La Jornada Semanal, 17 de septiembre del 2000   


 

BAZAR DE ASOMBROS

Fogones, turco, Sor Juana y los antes de antes

Don Bernardo de Balbuena, abad en Jamaica, prebendado en México, obispo en Puerto Rico, fue celebrado por Lope de Vega en el ÒLaurel de ApoloÓ de esta manera: Òque nunca Puerto Rico fue tan ricoÓ como en el momento en el cual la presencia de don Bernardo lo enriqueció. Lope recordaba el poema épico escrito por el joven Bernardo y la descripción minuciosa y entusiasta de la capital de la Nueva España (ÒDe la famosa Méjico el asiento...Ó) hecha por un Bernardo ya maduro. Los piratas holandeses, patrocinados subrepticiamente por los pillos monarcas de la Casa de Orange, burlaron las murallas del Morro y se instalaron por casi veinte años en San Juan Bautista de Borinquen. Cuando las tropas españolas lograron desalojarlos, en venganza incendiaron la ciudad y dieron a las llamas la valiosa biblioteca del obispo Balbuena quien nunca se repuso de la pérdida y murió al poco tiempo.

    En su Grandeza mexicana hay una sabrosa lista de comidas, dulces y, sobre todo, frutas que el poeta debe haber visto como salidas de la tierra de promisión. Dedica su entusiasmo mayor al chicozapote. Níspero le dicen en el Caribe y chicu en Pakistán. Sin duda llegó a tan remotas tierras (Trebisonda, Catay...) en el Galeón de Filipinas, primer enviado y agente del rudimentario comercio exterior del Virreinato. Me figuro al rozagante prebendado don Bernardo abriendo un chicozapote en su punto y trasegando, con todas las papilas gustativas en estado de emergencia, la carne rojiza y con tonos oscuros del milagroso fruto de los trópicos. Así lo consigna en su Grandeza: Òporque un chicozapote a la persona del mismo Rey le puede ser empresentado, como el fruto mejor que cría Pomona...Ó

    América, sus tierras sin fin, sus desiertos, montañas, valles selvas, litorales, volcanes, nieves eternas y calores húmedos, deslumbraron a los europeos. Todo para ellos era nuevo, Ònunca vistoÓ y las ciudades de los grandes imperios indígenas mezclaban, ante sus ojos asombrados, arquitecturas chinas, canales venecianos y pirámides egipcias con algo totalmente nuevo, digamos extraterrestre de acuerdo con los cerrados y dogmáticos esquemas eurocentristas. Bernal Díaz del Castillo, cronista de cronistas, se alela frente al banquete del Tlatoani, viendo pasar platos de oro con guisos y salsas de colores inusitados, frutos azules o negros, pescados que en la mañana todavía nadaban en las aguas del Golfo; insectos y gusanos, patos y chichicuilotes texcocanos; toda clase de bledos, puchas y mazamorras, tortillas de maíz infladas por el exacto fuego del comal, copas de pulque; el chocolate espumoso endulzado con miel de hormigas, el tubo de oro que contenía el tabaco picado, los ÒhonguillosÓ que adormecían y daban placer al espíritu... en fin, su admiración era parecida a la de Marco Polo ante el banquete del Gran Khan en Beijing. De ambas fiestas de los sentidos, los europeos sacaron futuros platos. Piense el lector en los tallarines de Catay y en los jitomates de Tenochtitlan. Bien mezclados formaron un suculento plato napolitano.

    Los pequeños y sápidos patos de Texcoco me recordaron una receta rescatada por Salvador Novo: Pato al lodo. Suena extraña, pero es deliciosa y en esto consiste: limpie muy bien un par de patos texcocanos (la pechuga es pequeña y no tiene tanta grasa como la exhibida por sus pechugones primos canadienses), rellénelos de yerbas de olor (las que quiera) y, sin desplumarlos, cúbralos de lodo (de preferencia del poco que queda en el difunto lago) y métalos por dos horas y media al horno de una panadería anticuada, bien dispuesta al experimento y sanamente heterodoxa. De un solo golpe de martillo se partirá el lodo, las plumas se quedarán pegadas en él y aparecerán los patitos prodigiosamente horneados en su propio jugo y aromatizados hasta tal punto que no conviene pensar ni en salsas y mucho menos en pan o tortillas. La naturalidad absoluta (parecida a la del malagueño pescado a la sal) es el mejor adorno de esta sorpresa olfativa y gustativa.

    De todo esto habló el locuaz bazarista en el Claustro de Sor Juana para presentar, al lado de Cristina Barros, notable especialista en artes culinarias, el hermoso libro titulado La cocina de Sor Juana, escrito por Mónica Lavín con erudita y bien condimentada prosa. Las recetas, atribuidas a la madre soltera de nuestra poesía, fueron trasladadas al español actual por Ana Benítez Muro quien batalló con éxito notable en los campos de los pesos, medidas, pizcas, pulgaradas, pellizcos y hervores. Clío es el editor de esta belleza incluida en su colección de cocina virreinal novohispana.

    ¿Andaba Sor Juana metida en el fogón, como Santa Teresa en las cocinas de sus fundaciones? ¿Se limitó a transcribir el recetario del Convento de las Jerónimas? No lo sabemos a ciencia cierta, pero tengo para mí que la receta del ÒturcoÓ, con sus caprichos formales y sus colores barrocos, debe haber nacido en la mente, el corazón y las manos de esa autora de Òsilogismos de coloresÓ y de Òresguardos inútiles para el hadoÓ, pues la mezcla de carnes molidas, piñones, acitrones, aceitunas y alcaparrones, metida en la sutil funda de esponjada pasta de maíz cacahuazintle, forma una décima de sílabas exactas y de rimas novedosas.

    El libro contiene treinta y seis recetas. Veintiséis son de dulce y diez de platos fuertes (algunos agridulces como una torta de arroz alegrada con piñones, alcaparrones de estirpe murciana y espolvoreada con azúcar acaramelada). Gracias a Ana Benítez Muro estas recetas pueden hacerse en nuestros tiempos, con la ayuda de las nuevas tecnologías culinarias y de los novedosos sistemas para hornear y controlar los fuegos.

    Los grandes estudiosos (as), tanto profesionales como aficionadas (os), de nuestra cocina: Alfonso Reyes, autor de una teoría del mole escrita en la más hermosa de las prosas, pero acusada de ser demasiado teórica por la gente del fogón; Salvador Novo, escritor, inventor e innovador (su huachinango relleno de nopales y la sopa de flor de calabaza son las columnas de su gloria fogonera); Lupita Pérez San Vicente, especializada en dulzores conventuales; Diana Kennedy, maestra mayor de la cocina mexicana; don Artemio del Valle Arizpe, cronista de banquetes y bacanales gastronómicas, y don Agustín Aragón Leyva, rodeado de sus flores comestibles, sin duda aprobarán este esfuerzo editorial tan importante como el de los recetarios de cocinas regionales recopilados por los (as) activos (as) investigadoras (es) de culturas populares (mi felicitación a Cristina Barros).

    Predominan, decía, los sabores dulces por tratarse de recetas conventuales. En los monasterios virreinales las monjas, industriosas e imaginativas artistas, preparaban huevos reales, mazapanes, antes de nuez, mamey o piña, suspiros de monja (en Jalisco, esos delicados dulces glorificados por la vainilla y la canela ­Papantla y el galeón sean loados­ llevaban el curioso nombre de Òpeditos de monjaÓ) y otras delicias que se derretían en la boca y tenían una clara estirpe arábigo-andaluza, para los gordos obispos y los canónigos regalones y siesteros. Cuenta Moreno Villa, poeta y dibujante malagueño, huésped de la Residencia de Estudiantes y exiliado de pro, que, una tarde apacible, tentado por los escaparates de una dulcería de Celaya, entró al local y se puso a comprar toda clase de golosinas. Con las manos llenas de cucuruchos de papel de estraza empezó a comer los delicados productos del ingenio celayense. A los pocos minutos se sentó en una banca de la Plaza de Armas y se dedicó a comer y a llorar, pues esos sabores lo regresaron a su infancia malagueña y a la casa de las tías solteras que endulzaron la primera parte de su vida.

Hugo Gutiérrez Vega
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Antesala

 

Cuando asistí por primera vez al Consejo de Ministros de Cultura en 1993 (É) se decía que cuando volviera a haber crecimiento económico podríamos hablar de nuevo de proyectos culturales. Por mi parte dije que era precisamente cuando la economía está estancada, cuando no puedes crear empleo al viejo estilo, cuando las personas están afectadas por el racismo, entonces, es cuando hay que intervenir en cultura, porque ello significa invertir en tolerancia, invertir en diversidad, invertir en creatividad e imaginación. Michel D. Higgins, Ministro de Cultura inglés, 1995, citado por Néstor García Canclini  

¿A quién pagarle los derechos de la Capilla Sixtina, al papa Julio II o a Miguel Ángel? Si usted, juicioso(a) lector(a) ya encarrerada(o) con esto de las ÒconsultasÓ, opta por el primer caso, es decir, pagar al productor empresarial o inversionista, estaría usted de acuerdo con la legislación estadunidense (por cierto, en este caso está el himno nacional mexicano, que un vivales registró a su nombre en Estados Unidos y probablemente ­mientras se aclara esta aberración­ se deba pedir permiso y pagarle una lana ¡por interpretar nuestro himno nacional en territorio gringo!); si usted opta por la segunda posibilidad estará a favor del sistema de origen francés, que reconoce la autoría al creador intelectual. Este problema, que es apenas uno de los que están a discusión a nivel internacional, no sólo por los derechos intelectuales sino por la apropiación de los productos culturales de las minorías étnicas por parte de las grandes cadenas transnacionales de la cultura, se encuentra agazapado detrás de la inocente ÒconsultaÓ sobre la función y el destino de nuestras dependencias gubernamentales de la cultura. (Si el/la lector/a desea enterarse con mayor precisión y conocimiento de causa del problema global, consulte usted el excelente artículo ÒLegislar la cultura. Siete razones válidasÓ de Néstor García Canclini que apareció en El Ángel, suplemento cultural de Reforma, el pasado domingo 10, y del cual he sacado ­¿saqueado?­ tanto el largo epígrafe como los anteriores ejemplos de derechos de autor y autoría intelectual.)

Cambiarse o no de país. A estas alturas del partido, la discusión sobre la administración de la cultura por parte de la iniciativa privada o el Estado pertenece al milenio pasado. Los bienes culturales ­de los cuales nuestro país posee para usar y regalar­, así como su control y defensa frente a las potencialidades de los nuevos instrumentos digitales, deben ser una cuestión de interés nacional que tendría que discutirse seriamente. En tal discusión deberían participar tanto el Estado como la ip nacional y nacionalista (si es que alguna vez ha habido una figura como ésta) como los creadores intelectuales. Estamos hablando aquí de cultura en el concepto más amplio, donde se incluye a los medios de comunicación, las industrias editorial, musical y cinematográfica, y un largo y virtual etecé. Respecto de las empresas culturales del Estado es absurdo preguntar si se ha oído hablar o no de alguna de ellas (es como hacer una consulta nacional donde se pregunte cuál es la opinión que le merece al/a la ciudadana/o la revista Letras Libres, el suplemento La Jornada Semanal o Tierra adentro y se les aplique las mismas opciones de respuesta: ÒNo, pos ni sabía que existían, ¿no?Ó), o hacer todavía más tendenciosa la ÒconsultaÓ al incluir sus presupuestos anuales particulares, siendo que casi todas ellas en realidad dependen del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, el cual aparece discretamente cubierto por su presupuesto desglosado. Además, ¿sabía usted que las ganancias que obtiene cada uno de estos organismos culturales no retornan al propio instituto sino que van a dar al estómago omnívoro de la Tesorería? Si alguno de ellos lograra estar en números negros, nunca lo sabríamos. (Yo entré a trabajar como jefe de redacción al Instituto de Antropología e Historia en 1975. El equipo del que formaba parte, y que encabezaba Jaime Bali, pretendía trabajar seriamente. Intentamos y logramos hacer más amplia la divulgación de las diversas áreas del inah para el servicio público: se impulsó la creación de las miniguías de los bienes arqueológicos de cada estado y cómo llegar a ellos; se echó a andar la librería en el aeropuerto; se separaron los criterios en cuanto a libros de difusión y cuadernos de trabajo; se editó una nueva época del Boletín del inah, etecé. Quizás en el área editorial logramos estar a mano en gastos y ganancias. Misterio. Sin embargo, no en balde Jaime es ahora un alto directivo de México desconocido. ÒCusterÓ, como le decíamos, es un tipo raro pero lleno de ideas y de energía para llevarlas a cabo. La revista Arqueología Mexicana ­que no existiría sin su ambición de hacer bien las cosas­ es el mejor ejemplo de que la ip y una empresa cultural del Estado pueden engendrar un producto de alta calidad y, a la vez, volverlo accesible para el gran público.) Así pues, el problema del inah no se encuentra en la materia de su trabajo, sino en que el sindicato de trabajadores intelectuales y manuales, mas no proletarios, confunda una política de izquierda enfrentada a un patrón que es una entelequia llamada Estado nacional, que en el fondo somos todos los que pagamos impuestos. Tanto el inah como su sindicato deben plantearse, más allá de sus mezquinos intereses divergentes, la verdadera naturaleza que tendrá que adquirir una empresa cultural en la cual colaboren por igual el gobierno en turno y la ip que Dior nos dio. Los trabajadores y la empresa deberán contemplar la posibilidad real de que se realicen gran parte de las labores en la casa de cada quien y que se les pague justamente. El problema de la burocracia no es un problema de clases, es un problema de ineficiencia y horas-nalga de ambas partes: los verdugos y las víctimas están igualmente atrapados por sus debilidades. Las fuerzas deben ser equivalentes para que se vigilen unos a otros y se cumplan las nuevas tareas que tendrán que afrontarse. El instituto vigila al sindicato que vigila a la ip y todos son cuidados por la opinión del público contribuyente, a quien va dirigida toda la actividad. ¿Por qué no podemos actuar en un nivel de responsabilidad mayor, pensando en el bien de la nación de la que formamos parte todos? (Continuará.)
 
 

CarlosGarcía-Tort
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