La Jornada Semanal, 1 de octubre del 2000 
 
Rosa Nissán
 
Una carta desde la India
 
Existen dos especies de viajeros: los que parecieran dejarse habitar por  el nuevo territorio, mirar las cosas como si las inventaran; y aquellos viajeros epistolares que para acercarnos más las impresiones que les provocan los sitios extranjeros, buscan equipararlos con puntos conocidos. Al igual que los cronistas de Indias, Rosa Nissán aplica el segundo método a esta carta para ilustrar a su corresponsal. Así, la autora viaja a la India y se hospeda en un rumbo semejante a La Merced, el tráfago de Delhi se parece al del “estadio Azteca a reventar, un palpitar de almas sin tregua”, y ríe imaginando a las vacas sagradas (literalmente) pastando por avenida Juárez. A Rosa aún la esperan días de descubrimientos, a su corresponsal una lluvia de diminutivos y a nosotros unas ganas enormes de estar en sus zapatitos.
 
 

Prof. Juan Galván Paulín

Querido Paulín:

Respondiendo a tu: Pero cuéntame de la India, me pregunto: ¿qué puedo contarte? Que me animé a ir con Sarah porque era un viaje largamente esperado y al fin se presentaba la ocasión, pues era en plan económico. Que estuve un mes con Sarah y veinte días sola. Y fueron dos viajes distintos. Acompañada, fantástico, interesante, protegida, pero después… fue otro viaje.

¿Y por qué te quedaste sin ella, si no querías?

Desde México tenía planeado que si me atrevía, me quedaría cuando ella se fuera; como viajé sola a Israel, y también era por primera vez, se me hizo fácil, pero ni de relajo fue lo mismo. Cuando me quedé sin ella en la India, no tuve fuerzas ni valor para hacer el trayecto para ir a cualquier ashram como era mi ilusión, sabía ya a lo que podía enfrentarme en los trenes, si no, me hubiera trepado a uno como “el Borras”. Partamos del hecho de que en México somos cien millones y por esos lares son mil… sí, mil millones, y eso cambia todo. Durante el mes con Sarah tendría tiempo para decidir si quería quedarme o no.

Llegué a Delhi a medianoche y qué alivio corroborar que, efectivamente, Sarah y sus ojos almendrados fueron a recibirme. Con la eficiencia que la caracteriza me subió, a esas horas, en un camión de línea que nos dejó a unas cuadras del hotel, después un rickshow nos metió por callejuelas angostas para dejarnos en la puerta. “Traigo la dirección y el teléfono de la embajada de México –le dije–, quiero ver si hay modo de dejar encargado algo de dinero y mi pasaporte, me angustia la idea de cuidarlos día y noche, quiero obsequiarle al embajador mi libro, que me conozca, quiero estar localizable.” “Está lejos, Goza, tenemos muchas cosas que haceg”, argumentó. En la entrada del hotel un hombre con el dorso desnudo dormía en una cama al aire libre. Sarah le dijo con gusto: “¡Ya llegó mi amiga!” y la seguí a nuestro cuarto.

Eran las dos de la madrugada cuando subí los tres pisos del Hotel Navrang cargando mi equipaje. Apenas amaneció me llevaron una cubeta de agua caliente para bañarme. Cuando Sarah se dio cuenta de que su presencia me inhibía gritó: “¡Goza, déjate de vergüenzas inútiles! Échate los jicagazos, mézclala con fría, no te vayas a quemag”. Vergüenzas inútiles, cierto, que han quitado libertad a mi cuerpo.

Luego me pasé al cuarto de Silvia, una casi amiga de Sarah con la que compartía el viaje. Llegó unas horas antes que yo, sólo que de Argentina; se suponía que seríamos tres a las que Sarah guiaría, la otra nunca llegó.

Llegamos unas horas antes de los festejos por la entrada de la primavera. Así que con las ganas de conocer ese mundo tan ansiado, el segundo día nos recomendaron mejor quedarnos encerradas oyendo nada más el griterío del barrio de Mein Bazar, el vegetable market. Un mercado, la zona de nuestro hotel; dijeron que en la tardecita podríamos salir pues los chavos de la onda hindú ya no nos echarían globos con agua pintada como ayer, que la fiesta estaba apenas por comenzar. Paulín, si te quieres imaginar el equivalente de la zona donde vivíamos con algún lugar de México, es La Merced, ahí se hospedan los que no van al Hilton, o sea, la mayor parte del turismo.

Me quedé tirada en la cama hasta las tres de la tarde; en el entresueño escuchaba la calle. Qué espectáculo, si tan sólo dejáramos una cámara de video sobre un tripié, sería suficiente. Desde mi cama sentía el mismo bullicio que hay en el estadio Azteca a reventar, un palpitar de almas sin tregua. Cuánto movimiento. Imaginaba el tráfico tan peculiar –todo sucede simultáneamente–, cuidaba que una bicicleta no me llevara los dedos de los pies cuando otra me pasaba por atrás, por la derecha, por la izquierda, de frente; y vacas, que en un principio creí sin dueño, y qué risa desde mis cobijas, con los ojos cerrados, imaginar a alguna muy quitada de la pena en avenida Juárez. Aparecen, se siguen de frente, tan a sus anchas. Ganas tenía de bajar tan sólo para ver a las mujeres con sus velos, joyas, brazaletes en la mano y en los tobillos, los ojos de los niños, que delineados en negro acentuaban su belleza. Después supe que es para protegerlos del mal de ojo. Un día antes me aventaron un globo con agua roja, no cabe duda de que los echan sobre quien sea y por más que lavé mi blusa quedó manchada, y el pelo, y la cara; los turistas regresaban al hotel todos colorados por la turbulencia de la zona, esos días así son, no responden chipote con sangre, sea chico o sea turista, se divierten hartito. Motocicletas van y vienen, así como meten el acelerador, se pegan a desaforadas bocinas. Transitan al revés, como en Londres; si estás concentrado en cuidarte la libras, pero si se te ocurre andar papaloteando o buscando fotos o tratas de cruzarte en automático, la calaca India te lleva. No hay banqueta, circulamos en la misma acera coches, carretas, bicicletas, triciclos motorizados y de pedales, vacas.

Lo primero que hicimos fue comprarnos ropa como la que usan las mujeres de ahí, con velo en la cabeza y todo, dizque para no llamar la atención; “además –dijo Sarah sonriendo ampliamente con ojos coquetos–, les gusta vegnos vestidas como ellos”. Qué alegría, traía fondos suficientes para alargar mi estancia lo que quisiera, cuidaría mi bolsillo, que no fuera por falta de dinero por lo que tuviera que regresar. Llegué bien, llena de entusiasmo, aunque con demasiadas recomendaciones vacunas.

Sarah ya era amiga de los de su piso en el Navrang, nuestra habitación estaba a un piso de la azotea a donde subía en la noche, cuando refrescaba. Salimos a cenar con los amigos de Sarah: Rafael, un español muy integrado a la India, Michel, un noruego, y Clod, un flacoflacoflaco que usaba ropa tan ancha que nunca dejó ver alguna forma o volumen, y que no sabía sonreír. Caminamos unas diez cuadras, ellos pasaban entre las camas, algunas muy bien tendidas, como en su casa, saludaban a sus conocidos, me daba pudor verlos, por eso miraba sin mirar en la noche oscura, sin iluminación nocturna. No podía creer lo que mis ojos miraban, acostados y platicando desde sus catres de calle. Reían entre ellos, llegaban a dormir como a sus casas. Michel hablaba en francés con Sarah, se veía bien con sus bermudas, era el más amable.

Tú querías hacer un viaje a la Disneylandia del espíritu… ¿no, Rosita?

Déjame decirte que me hice fotógrafa para demostrarme que el mundo está lleno de belleza. Viví con un hombre que tenía un detector de fealdad dentro de él. Decía: “Mira ese basurero, este país es horrible, esa amiga tuya es comunista, la otra puta.” Para no contagiarme me dediqué a tomarle fotos a todo lo que encontraba hermoso, y en esas andanzas descubrí la belleza en donde menos creí encontrarla. A la India fui obviamente con cámara y ¿qué sucedió? Que no encontraba la belleza; miento, se me iban los ojos detrás de las mujeres, sus vestidos, sus saris. Pensé, con cierta envidia, que no son esclavas de la moda, siempre esas telas que lucir dobladas en el clóset, desde las más caras hasta las simples, parecía que en India los colores fueran muchos más de los que conocemos. Debajo del sari usan un corpiño corto, sí, las gordas también y caminan cómodas, sin la necesidad de sumir la barriga descubierta, forma parte de su cuerpo, como sus manos, como sus senos, y no tienen por qué avergonzarse. Son escandalosos como el árabe, italiano, ellas son más bonitas que los hombres, no sé si porque sus ropas son tan bellas, ellos andan como sea, lo que sí lucen son sus ojos que te clavan como agujas en la cara. Y ríen. En un principio evité sus miradas, me asustaban. Allí todo es natural, imaginé en esas calles llenas de humanidad, de pedos, de caca y de pelos, a la mujer que me tocó de compañera de asiento en el avión; desentonaría terriblemente, era una Barbie de mi edad con pelo platino, ojos de plástico, boca inyectada. Me costaba trabajo verla a la cara.

Sí encontré la belleza en los palacios del pasado donde sucedieron los cuentos de Las mil y una noches que poblaron las fantasías de mi infancia, pero ya te contaré en otra carta. La India actual, la que yo vi, es un país difícil; precisamente, ahora recuerdo, esa palabra usaban para hablar de esta enorme península los que conocían la India; lástima, nunca se me ocurrió preguntarles, difícil en qué aspecto. Ahorita podría decir que el viaje que hice a Israel, también sola hace ya diez años, fue como ir a Disneylandia. Era Occidente, no tan diferente de Estados Unidos, sólo que con árabes.

Buscaba la belleza en la India como la busco en la vida diaria. ¿Un edén? La India es otro boleto.

Michel estaba en Delhi porque a su hijo de diecisiete años lo detuvieron por drogas. Yo platicaba con Rafael, rapado a la manera hindú, con cola de caballo. Con esa su voz andaluza que parecía salir de un micrófono, dijo: “El cagao monoteísmo, que nos hizo pelearnos con nuestro cuerpo y nos hizo creer que masturbarnos es pecado... ¡Cómo que debe esconderse todo lo fisiológico! Aquí los dioses hacen el amor, no como en el cristianismo que fue el espíritu santo el que preñó a la virgen.”

Por el periódico nos enteramos de que, un día antes de nuestra llegada, había amanecido muerto un joven en nuestro hotel. Un pasón. Fue, después lo hice consciente, mi primer enfrentamiento con la muerte en la India, rapidito hizo su aparición, sólo me permitió dos días sin advertirme que no olvidara su presencia. A Rafael la noticia del chico le hizo lo que el viento a Juárez, y lo mismo, al parecer, a los empleados del hotel, todos chavos. “La muerte tiene muchas caras –aseguró Rafael–: la rigidez, el dogmatismo, la muerte de la vida interior. Cierto, ayer hubo un muerto en el 404, no os preocupéis, no es en el que tú duermes –agregó al ver la cara que puse–. ¡Pero no es uno, coño! En este mes ha habido cuatro, y mira que ocasionan todo un numerito, hay que hacer intervenir a las embajadas, en fin.” Y finalizó el comentario su ronca voz. Rafael me recuerda la personalidad de mi hijo. Le pregunté su signo, tenía que ser Capricornio. Efectivamente. Complicados. Densos. Después de convivir varios días con mi hijo, doy lo que sea por una plática light.

Como quien no quería la cosa, durante el desayuno Sarah repitió sin motivo aparente lo que ya había dicho y redicho en México: “No confíes en nadie. Los que llevan mucho tiempo en India andan sin dinego, en espega de tugistas recién llegados con la cagtega llena, aguas, Goza.” Cierto, ya mero le ofrezco a Rafael mi casa.

Tres días después nos hizo tomar un tour por la ciudad que me pareció demasiado turístico; esa India británica verde, de embajadas y fuentes, no me dijo nada que no hubiera mirado en otras tierras. La India que yo buscaba no está en los barrios europeos. Tuvieron que pasar algunos soles para empezar a ver algo además de los colores de las telas; fue como si, en un principio, varias capas de humo me impidieran ver algo que no fueran saris, aretes, velos. Una vez saciada el hambre de comprar pude mirar otra cosa, comencé a ver lo que no vi durante los primeros días: rostros, modos de vida, sonidos, voces, música, ama no se puede ver todo yunto, ¿vedrá? Sí, estas calles son como una película que pasara rapidorápidorápido.

Después de cinco días en Delhi fuimos a otras ciudades que poco a poco te iré contando, y después de tres semanas regresamos para tomar la ropa de invierno que dejamos en la bodega del hotel y terminar el viaje descansando en las montañas cuatro o cinco días. Nos despediríamos en Delhi, y de ahí, cada chango a su mecate: Silvia a su tierra, yo, según la decisión que tomara: quedarme veinte días sola o regresar. Sarah tenía planes personales en la India: hacer su vida, trabajar, ella donde quiera se gana la vida, con sus manos da masajes. Es argelina, y chingonsísima, ha ido a la India desde hace quince años muchas veces, hasta con su hijo todavía niño, que ahora tiene veintiocho años. Su presencia fue una de las cosas más atractivas del viaje.

Ya te contaré de ella.

Shoshitazán (así me dicen mis nietitos)