La Jornada Semanal, 24 de septiembre del 2000
 
Augusto Isla
el estado de las cosas
Rencores vivos

 

Augusto Isla hace aquí el análisis crítico de la cultura católica, expone sus puntos de vista sobre intelectuales de la derecha como Maritain, Mounier y Domenach y recuerda el martirio de Jean Danielou. Por otra parte, estudia la obra de Lucas Alamán y la considera el producto de una "excepcional inteligencia católica", y rinde homenaje a Sor Juana, a Morelos y a los religiosos y religiosas que llevan "su pulsión amorosa y solidaria más allá de las gesticulaciones de los jerarcas y las necedades de activistas energúmenos". Augusto Isla opone al fundamentalismo desatado una cultura democrática tolerante y laica, pues, en nuestro momento histórico, sólo el Estado laico puede garantizar las libertades y el respeto a la persona humana.

Durante años, con cierta ingenuidad, creí que los intelectuales católicos tenían algo interesante que decirle al México contemporáneo. Jacques Maritain, Emmanuel Mounier y Jean-Marie Domenach me atraían. Todo en ellos parece razonable mientras discurren sobre la dignidad de la persona, la libertad, la tolerancia. Sin embargo, salvo Domenach, sensible a lo trágico, los demás, al descender de ese cielo sereno donde la metafísica los protege, no saben cómo tratar a la humanidad encarnada aquí y allá, la que sufre la opresión y la injusticia, la que vive la turbulencia diaria de la polis.

Particularmente, en Maritain advertí un enorme esfuerzo por mantenerse en el plano del ideal puro. Su noción de democracia es sólo un destello de claridad estéril. Asido a la verdad única, su discurso se niega a abrazar la historia diversa y múltiple para no ser arrollado por la relatividad. Su distinción entre la inspiración cristiana derivada de la verdad revelada y aquella otra que constituye el fermento de la vida social, del cual procede el ideal democrático, no deja de ser artificiosa. Pues ¿cómo diferenciar ambos aspectos estando de por medio el poder eclesiástico, ese voraz quererlo todo, ese absolutismo que lo corroe? ¿Cómo sobrepasar las relatividades que son la sustancia, por así decirlo, del régimen democrático? ¿Cómo avanzar hacia la excelsitud democrática en una tierra calcinada por la explotación y por la pobreza?

Del mismo modo, como ramas secas de ese árbol metafísico, las organizaciones políticas católicas no saben cómo concretar sus paradigmas éticos: nociones como "bien común" o "economía humana" son retórica vacua. ¿Ineptitud para la acción, simulaciones oratorias, conservadurismo? Algo pude entrever respirando el aire enrarecido de ese descomunal féretro que es el Vaticano. Varias tardes me senté largamente en el patio de la Piña, espacio rectangular que forman el museo Chiaramonti, el Brazo Nuevo, la galería de la biblioteca y la exedra de Pirro Ligario. Eran sofocantes el calor y la humana perfección de aquellos trazos. Pensé entonces, como ahora, que de esas radiantes huellas de vanidad y talento no puede emerger novedad alguna, ni mensajes salvadores, así sea que quien mande allí provenga de un mundo humillado por los extremos de la modernidad desquiciada: el delirio nazi y el terror estalinista.

Un ocupante de esos ámbitos palaciegos sólo aspira a conservar el poder que se la ha conferido. Ostentarse como príncipe de los pobres es una ilusión que desvanecen las sedas, las gemas preciosas que adornan su cráneo perecedero, los mármoles que pisa, la ansiedad de llenar las arcas vaticanas. Inclinarse sobre los pobres, como el fraile pintado por José Clemente Orozco, sin tocar la esencia de lo que los oprime, es un escarnio. De Rerum novarum a Laborem excercens –confieso que ahí, exhausto, me detuve– la doctrina social de la Iglesia católica ha rendido culto al capital, no sin pedirle caridad, no sin quejarse de su rigidez. Cierto es que, tímidamente, Juan XXIII le abrió su corazón al mundo, como cierto también que Juan Pablo II, febril, enamorado de la noche, lo ha cerrado labrando a su pesar un desenlace tan patético como el Jean Danielou, importante figura eclesiástica, muerto hace unos años en un lupanar sin nombre. El Papa polaco no deja de sorprendernos con sus vacilaciones: ayer pidió perdón a las víctimas del Holocausto, hoy intenta beatificar a Pío IX, rabioso antisemita; ayer se acercó a otras religiones en diálogo aparentemente fraternal; hoy reafirma que su Iglesia es "la única verdadera". La sempiterna institución nunca dejará de ser lo que ha sido: avasalladora y prepotente.

El conservadurismo católico no es el viejo conservadurismo político a lo Joseph de Maistre. Éste yace como un buque abandonado en el fondo del mar. El dominio burgués devastó las nostalgias de un universo social aristocrático y jerárquico. A nadie le extraña entonces que la Iglesia haya adoptado el liberalismo político y económico y hecho suya de dientes para afuera la democracia. Pero, particularmente en los últimos veinte años, no ha dejado de poner el acento en la pérdida de valores que anidan en la religión y en la familia. Sobre los modos de la reproducción humana, sobre la sexualidad, sobre todo lo que tiene que ver con el cuerpo, descarga sus furias, ciega al progreso intelectual y moral de la sociedad, a eso que François Chatelet llamaba el proceso de racionalización de la vida humana. La Iglesia constituye la fuerza social más inconsecuente con el espíritu democrático: es la derecha en el tablero político; la negación misma de la pluralidad. No resiste la tentación de imponer sus dogmas a todos, de convertir sus obsesiones en políticas de Estado. No sabe convivir: dicta órdenes. No discute: vocifera, da rienda suelta a su histeria vitalista, como si la vida sólo fuera una noción biológica y no ética. No inspira: aniquila la conciencia y mantiene a las almas sencillas en un estado de ineptitud moral.

A propósito del aborto, pienso en Ivone Gebara, una monja brasileña que trabajaba hace años en Recife con prostitutas y mujeres pobres. Me conmovía que, amando tanto la vida, defendiera el aborto. Le horrorizaba: es, en efecto, una tragedia. Pero al mismo tiempo, sobreponiéndose a ella, se preguntaba si en situaciones límite la mujer no tiene derecho a decidir qué vida salva. Se trata, en efecto, de hurgar en esos rincones delicados de la responsabilidad de un ser humano sobre la suerte de otro ser humano y, eventualmente, de la trágica aceptación de no poder brindarle un ápice de dicha. Por pensar trágicamente, por ir más allá de dudosos alegatos teológico-morales, la monja fue perseguida. Y es que el fundamentalismo católico no ceja en su empeño de estropear el proceso de humanización, para decirlo con María Zambrano. La suavización de las penas, la ampliación de las causales o la despenalización del aborto forman parte de ese proceso que, en naciones católicas más avanzadas que la nuestra, va ganando la batalla. Muestran, en efecto, las diferentes opciones de un Estado laico que, por una parte, reconoce la libertad reproductiva de la mujer y, por otra, atiende graves problemas de salud pública.

En la condena dogmática del aborto –por citar un asunto del día–, sospecho que esplende aquel odio a la mujer que perpetúa la misógina visión pauliana acerca de la figura femenina. Si en lo relativo al aborto aniquila su libertad, en otros aspectos no ha dejado de hostilizarla, perseguirla, masacrarla. La historia de la brujería es una historia de hoguera, tortura, ignominia. No puedo menos que reconocer que La bruja, ese libro maravilloso escrito por Jules Michelet en 1852, es un "libro de combate", como lo llamó Robert Mandrou, en el que aquel genio de la historiografía abordó el tema de la mujer curandera. "El único médico del pueblo, por espacio de mil años, no fue sino la hechicera", escribió Michelet. Las mujeres descubrían las virtudes de las plantas, curaban, aliviaban el dolor de los pobres; eran por ello rivales del sacerdote y aliadas de Satanás. "Desde el tiempo de la desesperación […] profunda que trajo el mundo de la Iglesia [...] la hechicería es un crimen."

El pueblo bendecía a la hechicera: era la bella donna –de allí viene el nombre de su planta predilecta, la belladona–, pero el poder eclesiástico la deshonró, la maldijo, la sacrificó. Así retribuyó a la mujer esa labor de socorro y de piedad verdadera, una de las nobles tareas que las mujeres han desempeñado en la historia. ¡Qué paradoja! Quienes fueron sus verdugos, hoy se ostentan como defensores de los derechos humanos, como paladines de las causas indígenas. ¿Señales de arrepentimiento o de una nefasta postración de nuestro pueblo que atraviesa los siglos sin poder ser, él mismo, dueño de sus pasos?

Más que el amor a la vida, mueven a la derecha católica sus aversiones, su misoginia, su homofobia. Sus activistas husmean el cuerpo de la mujer, sabotean la lucha contra el sida que ha de basarse en información, educación, prevención; callan, en cambio, ante la masacre de cientos de muchachas en Ciudad Juárez. Entre nosotros la ignorancia, la charlatanería, la injuria, entonan el discurso de una burocracia eclesiástica que, con los brazos laicos de sus abominaciones, no deja de proclamar sus "verdades" a la intemperie, en todos los medios de comunicación, hoy abiertos mórbidamente a su impertinente locuacidad. Después de un largo silencio, de murmullos en los espacios sombríos de la sacristía o de la casa arzobispal, los bocones contaminan el aire nacional.

Más ensoberbecidos que nunca por el triunfo de sus correligionarios, en nada contribuyen a la convivencia democrática. ¿Ha contagiado ya su fundamentalismo a esa fuerza política, aliada suya, que se ha encaramado en la Presidencia de la República? El Partido Acción Nacional devasta sus prestigios como principal opositor de un régimen decrépito proponiendo la "cesión inteligente de soberanía", poniéndose al servicio de la nueva barbarie capitalista, censurando a diestra y siniestra las expresiones de una cultura laica. Pero bien visto, ¿dicha fuerza es democrática? "Presentarse bajo vestiduras cuyos pliegues democráticos flameen al viento", como diría Robert Michels, no le da un carácter democrático. El propio Michels observó que los aristócratas bajaron a la arena política con gestos democráticos, es decir, valiéndose de principios que despreciaban "en el fondo de su corazón". Curiosamente, a los panistas no los llevó al triunfo la aceptación mayoritaria del ideal del bien común, noción equívoca que ha legitimado su pretensión de poder, sino la ensordecedora apelación a un cambio urgido por los vicios del régimen. Encantada, la mayoría ciudadana convirtió en portadores de la esperanza nacional a quienes se anticiparon al neoliberalismo.

Pero cuando uno comienza a detestar todas esas emanaciones podridas de catolicismo, no puede olvidar lo que al país han dado sus heterodoxos: la monja jerónima y sus fulgores intelectuales, el cura Morelos y sus Sentimientos de la Nación; tampoco es posible no reconocer la silenciosa labor de miles de párrocos y monjas que atienden dispensarios, orfanatorios, centros asistenciales que llenan esos vacíos que deja un cuerpo social desobligado. Con sus deformaciones si se quiere, la pulsión amorosa y solidaria está más allá de las gesticulaciones de los jerarcas y las necedades de activistas energúmenos.

El siglo xix le regaló a México una excepcional inteligencia católica: Lucas Alamán. Nuestro tiempo será recordado, en cambio, por su parvulez. A no ser que consideremos lúcidas las contorsiones de Carlos Castillo Peraza profetizando la catástrofe ecológica por el uso del condón y el advenimiento del fascismo debido a las recientes enmiendas al Código Penal del Distrito Federal en lo concerniente al aborto. El refinado autor de El ogro antropófago cedió el paso al político irritable, al periodista tortuoso e inepto para debatir las cosas de la vida pública.

De esta suerte, los católicos, que hoy en día estrenan posiciones políticas ventajosas –tal vez confundiendo el voto que les dio la mayoría para ocupar la Presidencia de la República con un triunfo de su ideario–, empiezan a labrar su ruina con sus intemperancias y atropellos. Otros grupos cristianos, cuyo comportamiento merece una consideración aparte, les ganarán la batalla. Pero, sobre todo, muy a su pesar, una cultura democrática tolerante y laica los excluirá de los asuntos terrenales. Las nuevas generaciones les darán la espalda cuando no encuentren en ellos ni consuelo a sus aflicciones morales ni respuestas para comprender su mundo. ¿O encontrarán todo esto en sus jerarcas violentos, en sus grotescos políticos pragmáticos, en sus intelectuales resentidos? La inopia intelectual y moral destruye todo fermento de nobleza y sensibilidad ante la crueldad y el sufrimiento; sólo produce rencores vivos, eso que definía a Pedro Páramo a los ojos de Juan Rulfo.