los ritmos. Recordemos el aullido delirante en el caserío, a Enrique IV en su reino de utilería y, sobre todo, a la esposa del autor y su trágico destino. Algunos aspectos de este maleficio se insinúan en el diálogo con la madre muerta y en el recuerdo de la infancia rodando por los farallones de la isola delle pumice, el lugar del descanso fatigoso de todos los veranos.

La disolución del yo está presente en la preocupación humana y literaria de Pirandello. El lunático, el hombre lobo, nuestros nahuales son seres destrozados por el sortilegio, las dos caras de una moneda, las identidades fragmentadas o, misteriosamente, reconciliadas por la misma división.

Carmen Leñero nos habla en su excelente ensayo de “la fragmentariedad y azar de las circunstancias”, coincidiendo en esta noción con el mismo Pirandello, con Joseph Roth, Kafka, Musil, Unamuno, Canetti... Todos ellos asumen que no nos ha sido otorgada la visión de la totalidad. Esto implica “el inevitable resquebrajamiento de la identidad frente a los otros”. Somos personajes en busca de un autor y compartimos problemática con “El otro” y con el “Augusto Pérez” de Unamuno, así como con los seres ficticios de la obra de Jacinto Grau, El señor de Pigmalión.

Su libro se ajusta plenamente a la definición de ensayo en su más estricto sentido, pues propone ideas, proporciona puntos de vista, suscita interés, acuerdos o desacuerdos. Es, en suma, una invitación al diálogo. Decía Gómez de la Serna que en el ensayo hay siempre una persona desdoblada en dos (o tres o cien...). Este género siempre va dirigido a alguien (el amigo lector ­atento o benévolo­, como se decía en el siglo xix), pero, al mismo tiempo, crea dificultades e intenta un constante juego dialéctico hecho de contradicciones, de premisas mayores y menores que no siempre desembocan en la conclusión sino que mantienen abierto el libre juego de las ideas.

Carmen Leñero nos dice que sus ensayos “han seguido el trazo de la inventiva pirandelliana”. Logra su propósito en buena medida, pues sabe conducir el diálogo con el autor con pulso firme, evitando los engorros del análisis literario. Parte de la admiración y a ella se atiene.

Tengo para mí que este libro es un largo ensayo dividido en capítulos. Se trata del curso de un río con afluentes que regresan a la corriente principal, de un solo aliento lírico, de una tensión espiritual con sus facetas independientes, pero unidas en un solo brillo.

Este ensayo se lleva a cabo en el escenario de un teatro en el cual se representa el Enrique IV de Pirandello. Contiene un conjunto de inteligentes reflexiones sobre la esencia del teatro (“dimensión esencial de lo humano”: así definía Carlos Marx el arte en general) y la naturaleza profunda del trabajo actoral. Carmen concibe el teatro como una “actividad estética, atávica y ritual”. Stanislavski, Danchenko, Vajtangov, Meyerhold, Chéjov, Artaud, Grotowsky y los más recientes Kazan y Strasberg, más los nuestros, Seki Sano, Gurrola y Margules, aparecen y desaparecen en el juego dialéctico emprendido por la autora.

El primer ensayo, “La estatua dormida”, parte de una recomendación hecha por Pirandello a los actores: “para significar, finge”. Esta sugerencia recuerda la idea de Pessoa sobre el poeta como un fingidor que acaba sintiendo de verdad el dolor que finge. En la puesta en escena del Tío Vania dirigida por mi buen amigo Margules (en el reparto estábamos Julieta Egurrola, Memo Gil, Alejandro Aura, Mabel Martín, Lolita Beristáin, Macrosfilio Amilcar, Valentina Hernández y Edgardo Benítez) me pasaron cosas muy extrañas (mi personaje era el pomposamente patético profesor Serebriakov y el proceso de la puesta en escena duró nueve meses), pues poco antes del estreno empecé a experimentar los males padecidos por el personaje: artritis, problemas respiratorios a la manera de Turguéniev, depresión y efusiones verbales incontenibles. Para fortuna del público, de mi familia y de mis amigos, los excesos de elocuencia pasaron pronto.

En el ensayo, Carmen glosa algunas afirmaciones que Gastón Bachelard hizo en torno al sueño y la ficción y, de una manera sutil, se asoma a la tensión espiritual de
I nostri sogni, la casi olvidada obra de Ugo Betti.

Hacía mucho que no se reflexionaba sobre el espacio y el tiempo escénicos. Tal vez por esa razón algunos narradores han cometido obras teatrales que ignoran los rasgos intransferibles de ese espacio y de ese tiempo. En el Enrique IV pirandelliano, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y marqués demente (¿cuál de las dos personalidades es la enmascarada?), y en su mundo del confinamiento, espacio y tiempo obedecen a convenciones especiales, separadas de lo estrictamente real (¿y hay algo estrictamente real?). En su “teoría de la máscara”, Yeats nos dice que la máscara que con tanto cuidado vamos forjando a lo largo de la vida, en un momento llega a convertirse en algo más real y natural que nuestro propio rostro. Este juego de máscaras se desarrolla en otras obras de Pirandello. Il giocco delle parti, La signora Morli, una e due y Questa sera si recita a soggeto, en la cual el mismo público toma parte y se enmascara. Pero tal vez sea la noción de los intrapersonajes en el Enrique IV la que nos da una idea más clara de esa problemática.

La teatralidad se funde con el sueño e impone sus convenciones. En La larga cena de Navidad, Thornton Wilder nos muestra el paso de los años a través de una cena con pavo y puré de castañas: los muertos salen por la izquierda y los nuevos comensales ingresan por la derecha.

El sueño se da en el espejo que cruzan actrices y actores creando una total indefinición de lo corpóreo y lo imaginado. Es el espejo de Gorgona que no refleja rostros sino dioses. “Sólo estatuas divinas y el rostro de la diosa terrible”, dice Pausanias. Sucede, entonces, que la teatralidad puede ser una metáfora de la locura (los psicólogos hablan de lo teatral en la histeria) que piensa el subterfugio del espejo para poder mirar el misterio del ser que, nos lo dice Carmen, “es su propia desnudez inafrontable”. En una de sus cartas a los corintios, San Pablo manifiesta su preocupación ante esos subterfugios: Videmus nun per especulum in aenigmate.

Una obra teatral en la cual los personajes son las sombras de Pirandello y Artaud (me lo imagino con el delirante tocado de “Heliogábalo”), y de la guionista y el lector, cierra estos ensayos de Carmen Leñero. Enrique IV muere: el monarca ha cerrado sus párpados al fin y todas sus máscaras se inmovilizan... La commedia é finita.

En este ensayo útil y provocador, escrito con exacta prosa, la autora opone a la supermarioneta de Gordon Craig y a los realistas títeres del Joruri, la contracara del “caos” pirandelliano, la idea del hombre como rey expulsado y caído. Así resume estas inquietudes: “Pero esta noche quizá no quiere sino que todos olviden que es rey y lo vislumbren como una pesadilla, una figura solitaria y fantasmal grabada en las arrugas de una oblea: el rostro taciturno de la luna.” Esta inteligente observación se hermana con una obra de Ignacio Arriola: Réquiem por la luna, modelo de teatro sobre el teatro.

Regresemos al sueño de la mano de Calderón de la Barca: “que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son”.

Hugo Gutiérrez Vega
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Antesala
 

La última y nos vamos. Usted, lector(a) abnegada(o), que se ha tomado la molestia de seguir las disquisiciones que este antesalista torpemente aventuró a propósito de las Artes Gráficas y sus diversos oficios (los muchos que desaparecieron y los poquísimos que, hasta ahora, han sobrevivido), es probable que se alegre al saber que este es el último texto de la miniserie. Todos ­incluso éste­ fueron realizados al calor de la sala de redacción, el mismo día de cierre y en tiempo no mayor a tres horas. Agradezco a toda(o)s lo(a)s diseñadores, correctores de galeras, de estilo, redactores y editores que se comunicaron conmigo vía Internet, tanto para alentarme a continuar como para señalarme alguna tontería o platicarme de su caso específico.

Cuando el futuro nos alcance. Desearía al menos apuntar aquí algún escenario ideal para los próximos cinco o diez años. La índole de nuestro trabajo editorial se va volviendo cada día más sui generis. Recuerdo haber leído en alguna revista a principios de los años noventa ­cuando empezaron a surgir, junto con las computadoras personales, los trabajos que se podían realizar en la casa del (la) trabajador(a)­, los sinsabores que ya preveían los sindicatos norteamericanos ante esta nueva forma de explotación de la fuerza de trabajo que no podía ser controlada de manera tradicional. Ni empresarios ni sindicalistas pensaron en la mayor o menor comodidad y calidad de vida del empleado virtual (llamémoslo así a falta de otra nomenclatura). Nadie tomó en cuenta que el costo de la infraestructura de producción se había desplazado ahora al mismísimo trabajador (los freelancers adquirieron su propia computadora, compraron sus procesadores de palabras, pagaron su inscripción a internet y el derecho a tener su propio emilio, corrieron con los gastos de teléfono y luz, además del mantenimiento y, eventualmente, la renovación de programas, y hasta la adquisición de un nuevo modelo, más rápido y con mayor capacidad, de computadora). Todo esto, que debería correr (por lo menos en parte) a cargo de la o las compañías empleadoras, se suma en cambio a la plusvalía a cargo del trabajador. De hecho, un freelancer prácticamente paga por trabajar, no sólo a la Hacienda de su país, que bajo el régimen de pago por honorarios cobra el famoso iva más el impuesto sobre la renta más un porcentaje extra en tanto las percepciones vayan más arriba del salario mínimo, menos los deducibles, que la avaricia del Estado empresario hacen cada vez más reducidos. Además, las prestaciones y beneficios de los que relativamente gozan los empleados en nómina han desaparecido para el trabajador virtual: si éste quiere su seguro médico, tiene que pagarlo; si desea adquirir algún inmueble, deberá endeudarse sin la mediación de ningún organismo que lo ayude a la adquisición o renovación de un techo propio. Ni pensar en alguna ayuda para la colegiatura de sus hijo(a)s, ni en las facilidades de una guardería para los y las bebés. Pero hay que dar gracias a Dior de que se tiene un empleo, te dicen. Qué bueno que tenga usted mucho trabajo. Y los empleadores, cuya tasa de ganancias es cada vez más exorbitante, lo ven a uno como si le estuvieran haciendo el gran favor de explotarlo a todo lo que da.

El futuro ya llegó. Cierto, y a él debemos enfrentarnos de una manera adecuada y razonable para nosotros, los que no queremos seguir corrigiendo con dos lupas y lentes de botella hasta los noventa años o lo que el cuerpo aguante. Los dueños y empresarios se están viendo lentos: con su tercermundista idea de que sólo trabajan aquellos a quienes ven trabajar, todavía siguen manteniendo una infraestructura cara y obsoleta. En vez de ello, deberían montar pequeñas y cómodas oficinas sólo para coordinadores, e invertir con tiento y en beneficio propio (todas las compras y ayudas son o deberán ser deducibles de impuestos) ayudando a sus trabajadores virtuales con los costos de la infraestructura de producción, la cual prácticamente se paga con el primer trabajo importante que se realice. Además, debería pagarse mejor, puesto que la salud del sistema capitalista se encuentra en el equilibrio entre la oferta y la demanda, no en la excesiva explotación de unos cuantos que, sobretrabajados, no tienen ánimos para divertirse ni consumir; ni en una masa ingente de desempleados o subempleados a quienes se les niega la mínima dignidad de trabajar y ganarse la vida honradamente. La película inglesa The Full Monthy es una salida hilarante para una situación deshonrosa: hombres que deben exponerse al ridículo para sentirse, al menos por un rato, proveedores, en una sociedad que envía al matadero a sus mejores hijos. Por último, hago una llamada extensiva a todos los poseedores de algún oficio propio de la Galaxia Gutenberg para que busquemos nuevas e imaginativas formas de asociación, comunicación y resistencia para entrar en contacto los unos con
las otras y mantener nuestra independencia sin menoscabo de nuestro ingreso. Establezcamos nosotros también nuestros topes salariales, nuestros aumentos, nuestras prestaciones. Todo esto fueron conquistas cuyos sacrificios no podemos olvidar. Después de ser el sector más avanzado de la clase obrera, hemos pasado a ser el más desarticulado de los sindicatos de dueños de changarros y vochos. Nadie nos hace el favor de emplearnos. No somos cifras distantes, ni números insignificantes de estadísticas macro; somos la carne y la sangre de lo irremediablemente humano (en este caso, el lenguaje).

CarlosGarcía-Tort
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