En
el fondo, los años sesenta no se caracterizaron por un conflicto
ideológico o de clase. Se trataba más bien de una lucha generacional.
Los jóvenes de esa época, que entraban en grandes y crecientes
grupos a las universidades, que gozaban del boom económico
y de la hegemonía
de una clase media acomodada;
que tenían una cultura propia, que ingresaban al mercado consumiendo
sus propios productos culturales, empezaron a reivindicar un lugar más
importante en la sociedad. Así se expresaba el mensaje de aquella
generación: Estamos cansados de que la sociedad sea interpretada,
representada y conducida por el imaginario de una generación de
viejos, autoritarios, sabios y conservadores. Queremos que nuestra manera
de ver y vivir el mundo sea parte del tejido social, cultural y político.
El resultado fue una conquista importante: la aceptación de la juventud
como sector social con su propia identidad. Es preciso reconocer que el
copyright de este programa pertenece a los jóvenes de los
sesenta. Sin embargo, treinta años después, la herencia
de esa conquista es la creación del negocio de lo juvenil y la obsesión
generalizada de parecer jóvenes. ¿Adónde fue la energía
rebelde de los jóvenes de los sesenta?
Leo Longanesi decía
que una idea que no se establece es capaz de hacer la revolución.
El stablishment (aquella entidad misteriosa que dio a una izquierda
enfermiza la teoría general del complot) entendió muy bien
que el mundo juvenil y sus inquietudes necesitaban su lugar. Al fin
y al cabo esto podía
ser rentable, pues los lugares se pagan. Al entender que la juventud era
un segmento del mercado, se reconoció su plena identidad y la mercadotecnia
se encargó de fragmentar a la sociedad de consumo para reconocer
la existencia de los jóvenes. Se construyó la mística
de la espontaneidad y le dio sustento un aparato de consumo que la contradecía.
Desde un punto de vista económico era muy conveniente crear una
cultura juvenil independiente, sin contactos con la tradición, que
consumiera productos culturales completamente nuevos y, por ende, atractivos
para ser comprados. Ofreciendo a los jóvenes una cultura de masa
consumista en continua transformación, se logró que los objetos
culturales requeridos por los jóvenes se encontraran sólo
en los nuevos escaparates. El mercado transformó utopías,
sueños y trascendencias en productos (moda, música, entretenimiento,
deporte): Así, las energías de la imaginación juvenil
sirvieron para crear nuevos estilos y nuevas necesidades. Transformar una
idea en un mito fue la forma más fácil de reducir su carga
revolucionaria y de potenciar su rentabilidad: las playeras con la imagen
del Che Guevara en un desfile de moda son el ejemplo más evidente
de la estrategia consumista.
El resultado actual de la lucha de los sesenta indica que la cultura juvenil tiene su lugar por el simple hecho de que es un negocio. El mercado ha entendido al mundo juvenil mucho mejor que los análisis sociológicos, los programas educativos gubernamentales y las propuestas de las grandes agrupaciones sociales como los partidos y las iglesias. Además ha aprovechado plenamente los extremos del morbo por la originalidad que caracteriza a la adolescencia. Sin quererlo ni saberlo, los años sesenta enseñaron a los empresarios más ingeniosos y abiertos la categoría económica y mercadotécnica de la juventud. En el documental Gimme Shelter sobre los Rolling Stones, la figura del abogado de la banda es emblemática de esta actitud, pues se trata de un elegante y culto burgués ?a quien podemos imaginárnoslo en su lujoso departamento de Manhattan escuchando tranquilamente las Six cello suites de Bach ejecutadas por Pablo Casals? que trata de arreglar los problemas organizativos del concierto simplemente porque le dará dinero. ¿Qué ha permitido que las grandes energías de los movimientos contestatarios de los sesenta se transformaran en linfa nueva para la sociedad del consumo?
En los sesenta los sueños y las utopías eran colectivos, trataban de plasmarse en los experimentos un poco naïf de las comunas y no buscaban sólo la liberté y la egalité sino también la fraternité, es decir, la palabra que completaba la triada de la revolución francesa. Por otra parte, la división del mundo en dos bloques (el capitalista que buscaba la libertad y el socialista que quería la igualdad) se olvidó en el camino. Sin embargo, si en los sesenta la palabra nosotros estaba de moda, hoy ha sido sustituida por la palabra yo que es socialmente más controlable y económicamente más apta para el consumo. Es notable que esta época globalizada requiera de una sociedad sin valores colectivos importantes, una sociedad donde los jóvenes que necesitan reconocerse en la dimensión más amplia de un yo hipertrófico se junten en pandillas situadas a la orilla de la criminalidad o en sectas cercanas al fanatismo. Las nuevas generaciones tendrán que enfrentar un mundo mucho más complejo, un mundo intercomunicado por una tecnología aún elitista, un mundo donde los mismos conceptos de nacionalidad y de territorialidad serán obsoletos. ¿Con qué herramientas enfrentaremos esos cambios?
Una sociedad que se organiza
para enfrentar el futuro debería preparar a las nuevas generaciones
para interpretarlo. Si el futuro será, como parece, un melting
pot generalizado, la cultura necesaria para vivirlo debe ser una cultura
abierta, tolerante y humanística. No cabe la menor duda de que los
programas escolares van en la dirección contraria. La palabra mágica
para solucionar los problemas de la educación es especialización.
El concepto que está detrás de esta posición indica
que la escuela es simple y sencillamente una preparación para el
trabajo, un concepto pragmático e individualista que abre el camino
a la completa privatización del sistema educativo. Hay que acabar
con la mentira de que la
escuela es obsoleta para el mercado del trabajo. Es una mentira porque
siempre ha sido así. Nadie ha salido de su escuela o universidad
al mercado del trabajo aplicando automáticamente las nociones y
los procesos aprendidos en los libros. Los nuevos trabajos siempre han
nacido fuera de las escuelas. La escuela debería enseñar
a aprender. Si saliendo de un curso escolar somos capaces de enfrentar
lo desconocido y de organizar los instrumentos para conocerlo y dominarlo,
entonces la escuela habrá hecho su tarea. Además, siempre
será más difícil tener escuelas de especialización
técnica dada la velocidad de los cambios tecnológicos, que
hacen muy rápidamente obsoletas las nociones escolares.
Una educación siempre menos humanística, siempre más técnica y especializada, no nos dará los instrumentos para vivir e interpretar la complejidad del mundo que tenemos, ni en el nivel del trabajo, ni en el social. El mundo siempre más abierto y la educación siempre más especializada no van muy de acuerdo. Es un hecho que la educación y la vida se alejan la una de la otra. Pero no por ser la escuela poco especializada, sino por todo lo contrario. Si así están las cosas, ¿quién nos dará valores colectivos que nos eduquen en la tolerancia y en la curiosidad por la otredad? ¿Acaso lo hará el mercado del consumo? No es fácil creerlo, porque ante un horizonte de valores colectivos más sólido, el consumo difícilmente podría llenar las vidas en la misma forma y con la misma amplitud. Tal vez la fuerza de la sociedad de consumo dependa de su capacidad de aniquilar horizontes comunes ofreciendo a cambio objetos materiales y culturales para sentirse alivianado. ¿Y quién no quiere ser alivianado cuando es joven?