Ojarasca septiembre 2000


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  En los hechos, las condiciones de vida material y política de los pueblos indios siguen siendo un escándalo internacional. Una y otra vez los indígenas (tanto los acogidos al oficialismo como los que no) han sido traicionados por el régimen, aunque nunca de manera tan palmaria como durante el zedillato. A despecho de su sobreestimada hazaña de abrir paso a la transición democrática, el gobierno de Ernesto Zedillo (o el gran derrumbe) se llevará clavada la incurable espina de Chiapas en el corazón. Seis años no bastaron para atender civilizadamente el reclamo social más legítimo y elocuente de la historia mexicana moderna, ese que los indígenas del sureste han mantenido durante los que pronto serán siete años en el rincón menos olvidable de la patria. ¿Puede haber un más extraño enemigo que un Estado contrainsurgente, manipulador y guerrerista como el que está que se va pero no se ha ido? Y cuando por fin lo haga ¿quedarán intactas sus maquinarias de militarización, paramilitarización, despojo y coptación humillante? ¿Al fin habrá democracia y justicia, o una vez más su burla?
  Se va el Partido de Estado, pero el neoliberalismo que se queda, rejuvenecido y rampante, tiende a disfrazar su ignorancia con demagogia desarrollista para los pueblos indios. No mucho más que eso parece la oferta del gobierno entrante. El indigenismo intenta salir de la tumba para vender su barniz, que hace años dejó de dar color.
  La necesidad de diálogo y negociación es apremiante. Existen unos acuerdos sin cumplir. Poquiteados por algunos, o hipetrofiados por otros como "amenaza a la soberanía nacional", los Acuerdos de San Andrés son lo que hay firmado, y consensado a nivel nacional entre la población directamente interesada. Representan un punto de partida, el pájaro que se tiene en la mano de los cientos volando en el discurso y las promesas del Estado. En torno a la exigencia de este "primer" cumplimiento se reúnen, en distintos grados de articulación, las organizaciones y los grupos comunitarios que constituyen mayormente el movimiento indígena nacional en sus distintas expresiones regionales. Es un proceso inacabado, en continua transformación, madurando con vitalidad y dignidad sin paralelo en el de por sí agitado y cambiante escenario social de México.
  Las zanahorias del poder ya empiezan a agitarse como badajos que a misa llamaran. Parecen nuevas, las zanahorias, pero el movimiento indígena independiente, por encima de sus contradicciones, está más allá de eso. No espera paternalismos, aspirinas pronasoleras, procampos y progresas, y menos aún filantropías neoporfirianas en la buena onda. Estos pueblos están en su hora; para ellos, democracia significa autodeterminación, no cuotas de representación. Dadas la densidad y la dimensión de los pueblos, no existen posibilidades de que la nación se transforme en serio si no empieza por dar su lugar a los indígenas. Son nuestro pasaporte al futuro, aunque a los neos les provoque retortijones aceptarlo.
  Mientras tanto, la agresión contra los pueblos viene de diversos frentes. Todavía hay selvas y tradiciones que arrebatarles. Queda tanto negocio por hacer con sus tierras y sus derechos. Tan sólo en Chiapas, y en lo que transcurre el año de Hidalgo del alborismo-zedillismo, las fuerzas militares del gobierno ocupan el territorio de los pueblos, y las empresas internacionales se aprestan a culminar el último saqueo de recursos. Los desplazados por la violencia paramilitar siguen aumentando, y con ellos la rabia y el dolor, sí, pero también la determinación de resistir. La palabra empeñada en los Acuerdos de San Andrés, al incumplirse, ha sido la vergüenza de un poder que no supo merecer al pueblo que gobierna. Se supone que el país ya cambió, pero en tierra de indios a nadie le consta.

umbral

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