La Jornada Semanal, 1 de octubre del 2000 
 
Angélica Abelleyra
 
Toledo y las
sombras del deseo
 
A partir de Alberto Durero, de mosaicos bizantinos y de recortes de revistas pornográficas, Francisco Toledo presenta tres series colmadas de su memoria visual y de su imaginario. Son Los sueños de Durero, Bizancio y Sombra del deseo, que se exponen del próximo 4 al último día de octubre en la Galería Juan Martín, luego de que otros ejemplos del arte toledano fueron puestos bajo el ojo de la crítica y del público en importantes museos de Londres y Madrid
 
 
 
1. Soñando a Durero El diluvio es una acuarela pintada por Alberto Durero en 1525. Surgió de este sueño relatado por el propio pintor de Nuremberg cuando contaba cincuenta y cuatro años:

En la noche del miércoles al jueves después del Domingo de Pentecostés, tuve en sueños esta aparición: vi cómo las aguas caían de los cielos en gran profusión. Las primeras golpearon la tierra a unas cuatro leguas de donde yo estaba con una fuerza terrible y un ruido tremendo, y aquélla se abrió y todos los campos quedaron sumergidos. Yo estaba tan asustado que me desperté. Luego cayeron las otras aguas, y caían con gran fuerza y eran muy abundantes. Y venían desde tan alto que todas parecían caer con igual lentitud. Pero cuando la primera estaba a punto de tocar la tierra, empezó a caer muy veloz, acompañada del clamor del viento, y yo estaba tan grandemente asustado que cuando me desperté todo mi cuerpo temblaba y tardé un largo rato en recuperarme. Así que cuando me levanté por la mañana, lo pinté aquí encima tal como lo vi. Dios escribe derecho con líneas torcidas.

El escritor John Berger nos recuerda que, a diferencia de otra serie dureriana de litografías que ilustraban el fin del mundo como lo predice el Apocalipsis, llena de simbolismos y figuras de la convención medieval, en esta imagen Durero incluye grandes espacios, aguas desbordadas y una opresiva sensación de peso en una visión “casi inocua” en sí misma (pues) “nuestros temores más profundos residen justo detrás de lo cotidiano y banal”, narra Berger sobre aquel reguero desmesurado color de sangre.

Fantaseado por Durero hace 475 años, el paisaje apocalíptico rondó mucho tiempo en la mente de Francisco Toledo. Y a partir del escenario casi abstracto donde escurren manchas y desolación, él se coló entre los llanos aniquilados y ubicó su propio imaginario.

Pero lo hizo no únicamente en el sueño gráfico del que ya Marguerite Yourcenar destacó cierta “autenticidad”. Pintor de vigilias, Toledo también eligió las seis almohadas que Durero creó en el reverso de uno de sus célebres autorretratos. El oaxaqueño las reunió en conjuntos de seis, ocho, nueve o diez almohadones y en sus pliegues descubrió alas, rostros, animales, falos, vulvas y senos.

“Durero me interesó aún más cuando vi que escondía muchas caras en las almohadas. Entonces mandé a hacer unas placas fotograbadas y al observar encimadas las pruebas de positivos y negativos, encontré más figuras entre los pliegues. De hecho en la exposición habrá una especie de caleidoscopio a partir de dos discos que giran y nos ofrecen muchas imágenes por la superposición de las almohadas. Cada quien podrá encontrar sus propios personajes”, platica el autor en torno de esta temática que ya mostró aisladamente en sus recientes exposiciones en Londres y Madrid.

Los sueños de Durero o La almohada adversa es el nombre de la serie conformada por medio centenar de versiones en plata/gelatina sobre papel de fibra. Cada pieza fue blanqueada con ferricianuro de potasio y entonada parcialmente con politoner. Luego fue intervenida con acuarela o grafito para darle cuerpo a lo que antes fue quimera o pesadilla, para convertir en murciélago o cuello de tortuga la superficie mullida sobre la cual una cabeza reposa, delira y se puebla de otros mundos.

2. Collages húmedos Imagine esta naturaleza muerta. Y, si puede, afine su olfato: Sobre una mesa, un gato deambula entre conchas de ostión. Por ahí yace un pescado junto a una botella de vino y más allá están una jarra, una cacerola, un cuchillo y un mantel arrugado. Como testigo central del escenario, que a estas alturas ya desprende su perfume a sal y mar, se yergue una mantarraya con las entrañas al descubierto. La sangre y las vísceras resplandecen en medio del entorno sobrio y oscuro pero a la vez luminoso.

El pintor francés Jean-Siméon Chardin (1699-1779) realizó este cuadro en el siglo XVIII. Gracias a La Raya, título que le dio a la pieza, fue admitido por la Academia gala en 1728 y adquirió la reputación de gran artista, ejecutor de naturalezas muertas que igualaban la calidad técnica con la construcción rigurosa y la magia.

En una de las salas del Museo de Louvre, Francisco Toledo admiró una y otra vez este “maravilloso” cuadro de Chardin. A lo largo de los años permanecieron en su memoria las entrañas desbordadas, de un rosado brillante, junto a los ojos diminutos del animal y los surcos que conformaban su boca.

Hoy ese recuerdo se materializó en obra, en collages y en una especie de carpeta (el llamado Cuaderno danés), donde no sólo hay resonancias de Chardin sino también de ciertos cuadros de Edouard Manet y de Amadeo Modigliani para conformar la Sombra del deseo, serie de casi sesenta imágenes intervenidas, recortadas y manipuladas por Toledo a partir de fotografías pornográficas. Dice el collagista, en tono divertido: “Mi adolescencia pasó entre Oaxaca y México. En esa época [fines de los cincuenta] era difícil ver revistas pornográficas por el peso de la Iglesia y la cerrazón de las buenas conciencias de entonces. Tal vez toda la serie nació con el paso del tiempo por una curiosidad que no satisfice en aquel momento. Años después, en París tuve la oportunidad de ver revistas y de experimentar en vivo y en carne propia todo aquello que fantaseaba de joven. Pero seguramente lo que me quedó más en la memoria fue aquello que no vi.”

Con pedacitos de mica, tinta y gouache, Toledo se convierte en ginecólogo creativo, en mirón divertido que rehace agujeros sobre la superficie lúbrica, ahora reelaborada. A los genitales femeninos los transforma en bocas expresivas de hombre y pez; al murciélago le otorga la calidad de testigo cercano a un frondoso pubis; a la desnudez le pone piel de cebra, y en su particular origen del mundo –como el de Gustave Courbet– retozan calaveras, zorros, tortugas y búhos.

Casi se escuchan gemidos y succiones cuando aparece Salam Bombay, La modelo de Modigliani bosteza, Sueño de una noche de verano, La soledad tiene manos de mujer y Lágrimas de Eros: impresos donde Toledo suprime a veces la cara y el cuerpo de la modelo pero no descarta “lo que Julio Cortázar hubiera llamado su más profunda piel”, escribe Armando Bartra para el catálogo que saldrá con motivo de esta serie que da nombre a toda la exhibición.

3. Irreverencias bizantinas De Ravena a Cuernavaca, con escala en Oaxaca, el arte bizantino reposó durante muchos años en los ojos y el recuerdo de Toledo. En postales y libros permanecieron incólumes los mártires y cristos, vírgenes y apóstoles que ocupan muros de iglesias y museos en la provincia italiana a orillas del mar Adriático.

Pero tal y como en los años ochenta el pintor aderezó con su humor e imaginario el Nuevo catecismo para indios remisos, de Carlos Monsiváis, con quince láminas religiosas tlaxcaltecas y poblanas de los siglos XVIII y XIX, ahora crea otros collages a partir de la alteración de escenas colmadas de pescadores y santos.

Son dieciséis ejemplos que suman una carpeta habitada por animales del Arca de Noé o por calaveras con ojos de serpiente en Teodora y su corte; deambulan por allí unas patotas de La Virgen que no encontró zapatos a su medida; la imagen de Jesús bañando a su burro con una manguera y la Multa a la virgen y su perrito donde un león y un toro son “policías” que reprenden a la dueña de una mascota que invadió la calle con sus montoncitos de caca.

Pero la pieza estrella de la serie Bizancio fue concluida en mosaico. Se trata del mural Tres reyes magos con ofrenda, confeccionado en el taller de Luigi Scodeller en Cuernavaca, donde ocho especialistas colocaron cada una de las teselas que dan cuerpo a los mártires San Martín, Clemente y Justino con cabezas de caballo, jumento y león, además de un canasto de donde sale una enorme serpiente. Toledo envió el molde de la pieza y los artesanos la armaron en una superficie de 1.50 X 1.50 metros.

Narra el autor: “Mi gusto por los mosaicos bizantinos se remonta a un viaje que hice por Ravena. Tenía veinte años y me gustó tanto la iconografía que compré muchas postales, las rasqué y les agregué cosas. Luego tuve algunos libros de arte repetidos y recorté muchas imágenes con las que empecé a jugar. Me interesaba la técnica y la manera en cómo el arte se integraba de forma armoniosa con la arquitectura. Los mejores ejemplos de esto han sido las iglesias italianas. En el caso de México, eso que se nombró “integración plástica” está en los murales de Siqueiros y O’ Gorman en la UNAM.”

–¿Por qué la intención irreverente?

–Tal vez estoy esperando el castigo divino. O ya me llegó y ni siquiera me he dado cuenta. De hecho la irreverencia estaba ya desde los indios remisos. Pero tampoco considero que sea tan irrespetuoso. Son chistes. Mi intención es jugar con las imágenes.

–¿Te divertiste con las series?

–Tampoco creas que tanto. Soy simplemente ocioso. Y sólo me río cuando veo que a alguien le causa gracia. Tal vez esto sea la suma de cosas que dejas de hacer y luego te persiguen durante la vida. Son deseos incumplidos.

Concluye el autor que con estas tres series realizadas en el 2000 consumó sus apetencias a través de las imágenes de los otros, con nombre célebre o carente de él. De alguna manera, con Sombra del deseo materializó esa frase que alguna vez soltó parafraseando a Rimbaud: “En realidad yo no soy yo sino los demás.”