La Jornada Semanal, 8 de octubre del 2000 
 
 
 Ana García Bergua
 UNAS POCAS DIVAGACIONES SOBRE  EL HUMOR Y LA LITERATURA 

 Me imagino que muchos escritores se han de poder sentar a escribir deliberadamente una comedia, una tragedia o un melodrama, y decidirlo así, como quien elige el color en un cuadro. Supongo que, además, les ha de salir tal como se lo proponen. Por mi parte, suelo tener muy mala suerte con los géneros. Alguna vez en mi vida me animé a emprender la agitada carrera de directora teatral. Al final del primer año, en que debíamos montar una obra de una hora de duración, decidí que lo haría con una pieza de Michel de Ghelderhode: trataba de unos actores que ensayaban una obra medieval, y mientras lo hacían lidiaban con sus problemas actuales adentro y afuera del escenario, mezclando constantemente sus identidades reales y ficticias, resolviendo en la ficción sus fricciones reales y viceversa. En ese momento me pareció que aquella obra era un verdadero drama, en el que los problemas de los personajes alcanzaban una complejidad oscura, palpitante y, sobre todo, muy seria. Creo que ensayé con los actores como dos o tres meses, no sé, y les ponía cualquier clase de ejercicio de improvisación desgarrador que hubiese yo aprendido, desde Meyerhold hasta Grotowsky, pasando por Jodorowsky. También los torturé tratando de que dieran paso, descarnadamente, a sus emociones más íntimas, sus peores secretos, sus energías más ocultas, sus pesadillas más inconfesables. Quizá me engañaron, pero todos sufrimos mucho. Además, tomamos mucho tequila y mucho café, nos desvelamos innecesariamente, nos peleamos y reconciliamos varias veces, y terminamos con el estómago deshecho, garantía, según yo, de la intensidad dramática de mi puesta en escena. En ese estado lamentable, pero a su manera pleno, llegué al día del estreno. Dicho estado empeoró con las carcajadas del público, y con sus comentarios posteriores: qué bárbara, me decían, qué agilidad para la comedia, cuánto timing, y con una obra que, quién lo hubiera dicho, casi no se prestaba para la risa. Gracias a Dios, que a veces se manifiesta, mi maestro de dirección, el maestro Margules, que tenía bastante más sentido común que el público invitado, me hizo ver que la dirección de actores no era mi camino en la vida. No sabe cómo se lo agradezco. Seguiría yo sufriendo para que los demás, al final, se rieran. Y eso no es justo. 

Ya resignada a ser una escritora de género cómico, acudí en una ocasión a una entrevista de radio, con motivo de mi libro de cuentos. Tenía la idea, hija del marketing, de que para salir del anonimato era indispensable presentarse en cualquier entrevista, programa, anuncio de detergente, opereta o videoclip en el que sesgadamente se mencionara mi flaca obra, de modo que acudí sin enterarme bien de a dónde iba ni con quién, ni, de hecho, a qué programa. La estación de radio consistía en una asfixiante madriguera forrada de alfombra azul eléctrico en las paredes, situada en el tope de un edificio alto y cristalino, pero siniestro. En ella fumaban, tomaban refresco, comían charritos y charlaban dos señores sudorosos en camisa, bien dados de carnes. Cuando llegué, uno de ellos se sentó donde estaban los controles y pasó varios anuncios de tiendas comerciales. El otro me invitó a sentarme, a sorber una lata de refresco, y a estar pendiente de los segundos que pasaban vertiginosa y notoriamente, como ocurre en la radio. Ya en el éter, el locutor se convirtió, de buenas a primeras, en un hombre sumamente paternal: ¿por qué estás tan triste, Ana? ¿por qué tus cuentos son tan tristes?, me espetó de buenas a primeras, mordisqueando un charrito que se le había quedado entre los dientes. Esta vez, estaba completamente segura de haber escrito unos cuentos muy divertidos, incluso hilarantes, más bien sarcásticos, o tal vez crueles, pero ¿tristes? Me quedé muy perpleja y no supe qué contestar. El hombre pensó que yo tenía un problema agudo, una dolencia moral, por decirlo así, que me hacía escribir cuentos terriblemente melancólicos. Yo pensé que vivir encerrado entre trozos de alfombra azul era muy pernicioso para cualquiera. Y así se fue la entrevista, con aquel hombre tratando de hacerme confesar, como cualquier freudiano de cantina, la razón de mi hipotética tristeza, y yo poniéndome triste ya nomás por eso, pero mucho. 

He pasado estos días tratando de hallar dónde era que Jorge Ibargüengoitia se quejaba de que la gente pensara que él era chistoso. Si la memoria no me engaña –seguro que sí–, decía algo así como que su forma de escribir (en la que se encontraba su sentido del humor) era su forma de ver el mundo. Y afirmaba que él era muy serio. Yo no dudo que Jorge Ibargüengoitia fuese una persona muy seria, y muy enojada con todas las cosas que le ocurrían en el país, en Coyoacán, o en el supermercado con las señoras. Y su humor tan caústico y a veces muy amargo, pero también a ratos leve, completamente desenfadado e irresponsable, era parte también de esa seriedad y ese enojo. Comparto por completo esa manera de ver las cosas, admiradora como soy de la obra de Ibargüengoitia: en realidad, el humor no depende de los escritores, sino de quien los lee. Los escritores, a fin de cuentas, no podemos evitar ver el mundo de alguna manera. Por eso dejé de perseguir a esas mariposas socarronas a las que llaman "humor", sabedora de que, aun cuando hubieran esquivado alegremente mis manoteos con la red, se me terminarían parando en la cabeza, casi siempre durante algún esfuerzo lacrimógeno. ¿Así que está usted escribiendo una comedia? En realidad, estoy haciendo una tragedia divertidísima. Como decía, entonces, nunca he logrado dominar los géneros, pero ¡ah!, cuánto desenfado, cuánta bendita despreocupación. 

 
 

                             Naief  Yehya
 
 La Jornada Virtual
 
La muerte en directo 
 

Una vez más una imagen difundida ampliamente por los medios del mundo entero ha pasado a convertirse en un emblema universal. La secuencia en que Mohamed Rami al-Durah, un niño de doce años, es asesinado por una bala mientras su padre, Jamal, trata inútilmente de protegerlo de las balas israelíes (http://news.bbc.co.uk/hi/
arabic/news/newsid_951000/951469.stm), ha pasado a incorporarse a un repertorio de imágenes particularmente impactantes que han trasformado la historia, como aquella inolvidable foto del joven chino que con su cuerpo impide el paso de los tanques que se dirigen a la plaza Tiananmen, la de otros niños que corren aullando de dolor tras haber sido rociados con napalm en Vietnam, o la del niño judío que camina con las manos en alto como si representara una amenaza para los soldados nazis que lo escoltan hacia la deportación. No es que las imágenes de muerte en directo sean poco comunes hoy en día; por el contrario, en la era de la epidemia de las cámaras de video, las estaciones televisivas prácticamente podrían llenar su tiempo al aire con matanzas, ejecuciones y accidentes fatales. 

"Fuego cruzado" 

La tragedia captada el sábado 30 de septiembre por un camarógrafo de la cadena televisiva francesa TF2 (http://www.france2.fr/vj/300920a.ram) va más allá del mero snuff film y el entretenimiento morboso, ya que resume la atrocidad del conflicto entre árabes y judíos y la impotencia del pueblo palestino que ha visto cómo se desintegran todas sus esperanzas de alcanzar una paz justa, de ver reivindicadas sus demandas de un estado autónomo y soberano con Jerusalén este como su capital, y de ejercer el derecho de regreso de los palestinos en el exilio y el libre tránsito entre Gaza y los fragmentos de Cisjordania que les han cedido. Como escribe el célebre periodista Robert Fisk, del diario británico The Guardian, cuando en el Medio Oriente se usa la frase "fuego cruzado", casi siempre quiere decir que los israelíes han matado a una persona inocente. En este caso diferentes fuentes han confirmado que Mohamed, su padre (quien recibió cuatro impactos y sobrevivió) y el conductor de la ambulancia que se aventuró a tratar de rescatarlos, fueron víctimas de balas israelíes. 

La provocación 

La más reciente oleada de violencia en Medio Oriente se desató cuando el ex ministro de la defensa israelí y líder derechista, Ariel Sharon (el arquitecto de la invasión israelí de Líbano y, de acuerdo con la propia investigación israelí, el responsable "indirecto" de la matanza de palestinos en Sabra y Chatila de 1982), decidió visitar Haram al Sharif, el complejo donde se levanta, desde el séptimo siglo, la mezquita erigida alrededor de la roca donde se cree que Mahoma despegó para viajar al cielo. La visita de uno de los sitios más sagrados para los musulmanes por parte de uno de los personajes más detestados entre los árabes, fue considerada una provocación que vino a encender los ánimos de un pueblo amargado por más de cinco décadas de esperar una solución, por la oprobiosa ocupación y por la incompetencia de sus líderes. Ahora bien, esta matanza no es responsabilidad de Sharon sino del propio Barak, quien ha permitido a sus tropas usar misiles y equipo bélico para "controlar" una rebelión. Haciendo un poco de historia, descubrimos que hasta hace muy poco los únicos que exigían la toma del "templo del monte" (que actualmente está a cargo de clérigos musulmanes) eran algunos grupos de fanáticos y extremistas judíos. No obstante, hoy esa demanda se ha vuelto central para el gobierno de Barak. Paradójicamente, los medios del mundo no han cesado de lamentarse porque estos hechos "dañarán" el proceso de paz, cuando es precisamente el colapso de este proceso el responsable de la situación actual. 

Desproporción 

El proceso de paz está supuestamente fundamentado en la resolución 242 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, el cual estipula, sin la menor ambigüedad, que Israel debe retirarse de los territorios capturados tras la guerra de 1967, incluyendo Jerusalén Este. Sharon desató deliberadamente una reacción en cadena que ha sumergido a todos los territorios ocupados y al propio Israel en una explosiva atmósfera de violencia que, cuando esto se escribe, ha costado más de cincuenta vidas (incluyendo siete menores de diecisiete años) y más de un millar de heridos. Este nuevo enfrentamiento se diferencia de los anteriores en que Israel está empleando tanques, lanzagranadas, helicópteros de combate, misiles antitanques y otros equipos pesados en contra de los palestinos armados con metralletas, piedras y cocteles molotov, además de que por primera vez los propios árabes israelíes se han unido a la revuelta. 

Para más datos visite: http://www.middleeast.org. 

 
 
  Carlos López Beltrán
     Fuga de cerebro

      
    Llegó a vivir aquí ya cerca de los veintisiete años. Venía de un país pequeño y pobre. Su gobierno lo becó para que se incorporase, en la universidad, a un grupo de élite en el que sólo se recibían mentes jóvenes y poderosas. Las otras seis o siete personas de su promoción eran varios años menores que él, venían de lugares menos remotos, y le aventajaban en velocidad mental y vigor. Poco a poco encontró que su ventaja estaba en la originalidad, en la rareza de algunas de sus ocurrencias. 

    Había sido algunos años maestro de física en una preparatoria de su provincia, hasta que un día se animó a mandar ciertos garabatos con algunas de sus ideas a una revista internacional de mediano vuelo; para su sorpresa y la de los físicos notables de su subdesarrollado país, los publicaron, con un comentario favorable. La beca siguió y el abrupto traslado a este pueblo universitario extranjero, en donde ni clima, ni comida, ni bicicletas, ni personas, le resultaban amables. Las bibliotecas sí. Se dedicó por completo a las ecuaciones y al silencio. Hablaba lo justo para comunicarse en seminarios y en el supermercado. 

    De casa nunca recibió una carta, ni envió ninguna. Un antiguo condiscípulo, de paso, lo visitó una vez. Además de incomodarlo en su pequeño cuarto, lo hizo percatarse de que ya olvidaba, de a poco, su lengua materna. 

    Durante el segundo año de su estancia, dudas insidiosas comenzaron a acosarlo a la hora de estudiar. Grandes huecos se le revelaban en las argumentaciones que antes le habían parecido límpidas y naturales. Pasmos y ocultamientos aparecían como demonios donde esperaba hallar revelaciones. En las demostraciones de otros le brincaban como alimañas los saltos enormes e injustificados que descubría sobre terrenos que exigirían andar a tientas. Empezó a desconfiar de los empujoncitos amistosos que sus colegas se daban para seguir adelante con los cálculos sin pensar dos veces, de los arrogantes fraseos de algunos textos ("es obvio que", "como se puede ver", "como sería fácil demostrar"), de las malabarísticas inferencias que veía ejecutar sobre los pizarrones, de los movimientos de manos, tan aparentemente expresivos, que las acompañaban, y de las miradas sonrientes que invitaban menos al entendimiento que a la complicidad. "¿Por qué apresurar las matemáticas de esa forma?", se preguntaba. "¿Por qué no detenerse todos, de pronto, ante uno de esos pasmosos huecos, a pensar, despacio, por cien, por doscientos años?" 

    La reacción de sus colegas ante sus dudas se fue tiñendo de impaciencia. Él veía con desazón los bordes de la oscuridad y la ignorancia avanzar como otrora lo habían hecho los de la luz. Cálculos cada vez más simples le comenzaban a parecer engañosos. Fue perdiendo así el entusiasmo. Sin fluidez, sin poesía, la física teórica quedaba inundada de dolor; de la sórdida parálisis de la incomprensión. El entusiasmo perdió pero no la pasión, que ahora se le volvía furia contra la vanidad de sus colegas, contra lo que él consideraba traición. 

    Sus preguntas, comentarios, interrupciones, en seminarios y clases, se fueron haciendo más y más insensatos. La "aspiradora matemática" comenzó a llamar en público a la técnica para deshacerse de términos inconvenientes que había hecho famoso a su profesor, y que era el pan nuestro de los demás alumnos. Sus compañeros, antes fríos pero tolerantes de sus idiosincracias, ahora de plano lo eludían. 

    Buscando salidas a su congelamiento interior, y guiado por algún apunte biográfico de Heisenberg, por notas sueltas de Pauli, comenzó a leer filosofía. Lucrecio, budismo, Kant, Popper, Unamuno. Fue recorriendo los estantes que antes nunca soñó visitar. No tardó demasiado en perderles también el respeto. Tan inútiles y esquivas encontró aquellas especulaciones y paseos como el manotear de los físicos, aunque quizá un poco más honestas, pues prescindían de la triquiñuela de la corroboración experimental. Se lamentaba de que Wittgenstein, que fue serio y aterido (como él mismo) en un principio, terminase enamorado de su propia voz, de su ceño fruncido en las fotografías. 

    Al final del cuarto año se le acabó la beca. Nadie habló de extensiones ni posdoctorados. Su tesis doctoral, llena de chispazos e intuiciones, dispersas entre silencios y puntos suspensivos, entre preguntas con mayúsculas, y al parecer irrelevantes, produjo estupor y enojo en sus dos lectores. La aplastante y concisa demostración de que la "aspiradora matemática" es ineludiblemente falaz, que agregó como apéndice al final, le habría bastado quizá para obtener el grado en una universidad rival. Aquí sólo enfureció al único de los examinadores que tuvo la tenacidad de seguir la contundente, ceñida cadena. El otro, indiferente, la abandonó al quinto renglón. Se rehusaron a examinarlo. 

    No quiso regresar a casa. Dejó perder el boleto del avión. Conservó sus derechos en la biblioteca y halló trabajo en una librería de viejo. Rechazó unas clases en la licenciatura, pues jamás se atrevería, dijo, a repetir afirmaciones en las que no creyese, y menos investido de tal autoridad y ante jóvenes tan indefensos. Siguió de vez en cuando apareciendo en conferencias y seminarios rezumando sudor rancio y adoptando actitudes retadoras a la hora de las preguntas. Se reía insolentemente cuando alguien decía "como se puede ver claramente", o cosas así. 

    Por unos pocos años fue uno más de la fauna a medias indigente de antiguos estudiantes que sobrevive en los traspatios de la academia. Cuando murió llegó la petición de que enviaran su cuerpo de regreso a casa. Ya lo habían incinerado. Con las cenizas mandaron el extraño tumor con forma de dona que le habían encontrado en el cerebro. 


 
    Esbelta sombra del árbol florido (II) 

    "Nunca vemos ni nos resulta posible concebir que dos cosas de la misma especie puedan existir al mismo tiempo y en mismo lugar. Por eso cuando nos preguntamos si una cosa es lo mismo o no, siempre lo referimos a una cosa que en un determinado tiempo existe en un lugar determinado." Nada más obvio, al parecer: ¿es este el mismo conejo que vi ayer?, ayer estaba allá, junto a la puerta, hoy está aquí, y sé que es uno solo porque en un mismo lugar y un mismo tiempo no puede haber dos conejos diferentes. Este es, pues, un criterio de identidad muy usual. Y sin embargo Leibniz (a quien pertenece la cita inicial), lo va a objetar, no por falso, sino por insuficiente. "El meollo de la identidad y la diversidad –dice– no está en el tiempo y el lugar", sino en cierto principio interno de distinción, que ha dado mucho qué decir a los exegetas del maestro y del que nosotros, por fortuna, no vamos a hablar aquí. Lo único que modestamente nos interesa es decir por qué a Leibniz le parece insuficiente el principio de individuación de las Escuelas (la escolástica) que "fija a cada ser a un tiempo particular y un lugar incomunicable a otros seres de la misma especie". ¿Por qué, pues? "La experiencia misma nos hace ver que no hay que restringirse [a ese principio]." ¿Cuál experiencia? Aquí Leibniz nos tiene que señalar un caso en el que se contradiga el principio, esto es, un caso de dos cosas de la misma especie que ocupen un mismo lugar en el espacio en un mismo tiempo. ¿Y cuál es ese caso?, ¿no adivinas? Claro, las sombras. "Podemos ver, por ejemplo, dos sombras o dos rayos de luz que se interpenetran, y podríamos forjar un mundo imaginario en el cual los cuerpos hiciesen otro tanto. Sin embargo, no dejamos de distinguir un rayo de otro por la trayectoria de su paso." Qué elegante y sencilla refutación, como que es de Leibniz. 

    Pues sí, dos sombras, y tres y veinte, pueden ocupar, sin ningún problema, al mismo tiempo el mismo lugar. Pero entonces, ¿cuál es el criterio de identidad de una sombra? ¿Cómo sabes que esta sombra es la misma que viste ayer y no otra diferente? Acuérdate de que la palabra "misma" puede querer decir dos cosas diferentes: 1) X y R tienen la misma edad, que es "misma" de cualidad, y 2) X y R son la misma cosa, que es "misma" de número. Estos dos sentidos se juntan en la llamada, y disputada, tesis de identidad de Leibniz: si dos cosas comparten todas las cualidades, no son dos cosas, sino una sola y la misma. Bien, se me ocurre que la sombra no puede identificarse sin relacionar al bulto que la causa: la sombra x es la misma porque es del mismo árbol a la misma hora, pero es dudoso y habría que probarlo. ¿Puede deducirse, de una sombra dada, el bulto al que pertenece? No, porque 1) una misma sombra puede obedecer o pertenecer a uno, dos o más bultos diferentes (esto ¿es cierto? ¿cómo se podría mostrar?), y 2) sobre todo, por la razón que da Leibniz: las sombras pueden penetrarse y una sola sombra pertenecer al mismo tiempo a varios bultos diferentes. 

    Sombra serás, mas sombra enamorada. No, las sombras o psiques que halló Ulises cuando bajó al Hades eran fantasmales y desapasionadas. Y es curioso, aunque eran sombras y no bultos, las tuvo a raya con la punta de su espada. 

    En los papiros egipcios de magia figuran, no uno, sino varios conjuros para separar del cuerpo y gobernar a voluntad la propia sombra. No sé de nadie que pueda anhelar una cosa así, en extremo ociosa, porque tú le mandas hacer cosas a tu sombra, pero tu sombra, además de bailar y subir por las paredes, ¿qué puedes hacer? 

    Diligente compañera, viva mancha, humilde, leal, tenaz, ágil araña, ahí te extiendes, más blanda que lo blando, piel de dragón, espía, sombra nuestra de cada instante.