La Jornada Semanal, 17 de septiembre del 2000   
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Una generación que desperdició a sus poetas
Jorge Bustamante García
 

Roman Jakobson (1896-1982), gran explorador de la ciencia del lenguaje, insigne lingüista, semiótico iluminado, estudioso de la literatura y de las vanguardias artísticas, fue al mismo tiempo y paradójicamente un hombre de pensamiento y un poeta mediocre. Tuvo el privilegio de ser amigo y confidente de los más importantes artistas rusos de las primeras décadas del siglo xx y participó con ellos en los osados experimentos de futuristas, cubofuturistas y estructuralistas. Conoció temprano a Malevich y Filonov y a los jóvenes poetas que luego constituirían el siglo de plata de la poesía rusa: Maiakovski, Jlébnikov, Ajmátova, Mandelstam, Tsvietáieva, Blok, Pasternak y un largo etcétera. Afortunadamente Jakobson no insistió en emular a sus amigos poetas y pronto desistió de escribir poesía, para dedicarse de tiempo completo a estudiar los fenómenos literarios, actividad que lo llevó luego a los ámbitos del formalismo y el estructuralismo rusos y a fundar círculos lingüísticos, como el de Praga, centro de la lingüística estructural moderna.

    Testigo de su tiempo, su cercanía con los poetas no le sirvió para escribir buenos poemas, sino excelentes monografías y ensayos sobre la obra y la vida de toda una generación. De esa índole excepcional es el ensayo De una generación que desperdició a sus poetas, escrito por Jakobson tras la muerte de su querido amigo Vladimir Maiakovski, el exaltado y genial poeta de la revolución rusa. Al analizar la obra de Maiakovski, sus imágenes, la estructura de su poesía, Jakobson lanza paralelamente sabios juicios sobre la obra de otros poetas como Blok, Jlébnikov, Esenin, Mandelstam y Gumiliov, y asegura que “la poesía rusa moderna se define en gran parte con esos nombres”. Jakobson no elude nunca el destino trágico de estos creadores, que estuvieron siempre asediados por los desmanes y miserias de su tiempo, de un tiempo y una sociedad y un país que “desperdició” a sus artistas de la manera más grosera y rústica. Dice Jakobson: “Gumiliov fue fusilado; después de una prolongada agonía mental y con gran dolor, murió Blok; en medio de privaciones crueles y bajo circunstancias de sufrimiento inhumano, murió Jlébnikov; después de planes cuidadosos, Esenin y Maiakovski se suicidaron. Y así fue que durante el tercer decenio de este siglo quienes habían inspirado a una generación perecieron entre los treinta y los cuarenta años de edad; todos ellos compartían un sentido tan vívido y sostenido de la fatalidad que este sentimiento se volvió insoportable.”

    A lo largo de su ensayo Jakobson intenta dilucidar, desde varios ángulos, la razón por la cual la estructura de la poesía de Maiakovski es profundamente original y revolucionaria, sin antecedentes en el verso ruso anterior. Esto, que parece exagerado, no deja de tener sus porciones de verdad. Pero es algo que puede aplicarse por igual, e incluso de manera más decisiva, a compañeros de generación de Maiakovski que construyeron una obra más radical, extraña e insular, como Velemir Jlébnikov, Osip Mandelstam y Boris Pasternak. Indudablemente la poesía de Maiakovski fue un soplo fresco e innovador que dejó huella profunda no sólo en la poesía rusa moderna, sino en la de muchos otros países, pero sus apremiantes cantos al futuro se estrellaron sin remedio contra un presente sin salida: “¡Mamá!/ Dile a mis hermanas, Liuda y Olia,/ Que no hay salida”, escribió el poeta en uno de sus últimos poemas. Y es que, como bien sugiere Jakobson, cuando se ha matado a los cantantes y sus canciones han sido arrastradas a los museos y clavadas en la pared del pasado, la generación que representan queda aún más desolada, huérfana y perdida, empobrecida en el sentido más real de la palabra.

    Estas reflexiones en torno a De una generación que desperdició a sus poetas y otras disquisiciones sobre Pushkin, Yeats y Hölderlin, las puede encontrar el lector curioso en el volumen Arte verbal, signo verbal, tiempo verbal de Ramón Jakobson, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 1992 y traducido con tino y limpieza por Mónica Mansour •