La Jornada Semanal, 8 de octubre del 2000 
 
Enrique Héctor González
 
Diálogo en el infierno
entre Dios y Emil Cioran
 
 
 
E.M. Cioran abandonó este mundo luego de una taimada agonía que no contradijo sus conceptos a propósito de un momento que él nunca encontró particularmente significativo. Este diálogo ficticio le debe casi todos los parlamentos atribuidos a Cioran a la sabiduría aforística de varios de sus libros, en los que, como es sabido, con su inveterado sentido del humor, el autor decanta y rejuvenece el pensamiento fatalista de Nietszche y Schopenhauer. Entre los que fueron desollados con mayor saña para abonar este ejercicio de simulación se encuentran Silogismos de la amargura y Del inconveniente de haber nacido.
 
 
 

Era pleno agosto, el mes en que hace su ídem el calor, cuando Cioran (de nombre Emil Michel), que había caído en la provocación de morir dos meses antes, se encontró en los vernáculos recintos del Averno con Dios, quien a su vez había tenido a bien acceder a una invitación de su amigo acérrimo, de su íntimo enemigo, el demonio de Diamanda Galas (la diva de las cuatro octavas), para pasar unas vacaciones en su tórrido terruño. La crónica cuenta que su conversación versó sobre diversos y un mismo tema: la falta de confianza del segundo en el primero.

­¿Por qué dijiste en alguna ocasión que, de creer en mí, tu fatuidad no tendría límites y te pasearías desnudo por las calles?

­Si hubiera contado con una explicación, una sola, que me hubiera indicado el rumbo...

­Te confiesas perdido.

­Como todos, desde que decidiste jugar a esconderte.

­No me escondo, aquí me tienes.

­Pero no allá abajo, donde realmente haces alguna falta.

­Me manifiesto a algunos.

­Sólo a unos cuantos, y por medios tan deleznables como la revelación, la fe, esas bulas de burla.

­No has contestado mi pregunta.

­Interrumpes, como es tu costumbre. Déjame hablar de espacio ­dijo Cioran arcaicamente, mientras apagaba su cigarro en uno de los numerosos ceniceros con que el anfitrión ausente decoraba las cámaras destinadas a sus huéspedes más ilustres­. Sin duda existes, porque cualquier producto de nuestra imaginación y cualquier veleidad del pánico que nos circunda allá abajo es real. Dije abajo por no decir arriba, en medio o a los lados. Pero eso no es lo importante. Lo que de veras es una muestra de la inutilidad de tu obra, del sabotaje con el que nos has honrado al crearnos, es que, para acceder a tu arrogante y solipsista presencia, debamos atravesar la antesala de la fe.

­No es el único camino: está la verdad sagrada de los profetas, está la ciencia teológica...

­¿Tú te comerías un pastel dibujado en un cromo y luego hablarías de su sabor exquisito?

­No, Emil, no, en un hombre de sana razón (y eso lo sabe hasta la espesa inteligencia de los enciclopedistas de Espasa) no puede darse positivamente la ignorancia de Dios.

­¡Hablas de ti en tercera persona! Sospecho de la impostura de cualquiera que se haga pasar por vocero de alguien más. Sólo podemos (cuando podemos) hablar de nosotros aullando líricamente en primera persona.

­Recuerda que yo soy acto puro.

­Más bien, entreacto de una obra que concluyó antes de empezar.

­Yo no puedo concluir, mi querido Emil, mal que te pese. Tú sí, ya que has venido a dar aquí.

­Tú también estás ahora aquí.

­Pero de visita, no víctima del Alzheimer.

­Hazme reír: quien no vea la muerte color de rosa padece daltonismo del corazón. Además, qué remedio, tu jardín florece gracias a la leucemia, la violencia, el sida, el alcoholismo. De todos modos, no se está mejor aquí que en cualquier otro lado, si de hecho la existencia es un acto de tu defectuosa imaginación.

­Recurres al insulto. En ese caso tu irritación no se aviene con la indiferencia que abanderas.

­Te equivocas, no soy indiferente. Soy alguien que sólo sabe que es por encima o por debajo de sí mismo. En la rabia o en el abatimiento. A mi nivel habitual, ignoro que existo. Si te parece colérico el aliento de mis frases es porque me has dotado de memoria, cuya evidente función es la de ayudarnos a deplorar.

­¿Por qué te empeñas en esa inútil carrera de anularte y anularlo todo? ¿No sabes que de esa forma me vigorizas? Recuerda que Sócrates prefirió callar.

­Antes de que tu enviado viniera a desvirtuar la idea de la pasión, ningún silencio era reverencial.

­Cioran, Cioran, pero si tú mismo acabas de reconocer tu deuda con la Creación: al menos admites que te he dotado de la capacidad de recordar...

­No puedo nulificar lo que ya de suyo carece de significado. Sólo me aburro.

­Me haces pensar en esa gente desolada, en Schopenhauer, en Nietzsche, sin duda tus maestros.

­¿Quién enseña a quién? Arturo sólo quiso hablar del mundo como voluntad y representación. El pesimismo que le han endilgado corre por cuenta de sus inexactos lectores. El otro fue un fantoche: no descubrió regresos eternos ni nada. Dibujó un mapa en cuyo centro un hombre superior, de hecho muy parecido a ti, regía los ritmos de los cuatro puntos cardinales.

­Entonces, ¿ni Savater (tu confeso discípulo), ni Octavio Paz (tu reticente admirador), ni Borges (tu libresco alter ego) merecen la pena de ser tomados en cuenta?

­Aunque admiro la cultura española, el lenguaje español, no conozco a esos señores.

­Pues te pareces a los tres. Pero pasemos a otro asunto. ¿Por qué intitulas Del inconveniente de haber nacido uno de tus libros más representativos?

­¿Es entrevista para la televisión?

­No, es un acto de humildad.

­Toda pregunta es soberbia por naturaleza: es una inquisición, una intromisión, una búsqueda de ideas (esas muestras demacradas de la ocurrencia, esos síntomas de que algo se pudre en nosotros).

­No me interesa discutir ni oponerme a tus argumentos, frases formadas por sonidos que, como todos, carecen de sentido. Yo hablo con el silencio. Sin embargo, accedo a tu territorio y te pregunto: ¿por qué escribiste que mientras quede un solo dios de pie la tarea del hombre no se habrá acabado? ¿Eres acaso un iconoclasta más?

­Me da asco tu magnanimidad. No obstante, respondo para que no pienses que es por falta de fuelle que callo. Eso lo dije un día que estaba viendo televisión y un cronista se refirió a Pelé como al dios del balón.

­¿Sólo eso?

­Nada menos: mientras más escasamente insigne es un asunto más humano me parece.

­¿Es por eso que piensas que le debo todo a Bach?

­No, se lo debes todo porque él se fugaba de sí mismo a cada instante. Tú eres, en cambio, muy necio, el más persistente y engreído de los payasos. Además, Bach sí es insigne, el único entre todos, tal vez Stockhausen... pero no estoy seguro... la música es el refugio de las almas ulceradas por la dicha.

­¡Vaya! ¡Con la Iglesia he topado, diría Sancho, el de Cervantes! De modo que hay algún valor; una materia tiene sentido en toda esta Creación que calificas de improcedente: la música.

­Por partes, por partes. Lo de la Iglesia lo dijo el amo, no el siervo. Estás lleno de lugares comunes. El hecho de que ponga aparte a la música y a su más meritorio demiurgo no significa sino que solamente los retiro del tráfago del pensamiento anómalo para examinarlos más tarde, porque al presente todavía se me resbalan. Y sí, el universo todo es música. Tú mismo no eres sino una alucinación sonora.

­Soy algo si oran por mí, Cioran, si alguien tararea una plegaria en mi nombre, por modesta que fuere, soy algo, y no apenas un triste residuo de ser que sólo cobrará forma en forma de un capítulo, tal vez olvidable, de la filosofía contemporánea...

Y Dios se calló. Y Cioran lo mismo. Y empezó a escucharse, lánguidamente, el Clave bien temperado en el infierno, donde el Diablo no volvió a poner los pies.