La Jornada Semanal, 8 de octubre del 2000 
 
(h)ojeadas
Los hilos en la mano
Luigi Amara

 

El contrario de Bacon, que combatió los prejuicios con el desenfado y la asiduidad de quien dispara contra monigotes de feria, hay temperamentos que prefieren examinar una idea controvertida con tal detenimiento y beneplácito que terminan por convertirla en un prejuicio íntimo al que, casi podría decirse, acarician siempre que pueden. Con frecuencia, esas ideas sufren de tantas debilidades y las aqueja tal número de flaquezas que quien las estudia se encariña con ellas hasta el punto de defenderlas ciegamente. El azar, el destino, la transmigración de las almas son algunas de ellas. Sucede que lecturas perniciosas de los estoicos (en particular de Séneca), una pizca de Plutarco y dosis excesivas de Leibniz, llevaron a Héctor Ayala a interesarse por la idea de destino, con el resultado previsible de que ésta comenzó a aparecerse como un fantasma en sus conversaciones y a serpentear a pocos centímetros de la superficie de prácticamente todos sus relatos. El encadenamiento de los sucesos que narra, tanto como sus sórdidos y a veces abruptos desenlaces, obedecen invariablemente a una fatalidad grisácea, tibia, mucho más terrible que la inventada por los griegos. El narrador se nos presenta como víctima, como un ser que es movido, llevado, arrastrado (todos verbos en voz pasiva) por la fuerza omnipotente de las circunstancias, y si bien mantiene a todo lo largo un tono sarcástico de queja, de lamento, se trata de un lamento ácido en el que triunfa la resignación, la sorpresa lánguida y ya un tanto enmohecida de que las cosas suceden tal y como dicta el lugar común; de que el yo, en cuanto centro de las decisiones y los afanes, es sólo una torpe quimera. "Acerca de la imposibilidad de la ética", podría leerse en uno de sus imposibles corolarios.

Sorprende, sin embargo, que al terminar de leer el libro, a pesar de que los fragmentos de vida que recogen los relatos se parezcan entre sí terriblemente, tal y como si se propusieran oprimir al lector con su permutabilidad ominosa; a pesar de que una y otra vez el narrador se las arregla para alcanzar una tregua inútil encerrado en el baño; a pesar de que todas las mujeres en cuyos brazos tarde o temprano "encalla" se asemejan entre sí como dos gotas de agua; a pesar de todo esto, la insidiosa idea de destino y de tibia fatalidad que los congrega no alcanza nunca a salir del todo a la luz, sino que se mantiene oculta, latente, como la sombra de una explicación horrible de la que únicamente se atisban unas pocas excrecencias y que nadie quiere ni pretende aceptar. ¿Quién es, por ejemplo, ese titiritero al que alude el título del libro, que una buena mañana se ha puesto a conducir los hilos chamagosos de nuestros actos, de nuestras necedades? ¿Un destino ciego, impersonal, mecánico, que sin embargo nos lleva con sospechosa puntualidad a lo patético? ¿Un dios socarrón y fársico que disfruta con la tragedia ridícula, al fin y al cabo idéntica, de sus atribuladas marionetas? ¿Una fatalidad sin imaginación que no puede evitar el recurso de sus lugares comunes? ¿O es quizá, simplemente, Héctor J. Ayala, que encuentra solaz en practicar el poder sobre sus personajes para así escarnecernos con el espejo móvil en el que se refleja la inanidad de nuestros pasos? Una respuesta no excluye a la otra, y en realidad todas nos dejan con esa desazón y contrariedad que el libro se propone y que, acaso, sea su más logrado mérito.

En largas discusiones que llevaron, como era de esperarse, felizmente a nada, he preguntado al autor el porqué de ese lenguaje que intenta remedar la dicción de los chilangos; el porqué de esas referencias a lugares que uno puede verificar que existen pero que a un lector del siglo XXIV, o a un sedentario guatemalteco, no le dirán prácticamente nada. No repetiré, por consideración al lector, los pormenores de esa discusión interminable. Simplemente diré que ahora me percato, extrañado, de que el narrador ha optado por un español lo más universal posible, al grado de que el consuetudinario "toque" se ha convertido aquí en un increíble "cigarrillo de mariguana", cuyo empleo sólo aconsejan los académicos de la lengua de edad avanzada. Al constatar, con un poco más de paciencia, que los coloquialismos están reservados exclusivamente para los diálogos, y que están transcritos fonéticamente con una puntillosidad casi malsana (no lihagas caso, manito; usté diviértase, si nhoy, ¿tons cuándo?), me convenzo de que se trata de un libro que no puede disfrazar por más tiempo su condición de burla, de cruel caricatura, y que si abundan las referencias a lugares que uno frecuenta se debe simplemente a una perversa concesión a fin de que los lectores contra los que va dirigido reconozcan su reflejo mucho más fácilmente.

Pero más allá de estas observaciones y discrepancias léxicas, debo decir que he encontrado un motivo de regocijo (en el doble sentido de júbilo y de complacencia maliciosa) en casi todas sus páginas. Se trata de relatos en donde las ideas o los apuntes filosóficos se integran con una fluidez notable a los vericuetos de la trama, hasta el punto de que uno se pregunta si no serán, a la manera de Chesterton, una mera parábola. Héctor Ayala se vale de la metafísica no tanto para aprovechar, con asombro argentino, sus cualidades estéticas, sino para desarrollar el tipo de consecuencias que pueden tener en la práctica. En todo momento existe una discrepancia entre los fragmentos, los datos objetivos que se relatan, y la interpretación o el tejido mental que los personajes se forman a partir de ellos. Esos fragmentos de vida, esos simples retazos, pueden parecer a un ojo inexorable totalmente anodinos e insustanciales, y sin embargo son vividos con la desmesura de una epopeya. Así, por ejemplo, el narrador no escucha palabras sino sílabas, invariablemente sílabas, como si con ello quisiera subrayar que los sonidos que emanan de las bocas no tienen un sentido determinado como no sea el que les da quien los escucha. Pero ese contraste, esa discrepancia entre los sucesos y sus interpretaciones no se traduce nunca en confusión o ruido. El autor sabe llevar de la mano al lector por ese universo descompuesto, desmembrado; lo hace avanzar por sus posibles reordenaciones con una naturalidad que sólo da la prosa trabajada, para más tarde soltarlo, sin concesión alguna, en el instante que mejor conviene. Después de todo, ese dominio de los hilos es lo menos que le podríamos pedir a un titiritero al que lo seduce la sorna.

El solipsismo, o su variante psicológica, la misantropía; una música oscura que se adivina en el fondo; los placeres y los tormentos del vicio en cuanto crestas y abismos de una misma longitud de onda; la inevitabilidad de las mujeres y su tino instintivo para solucionarlo o arruinarlo todo, a veces con un único acto; escenarios urbanos en donde las cloacas o los puentes peatonales son la extensión de una pesadilla; seres desagradables para quienes la sobriedad es una suerte de insufrible desequilibrio; cuartos repulsivos en los que casi se huele el cochambre, casi se palpa la indigencia estética, son algunos de los tópicos por los que se desenvuelven las historias de Ayala. Con ellos, como en general con las miserias del hombre, bien pudo construir estampas tétricas, en el fondo edificantes, al estilo de las que ensayaron León Bloy o Knut Hamsun. En cambio, con desparpajo y a veces con cizaña, prefirió sostener una tensión moral que si acaso llega a resolverse es con la potenciación de lo grotesco o con la disolución en la nada. Un libro a la vez amargo y concupiscente, que no vacila en despreciar al mismo narrador en cuanto emblema de la terquedad, el desconciertoy el cinismo del género humano •

 

  


p o e s í a
 Una forma del oráculo
 
Rosa Aurora Chávez

 

Jorge Fernández Granados,
El cristal,
Era,
México, 2000.  
Por segunda vez en este año Jorge Fernández Granados nos sorprende con un extraordinario libro de poesía: El cristal, elaborado al mismo tiempo que Los hábitos de la ceniza y publicado con tan sólo un mes de diferencia. Si bien el primero es distinto en cuanto a estructura –en esta ocasión poesía en prosa–, comparte el destino de ser un instrumento de la transparencia del lenguaje. Tras El cristal se vislumbra el alma. Es el ojo que mira hacia dentro. Lenguaje cristalino que refracta la luz, es la "ventana donde todo parece sumergido". El interior del poema adquiere un arreglo amorfo y a la vez geométrico, simétrico, sencillo y preciso. El poeta inicia un diálogo entre dolor y dicha, melancolía e iluminación, crecer y morir, fe y escepticismo; entre lo posible y lo real. Libera su verso. Requiere de altas temperaturas e intensidades para forjar su cristalina transparencia, mas el calor hace nuevamente líquido al cristal. En esas aguas el olvido es sumergido entre los "guijarros del sueño". Emerge el recuerdo. El yo individual se disuelve en la atemporalidad del fluir, como río en lucha interminable con su propio cauce, de todos los tiempos. Los "sonámbulos caen en el espejo" y los durmientes "sueñan con despertar". ¿Qué separa a la vigilia del sueño? Tan sólo un filamento de cristal que Fernández Granados templa en el fuego de la palabra, corta miles de veces hasta hacerlo brillar. Construye un diamante, una esfera celeste, reventada de "estrías de espejeantes alfabetos".

Abre el asombro una fisura.

¡Plena de muerte la vida es tan frágil! Todo lo creado aguarda el momento de su destrucción, por eso cobra sentido: "Para qué esperar... si todo al cabo va a romperse para siempre."

El cristal es cotidiano; es la ventana, el plato, la copa, la botella. Es también la delicia del grano de azúcar disuelto en el té de la abuela. Es la inquietante belleza de un vitral. Es el miedo que se lleva bajo el brazo como un pan caliente.

Enjambre de mundos es el cristal. Es un libro de alquimia, de transformaciones de los elementos de la vida, producto de la pasión de arena y fuego: "Poco podemos aprender en una vida. Nada queda del amor, sólo nosotros." También es una teoría del conocimiento, exponencial como un alud o la bola de nieve creciendo al rodar hacia abajo; su poesía es como una explosión atómica que tiene origen en la ruptura de un solo átomo: "una sola chispa es el capullo del incendio".

¡Cuánta belleza contundente y frágil, nada se puede conocer, sólo quebrándolo, mas cómo hieren las astillas!

El azar y el elemento lúdico están presentes en el poemario. Dios juega unos dados de cristal.

Abracadabra. La poesía es una forma de oráculo y El cristal un acto de clarividencia, una plegaria que de forma espontánea lleva a la lectura en voz alta •

 

n o v e l a
 
Del hecho al hechizo
 
Enrique Héctor González
  Homero Aridjis,
La montaña de las mariposas,
Alfaguara,
México, 2000.  
Sería ociosa la tarea de establecer un mapa de correspondencias entre los géneros –ya de suyo difíciles de demarcar, de reconocer en estado puro– y los habitantes de un territorio literario determinado (¿un país?, ¿un continente condenado a comportarse como una sola entidad estética?), aunque se haya hecho y se haya dicho, con el riesgo de no rebasar las limitaciones del lugar común, que Chile, por ejemplo, es tierra de poetas, más que de narradores o ensayistas. Sería igualmente inútil toda prevaricación a propósito del gusto genérico de una época o de un grupo de escritores, aunque sepamos que el modernismo es un movimiento esencialmente poético y que hoy en día, por lo menos a la luz de lo que se ofrece en los escaparates de las librerías mejor abastecidas de la ciudad, predomina el gusto por la novela y casi nadie escribe, lee o publica cuento y poesía. Serían ambas, digo, labores condenadas a una generalización que, después de todo, ni precisa de mucha agudeza para ser advertida sin dictámenes previos, ni sugiere una condición o una naturaleza que sirvan para explicar gran cosa. Y sin embargo, es difícil encontrar, entre los escritores mexicanos del siglo XX, alguien que, como Aridjis, se mueva con idéntica desenvoltura en la poesía y en la novela, de modo que sólo podríamos decir que ahí están Fernando del Paso (pero, en efecto, su poesía es ocasional y, de cualquier manera, no está a la altura de su obra narrativa), o José Emilio Pacheco, aunque, en este caso, se trate de un polígrafo –el último que nos queda, por otra parte.

Aridjis se dio a conocer con un libro de poemas, Mirándola dormir, que le mereció un premio nacional importante; pero poco a poco la prosa ha ido cobrando tal importancia en su producción literaria que debe tratarse de uno de los contados autores en los que esta convivencia (¿connivencia?) no es la de dos mitades enemigas sino la de un árbol bicéfalo: tanto en uno como en otro género el lector se enfrenta a un idioma domado, a un trabajo de la claridad verbal. Entiendo que el dominio de ambas vertientes, de dos tentaciones en las que el escritor michoacano se sumerge para seguir rescatando –del fondo abisal de la lengua común– las imágenes intactas y en pleno equilibrio entre desnudez y ornamentación, entre flujo natural y lujo del artificio, no es producto de una voluntad ardiente sino un ejercicio de la vocación. Es cierto que, a veces, el fraseo mismo de La montaña de las mariposas revela su índole poética como un cristal que a trasluz deviene opacidad enmascarada; pero esto mismo, antes que afectar al desarrollo de la anécdota, fija con mayor cuidado sus goznes y retribuye al lenguaje su condición de maleza verbal donde se ensartan las imágenes y los nudos de la historia con envidiable transparencia. Le ocurre a nuestros narradores de escritura más elaborada, como Rulfo, Gardea, Daniel Sada o el mismo Del Paso, devenir inevitables poetas de la prosa, de modo que en Aridjis –prosista naturalmente lírico– la precisión de la imagen ("miraba descender del pozo de la noche las semillas blancas de la lluvia") es un incesante jardín de ojos intensos: la mirada verbal de un poeta.

La ascendencia metafísica de la prosa que cuenta la historia autobiográfica de La montaña de las mariposas asume el aire desvelado de las noches nostálgicas: el bildungsroman que favorece la novela es un continuo de fragmentos atrapados en la red del recuerdo, filtrados por el amor adolescente demudado en frustración indispensable, violentados por un cerro encendido de mariposas y una infancia signada por el accidente: un escopetazo en el abdomen. Toda autobiografía es una novela disfrazada y, en este caso, Homero Aridjis la asume con la limpidez de quien ejerce la libertad que le da la memoria a largo plazo. Ignoro si Rafael, el hermano mayor del protagonista, es un personaje real, pero la narración le da plenos poderes y autoridad moral a su personalidad de cínico sin iconos, pura ironía sin imagen, puro cálculo mental; lo mismo sucede con Inés, sin duda el personaje más atractivo del libro, la tía sorda que oye con los ojos a los fantasmas de su generosa fantasía.

Las mejores páginas del libro remiten indudablemente al Gómez de la Serna de la Automoribundia, y no sólo porque la imagen de la muerte y su minuciosa presencia en el texto de Aridjis permitan reconstruir, en el recuerdo inmediato de la lectura, la memoria de una incandescencia, la de la propia vida vista como milagro repentino, como el infinito azar que baraja en su escritura atribulada el inevitable libro de Ramón; sucede asimismo que la naturaleza objetual de la realidad, exaltada por una prosa preñada de prosopopeyas, devuelve en el espejo la intensidad de un espacio habitado: "Salí del comedor, medio aturdido todavía discerní voces: el goteo del agua en la pileta, el suspiro de una ventana que se cierra, el resuello de la electricidad en la pared como un gordo subiendo una escalera, la palpitación del cuerpo propio, las figuras invisibles al ojo que se van en un soplo, los pies suaves de la ausencia."

Los tintes rabelaisianos del texto, por otra parte, se vuelven respiraderos donde lo poético se cotiza en las arcas del humor y donde la anécdota en sí recupera el tono como un cello alcanzado por las demás cuerdas y tendones del cuerpo medular de la historia: válvulas del cuidadoso equilibrio en que se ampara la escritura. Desde su propio nombre, el tío Salvador y su apetito pantagruélico constituyen un exceso que tensa la lentitud de la imagen y la velocidad de la anécdota para armonizarlas en un triángulo de oposiciones fecundas y reveladoras. El humor nominal del libro (Torcuato Jasso, Jesús Yonosé, Míster Norte) es otra máscara, otra renuncia a hacer de La montaña de las mariposas sólo un discurso biográfico o meramente ecologista: el testimonio de la madurez repentina del personaje enfrentado a un amor que se deshace a la sombra de un santuario profanado –el de la mariposa Monarca– por la obscena depredación del bosque.

Homero Aridjis ya había hecho de la novela un espacio de la recreación mítica (La leyenda de los soles) o histórica (Vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla), por citar sólo dos ejemplos de su última narrativa, cuando al filo de sus sesenta años publica este recuento personal, una iniciación cumplida hace casi medio siglo en el descubrimiento de la escritura. De algún modo su propio nombre, el del preadolescente que enumera las naves de su abismo interior, era ya un punto de partida en el que Nicias, el padre griego, coloca al hijo que no va a traicionar los designios del oráculo. Una puntiaguda aliteración da cuenta del asombro que de súbito, como un volcán naciente, ilumina al niño que por primera vez siente el beso de la musa: "Las piedras, las paredes, las personas parecían poseer ahora una existencia verbal propia." Aridjis localiza con precisión ese momento revelador porque, con idéntica intensidad, el musculoso molusco del sexo, la atracción etérea que en él ejerce Marina y la sinuosa seducción de la vida después de la muerte (la difícil convalecencia luego del disparo que le deshizo el vientre en la lejanía de un pueblo casi incomunicado) van perfilando, asimismo, el retrato de un artista adolescente menos afín a Joyce que a Balthus: el arte de la contemplación, que marcaría para siempre al protagonista autobiográfico, se desarrolla literariamente sólo porque un misterioso designio de la musa transformó la mirada en escritura, antes que en destreza plástica; sin embargo, en Aridjis –y esta novela lo confirma muy a las claras– la palabra es un pincel que deletrea al vuelo la devoción luminosa de esa hechizada nube de mariposas que regresa siempre a buscar su origen •

  
n o v e l a
 
En busca del "lugar seguro"
 
Pablo Ortiz Águila

 

La vida de los elefantes no está regida únicamente por su memoria; la novela de Barbara Gowdy es un encuentro con su mundo y cosmovisión a la par de una crítica contundente a la inconsciencia del bípedo depredador por excelencia. Con objetivos claramente ecologistas y en una suerte de aventura por la tierra de estos paquidermos (la ciénaga africana), la autora crea un lenguaje sustentado en su naturaleza pero con símbolos y elementos análogos al ser humano, que a lo largo de la narración no deja de ser un fantasma temible por su riesgo de aparición y sus crueles y sangrientas consecuencias.

La masacre observada desde el aterrado punto de vista de los animales es una descripción fría y cruel de la verdad teñida de rojo, luego de la cual queda únicamente la soledad polvorienta. Pero no todo es congoja: los mecanismos cómicos insertados con sutil cautela son similares a los de Walt Disney, lo que da como resultado una lectura apta para pacientes lectores de todo tipo.

A cada lento paso, los mamíferos contemplan la posibilidad de encontrar el "lugar seguro", tierra utópica guardada en su inconsciente colectivo, y para tal efecto necesitan encontrar el enigmático hueso blanco (especie de talismán) que los guiará. Para la aventura se valen de "visiones" (especie de memoria a futuro), himnos de trescientos noventa versos y telepatía (principal forma de comunicación entre ellos y con otras especies). Su bagaje cultural está impregnado de poesía. Dicen, por ejemplo: "Aún los más grandes abismos han visto un instante de luz"; "conocer las cosas no es más que haber soñado que se conocen"; "todo instante es un recuerdo".

Las tremendas criaturas están íntimamente ligadas a su entorno natural y, además, tienen cualidades específicas como la "lectura del paisaje" o la enfermería (saben, por ejemplo, que la bosta de cría es buena para hacer emplastes curativos). Tienen un paraíso y esperanza de encontrarlo, ya que es el lugar donde las cortadas de los colmillos no duelen.

Mud (lodo en inglés) es la elefanta huérfana y protagonista de la historia. Además de ser visionaria, su nombre está asociado a la "tierra sagrada". Guarda en la memoria el día de su nacimiento: un gran peso sobre su cuerpo, precisamente el de su madre herida, sangre, y un dolor indescriptible. Es, por supuesto, el inicio de la aventura que es su vida.

El hueso blanco es una larga contemplación de los colores, los climas, las especies y los elementos naturales del paisaje en el propio tiempo de estos voluminosos caminantes. Es una lectura interesante en la medida en que recupera valores esenciales, entre los cuales destaca el cuidado del medio ambiente y los seres que en él habitan.

La canadiense Barbara Gowdy es autora de Through the Green Valley (1988), Falling Angels (1991), Mister Sandman (1995) y el libro de relatos We so seldon look on love (1992). En 1996 ganó el premio Marian Engel al mejor escritor canadiense •

 


FICHERO
Los libros que llegan a nuestra redacción

Ensayo

• Cuando el archivo se hace acto. Ensayo de frontera, entre dos, psicoanálisis e historia: Michel de Certeau y Jacques Lacan, Juan Alberto Litmanovich, Ediciones de la Noche, México, 2000, 197 pp.

• La conquista de México en la mundialización epidémica, Miguel Ángel Adame C., Ediciones Taller Abierto, México, 2000, 271 pp.

Ensayo (literario)

• El mundo como supermercado, Michel Houellebecq, traducción de Encarna Castejón, Col. Argumentos, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 2000, 139 pp.

• Sergio Pitol. Los territorios del viajero, José Balza, Victoria de Stefano, Hugo Gutiérrez Vega, et al., Biblioteca Era, México, 2000, 113 pp.

Ensayo (político)

• Polonia y Rusia, Joseph Conrad, Col. El pensil, Libros del Umbral, México, 1999, 132 pp.

Fotografía

• 19 de septiembre, 7:19 hrs. Imágenes y testimonios del 85 (el despertar de la sociedad civil), prólogos de Carlos Monsiváis y Marcos Rascón, Fernando Betancourt E. (coordinador), Unidad Obrera y Socialista/Frente del Pueblo/Unidad de Vecinos y Damnificados "19 de septiembre"/Territorios en Equilibrio/Estampa, Artes Gráficas, México, 2000, 142 pp.

Historia

• Tan lejos de Dios, John S. D. Eisenhower, Sección de libros de historia, fce, México, 2000, 513 pp.

Narrativa

• Antes, Carmen Boullosa, Col. Alfaguara Bolsillo, Editorial Alfaguara, México, 2000, 162 pp.

• Chiapas: dimensión social de la narrativa, antología de Óscar Wong, Col. Libros para ser libres, Edamex, Estado de México, México, 1999, 238 pp.

• El arma de la casa, Nadine Gordimer, traducción de Carlos José Restrepo, Col. La otra orilla, Grupo Editorial Norma, Bogotá, Colombia, 2000, 359 pp.

• El alma del controlador aéreo, Justo Navarro, Col. Narrativas hispánicas, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 2000, 219 pp.

• El color de las cosas y otros cuentos, Nélida Piñón, Col. Tierra firme, fce, México, 2000, 376 pp.

• Estupor y temblores, Amélie Nothomb, traducción de Sergi Pàmies, Editorial Anagrama, Barcelona, España, 2000, 143 pp.

• Gneis, Ana Rosa González Matute, Col. La torre inclinada, Editorial Aldus, México, 2000, 109 pp.

• Piedra infernal, Malcolm Lowry, traducción de Pura López Colomé, Biblioteca Era, México, 2000, 68 pp.

• Vigilias, Bonaventura, traducción de Josefina Pacheco, Autorum/El libro de los gatos, México, 2000, 19 pp.

Poesía

• Lamento de María la Parda, Gil Vicente, versión libre y epílogo de Adolfo Castañón, ilustraciones de Roberto Rébora, Col. Festina Lente, Editorial Aldus, México, 2000, 95 pp.

• La noche de las transfiguraciones, Hernán Lavín Cerda, Col. Libros del laberinto, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1999, 228 pp.

• Tercer mundo, Mayra Santos-Febres, Col. Tristán Lecoq, Trilce Ediciones, México, 2000, 90 pp.