La Jornada Semanal, 24 de septiembre del 2000
 
 
Claudia Gómez Haro
Los rostros de los vivos
 
"Arturo se sirve de la iconografía cristiana y sus símbolos para llegar a sus conclusiones sobre la contemporaneidad", nos dice Claudia Gómez Haro en esta reseña de "Los rostros de los vivos", la exposición de Arturo Rivera que actualmente se exhibe en Bellas Artes. Conocedora profunda de la obra de este notable pintor hiperrealista mexicano, Gómez Haro hace aquí no sólo el recuento de cuadros, técnicas, temas y motivaciones, sino un inteligente y entusiasta elogio de un artista propositivo y complejo.

 

Cualquier comentario que se haga sobre creador alguno resulta siempre difícil; tratar de decir algo de cierta profundidad sobre la obra de Arturo Rivera puede parecer particularmente complejo, ya que si bien hay grandes obras en las que se representa la totalidad del ser, hay otras en las cuales parece abrirse el abismo de lo creado; obras que pertenecen a otro orden. De este género es el trabajo de Arturo Rivera.

La exposición "Los rostros de los vivos", recién inaugurada en el Palacio de Bellas Artes y que permanecerá hasta el nueve de octubre, muestra el trabajo más reciente de este notable pintor. La exposición se compone de treinta y ocho obras de variados formatos, trabajadas en diferentes técnicas. Once datan de este año y las restantes nos muestran el trabajo que desarrolló en los noventa.

En 1994, Rivera presentó en la Galería Misrachi su trabajo realizado en 1993: veinticinco pinturas y dibujos al temple de huevo y óleos elaborados en torno a temas bíblicos. De entonces encontramos en la exposición varias piezas: La Dolorosa, Ecce Homo, El círculo y La última cena, siendo esta última, junto con Ejercicio de la buena muerte, las más relevantes del conjunto. Arturo se sirve de la iconografía cristiana y sus símbolos como accesorios para llegar a sus conclusiones sobre la contemporaneidad a partir de un contexto cultural común, en lo cual estriba el enorme atractivo de esta serie.

Para su cuadro La última cena, perteneciente a las colecciones del Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, el autor armó un "escenario" que, como en El entierro del conde de Orgaz, se desarrolla en dos planos, uno natural y otro suprarreal. El Greco destinó este último al ámbito celeste que, lógicamente, sólo conocía a través de la tradición cristiana y de alegorías religiosas prefijadas de muy atrás. Rivera formula para este plano que ocupa toda la parte superior de la composición un ente simbólico: el cuerpo de una liebre destazada. En la sección inferior se verifica la reunión de Jesús con sus discípulos. Cada una de las figuras que allí concurren es el retrato de alguien a quien el pintor conoce personalmente, lo que no suele suceder con las últimas cenas de una miríada de pintores, desde Bizancio hasta la fecha. Para esta magna obra, Rivera tuvo que haber analizado la estructura, la intención, los procedimientos, las vestimentas, los gestos, los rasgos faciales de los personajes que aparecen en las más notorias obras de todos los tiempos sobre la misma cena y escena, como también debió consultar autorizadas investigaciones sobre la época del surgimiento del cristianismo.

Pero cuando se emprende la riesgosa aventura de crear una última cena, el problema de las fisonomías y aspectos de los apóstoles que rodean a Cristo, es solamente uno entre varios que debe resolver un pintor responsable, dispuesto a realizar con tan trilladísimo tema religioso algo defendible estéticamente, que alguna novedad aporte al menos a todas las milenarias versiones y parodias hechas sobre el asunto. Puede deducirse que La última cena de Arturo Rivera, cuadro merecedor de la Primera Mención de Honor otorgada por el jurado del Premio marco, fue concebida como pieza magistral dentro de la propia producción del autor y, en mi opinión, también ocupa el primerísimo sitio de esta exposición, no porque sus otras obras queden por debajo en cuanto a nivel estético y capacidad discursiva, sino porque su ejecución fue intencionada y Arturo Rivera lleva sus intenciones hasta las últimas consecuencias. Desde el principio planteó este cuadro como masterpiece y sin duda lo es, al grado de que si se realizara una publicación que reuniera últimas cenas relevantes, correspondientes a cualquier latitud y época, esta pieza se encontraría necesariamente incluida, no sólo como obra artística de primer nivel, sino también como testimonio histórico fundamental del segundo milenio.

En ninguna clasificación del clasicismo posmoderno, ni siquiera en la de lo ecléctico, cabe este rarísimamente bello enfoque de lo humano y lo divino. Frecuentemente Rivera rompe con la iconografía tradicional. En las representaciones de Cristo, Arturo no sólo se desvía particularmente de la iconografía cristiana tradicional, sino que da testimonio de sus convicciones propias, antirreligiosas quizá, pero dotadas de humanismo, como sucede con Ecce Homo, el Cristo desnudo que elude el compromiso redentor y nos da la espalda recordándonos el célebre poema "El gran inquisidor" de los Hermanos Karamazov, donde Iván, queriendo negar a Cristo, hace la más bella apología de éste y explica cómo el mayor don que Dios otorgó al hombre fue la libertad, la decisión de tomar la vida bajo su propia responsabilidad. Si el Cristo de Rivera nos da la espalda, si atrás del cordel rojo nos encontramos nosotros ante la muerte, ¿no significará este "abandono" lo mismo que el escritor ruso nos quiso decir en su "Leyenda del Gran Inquisidor" por boca de Iván Karamazov?

Vale la pena recordar en estos tiempos de intolerancia que esta obra fue censurada en el Noveno Festival del Centro Histórico, dentro del marco de la exposición "Pasado y presente del Centro Histórico" que tuvo lugar en el Palacio de Iturbide, por irreverente, según criterios del organizador Fomento Cultural Banamex. Apoyado por cuarenta historiadores, fotógrafos, pintores, críticos de arte y escritores, en una carta abierta a la opinión pública aparecida en La Jornada el jueves 11 de marzo de 1993, Rivera protestó por este tipo de acciones que atentan contra la libertad artística al pretender que prevalezcan los juicios morales sobre los estéticos. Ahora podemos apreciar esta obra en Bellas Artes.

De la serie Paisajes íntimos (1997) se exhiben dos interesantes cuadros: La colección del Chamán y Legataria, que exorcizan una preocupación particular del pintor: la androginia como unidad del principio masculino y femenino de la creación. Para Rivera, decir "andrógino" es decir totalidad, perfección, no-carencia. Equilibrio de fuerzas y coexistencias de principios. En La colección del chamán, la androginia reaparece desafiando la bisexualidad o hermafroditismo, al alcanzar una franca asexualidad casi graciosa, sobrehumana y carnalmente turbadora, como acertadamente apunta Jaime Moreno Villarreal en el texto del catálogo de la exposición. Legataria, por su parte, es un cuadro terriblemente perturbador y bello, porque la belleza que postula es "sodómica", nos conduce al oscuro abismo del interior del hombre y nos lleva a través de las tinieblas. Para Rivera, si bien la belleza es una manifestación ontológica de la perfección, también es polar, dual, contradictoria y hasta terrible. El pintor no contempla exclusivamente la quietud apolínea de la belleza, la idea platónica, sino que sabe que en la belleza existe también un principio oscuro, y es en este sentido que Rivera es un pintor dionisiaco y maldito. Sus pinturas nos llenan de admiración, angustia y vértigo. Cada cuadro es un discurso de belleza sodómica y misterio indecible que atrae y repele al mismo tiempo, como una especie de hechizo y alquimia donde el dolor y el placer van de la mano. A Rivera podría hermanársele con Baudelaire, con Rimbaud, con Mallarmé, poetas "malditos" y él, con la palabra en sus pinceles, un pintor maldito.

Quizá el autorretrato es, entre las artes plásticas, el género más sugestivo y del que se puede desprender un mayor número de mitos, tan primigenio como las manos pintadas en la roca con las que el cavernícola se descubrió. Autorretratarse implica perpetuarse, inventar un yo fugaz o bien, como en el caso de Arturo, exorcizarse. En esta muestra podemos apreciar sus dos últimos autorretratos: Homenaje a Julio Ruelas, donde el pintor se nos ofrece como una magnífica prueba de identificación con el notable simbolista nacido en Zacatecas, en 1870. Aquí Rivera hace su versión de La crítica, el pequeño grabado al aguafuerte donde Ruelas se autorretrató picoteado por un monstruo con garras, grandes senos de mujer y poderoso aguijón. Rivera se exhibe con un enorme mosco en la cabeza, iluminada por la derecha y oculta en la sombra la mitad izquierda. Ejercicio de la buena muerte luce todo su esplendor sobre uno de los muros principales, recordándonos al Cristo muerto de Holbein. En esta notable pintura, Arturo convive con la muerte que es, al final de cuentas, la última expresión vital que espera experimentar conscientemente.

A través de esta espléndida exhibición podemos apreciar la maestría del pintor que nos sorprende por la calidad que consigue al retomar técnicas ancestrales como el temple y las veladuras. La expresión artística de Arturo Rivera es intrínseca a la intuición y al perfeccionamiento técnico, resultado de muchos años de estudio y experimentación que lo sitúan actualmente como un pintor renacentista a principios de este nuevo siglo. Si bien sus raíces se encuentran en el Renacimiento alemán, su fronda adquiere las características de estos tiempos. Con "Los rostros de los vivos" es posible entender y determinar el valor de una obra contemporánea instrumentada con las herramientas de los grandes maestros de la sección áurea, que crea un sinnúmero de ficciones conceptuales que hacen posible, por medio de un virtuosismo preciosista, unificar multitud de representaciones e indicar, con suficiente exactitud, la tónica de la calidad formal y propositiva de este artista que hace del tormento un acto estético.