La Jornada Semanal, 8 de octubre del 2000 
 
David Olguín
 
Ibargüengoitia y el teatro:
El atentado
 
 
En este ágil y certero ensayo, David Olguín nos ofrece un recuento de las vicisitudes de El atentado, acaso la obra más emblemática del Jorge Ibargüengoitia dramaturgo. Del ninguneo –esa institución tan nuestra–, la incomprensión, la crítica acendrada y, peor aún, el desdén, pasó, junto con otras obras de Ibargüengoitia, a ser reivindicada y a convertirse en objeto de estudio y punto de referencia esencial para nuestro teatro moderno, mucho después de que su autor abandonara la escena... Con su espíritu lúdico, la fragmentación de su escritura, el humor, pero también la farsa brutal y violenta, para el maestro Olguín llevar a escena El atentado implica un desafío, pero es sobre todo una aventura; la de "recuperar el misterio: la risa que, en sí, es uno de nuestros grandes misterios".
 
 
 El atentado muestra maneras de ser y de hacer por las que no pasa el tiempo: la ambición, el poder, la fe en una lucha religiosa en contra de las razones de Estado, la política de pistola.
 
 

Jorge Ibargüengoitia menciona por primera vez El atentado hacia 1958 en una carta dirigida a Rodolfo Usigli. Le cuenta que ya tiene el tema para una "obra muy seria": el asesinato de Álvaro Obregón a manos de José de León Toral. Al tiempo que escribe el texto, entre 1958 y 1962, ocurren hechos determinantes en su destino literario: se distancia para siempre de Usigli –su venerado maestro–, se convierte en el crítico más feroz e irreductible del teatro que hacen sus contemporáneos, confirma su frustración al descubrirse como un dramaturgo nunca representado y, tras una acre polémica con Carlos Monsiváis, decide cumplir una determinación que de seguro había acariciado durante largo tiempo: dejar el teatro para siempre.

Esos cuatro años fueron, sin duda, un capítulo doloroso para alguien cuyos empeños mayores como escritor estaban destinados a la escena. Su frustración, tras escribir diecisiete obras, debe haber sido contundente, ante todo porque Ibargüengoitia, a sabiendas de contar con una obra absolutamente sólida en el cajón, tenía una enorme seguridad en su propio talento y en su visión de la escena –lo atestigua el tono de las críticas teatrales que publicó durante esos años en la Revista de la Universidad. Pero entre 1958 y 1962, la tragedia literaria, como todo en Ibargüengoitia, iba adquiriendo tintes tragicómicos: al tiempo que El atentado, destinado a ser una "tragedia", termina convertido en una jocosa farsa que inaugura su tono más personal, Ibargüengoitia pasa de ser un dramaturgo desconocido y sin éxito a la condición de novelista célebre.

Incapaz de erguirse sobre el pedestal de la solemnidad, el escritor guanajuatense se mira con distancia y, bajo la óptica de la agudeza que lo caracteriza, narra en 1979 aquel tránsito tragicómico: "En el rostro del autor –escribe– se notan las huellas del tiempo: ha engordado, ha encanecido, tiene papada, pero vive feliz. No tiene deudas ni se siente olvidado ni es desconocido y, sobre todo, no es dramaturgo. Hace diecisiete años descubrió que aunque puede escribir obras de teatro con relativa facilidad, su carácter no se presta para tratar con gente de teatro: ni entiende lo que ellos dicen ni ellos entienden lo que él les quiere decir. Por eso dejó el teatro por la novela y no se ha arrepentido ni un instante de haber hecho el cambio."

La investigación para El atentado (1962) le sirvió de base para Los relámpagos de agosto (1963). Tanto la obra de teatro como la novela hacen a Ibargüengoitia merecedor del premio Casa de las Américas en dos años consecutivos. El texto teatral –una ficción documental sobre el asesinato de Álvaro Obregón, el último caudillo del periodo revolucionario– se circunscribe, a pesar de la fuerte carga de ficción en la construcción de los personajes, a hechos que rodearon el conflicto entre la Iglesia y el Estado en 1928; la novela, por su parte, presenta las cómicas desventuras de un general revolucionario caído en desgracia. Ambos textos comparten un tono desenfadado, un diapasón que va del realismo tragicómico a la caricatura fársica y una visión antihistórica que desentraña al México bronco, la guerra civil que desató el grupo sonorense en el poder. La presencia de Vidal Sánchez –personaje omnipresente, jefe máximo que encabeza los destinos nacionales–, la muerte de Obregón –en un texto de Borges, en el otro de González–, los diputados que cambian de bando como las pelotas de hule que describía Salvador Díaz Mirón, los miles de milicianos que alzan la mano a la voz de "general" y la picaresca revolucionaria, hermanan a ambos textos.

Teatro y novela: el drama se cubre de olvido, la narración de gloria, y se abre el futuro literario de Ibargüengoitia. Sin embargo, la importancia de ambos textos radica en que cada uno, en su género, le tuerce el cuello al cisne de su propia tradición y marcha a contracorriente de su pasado. Los relámpagos de agosto es el colofón que cierra la saga de la novela de la revolución. El atentado, por su parte, es el origen de la antihistoria en nuestro teatro. Es un texto inaugural y "anti" en más de un sentido. Dice "no" al teatro histórico de la grandilocuencia de Usigli, rompe con el estilo dominante en la escritura dramática de los años cincuenta (Carballido, Magaña, Hernández...), es el verdadero encuentro de Ibargüengoitia con su voz literaria, incorpora las aventuras lúdicas de Alfred Jarry, se apropia de Brecht, el teatro del absurdo, la farsa fílmica de los hermanos Marx, Buster Keaton y otros héroes cómicos que, según testimonios de Joy Laville, eran tan caros a don Jorge.

A pesar del premio Casa de las Américas y del lugar eminente que ocupa en la obra de Ibargüengoitia, El atentado pasa sin pena ni gloria. Simplemente pensemos en este detalle: la obra se pone en escena hasta 1975. En aquel entonces tiene dos montajes: el estreno mundial, de Felio Eliel, muy decoroso pero sin mayor repercusión, de acuerdo con el periodismo de la época, y la segunda versión en 1976, de Juan José Gurrola, un espectáculo que al parecer tenía mucho de Gurrola y poco de Ibargüengoitia. Los vestigios parecen indicar que el resultado, amén de provocador, fue un fiasco.

De acuerdo con el testimonio de Alejandro Luna, creador del espacio de ambas propuestas, Ibargüengoitia apuntaló en buena medida la posibilidad de que Gurrola montara El atentado. Sugiere, inclusive –hecho nada extraño en un medio donde el subsidio de los artistas a la producción teatral sigue siendo la constante–, que apoyó económicamente el proyecto. El dato es curioso por varias razones. Da la impresión de que, en aquellos años, Ibargüengoitia coqueteaba nuevamente con su pasado teatral. Entre sus numerosos textos para la escena, recurre a El atentado porque sabe que, en buena medida, es el antecedente directo de las novelas antihistóricas que tanto éxito le habían brindado ya para entonces. Por Alejando Luna sé que Ibargüengoitia no quedó satisfecho con el buen montaje de Felio Eliel. Acaso eso explique su apoyo decisivo, apenas al año siguiente, al proyecto de Juan José Gurrola, quien encabezaba la vanguardia teatral de aquellos años, a pesar de que El atentado no parece ser un texto afín al universo temático y estético de dicho director. Por último, cabe señalar que mientras todo el teatro de Ibargüengoitia seguía prácticamente inédito, El atentado fue publicada en 1978 por Joaquín Mortiz. "Frente al reiterado naufragio escénico, que sobreviva la letra", pareciera pensar entonces un Ibargüengoitia aún confiado en las virtudes de su admirable texto.

Todavía en 1980 se estrena Los buenos manejos (escrita en 1960), pero para entonces Ibargüengoitia ya está nuevamente decepcionado. Entregó la obra a la Compañía Nacional de Teatro, dice Vicente Leñero, "tal cual, sin hacer el menor intento de revisarla o ampliarla ya que era excesivamente breve –según ha relatado Ancira– y exigía una reconsideración dramatúrgica o, al menos, la ampliación de algunas escenas. Ibargüengoitia no quiso trabajar ni una cuartilla más…" Veinte años después de su último fervor dramático, la febrícula que le habían despertado las vicisitudes de El atentado parece concluir en una decepción definitiva. Su despedida, puesta en entredicho hacia esos años, se confirmaba de nuevo. En 1979 publicó en Vuelta el artículo "Goodbye to al that". La propuesta de la cnt: "escribir una obra por encargo, previo pago de un anticipo", situación que probó en sus años de dramaturgo, apenas le arrebató un descargo satírico y la entrega de un texto que otros reescribieron.

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Qué destino tan ingrato el de Ibargüengoitia en las tablas y tan afortunado en la literatura. De manera increíblemente paradójica, una de nuestras mejores plumas teatrales pasó inadvertida. Las hipótesis que tratan de explicar su desencuentro con el escenario, siempre dejan un territorio que carece de respuesta. Se convierte a Ibargüengoitia en un "incomprendido" o en un instrumento para criticar, desde nuestros días, la estética y la visión de mundo que fundó la generación de los años cincuenta. Se le hace flaco favor al reivindicarlo con el fin de sobajar el estilo de sus contemporáneos. Ibargüengoitia simplemente era distinto y no se le entendió así. El azar, la simple mala suerte, el desbalance entre la ausencia de una fuerte cultura escénica y, por el contrario, la espléndida acogida que encuentra su pluma en el medio literario, un medio con revistas, suplementos, crítica especializada, universidades e institutos que cultivan su estudio y, ante todo, una diversidad de autores de altos vuelos.

Para acabar de explicarse tanto ninguneo, a todo lo anterior cabe agregar el desprecio que sentían por la dramaturgia nacional los directores que fundaron la vanguardia, la modernidad, el uso de recursos eminentemente teatrales –no literarios– en las tablas mexicanas a partir de los años sesenta. Entre tantas razones reales y otras sólo imputables al azar, Ibargüengoitia se fue como una respuesta, en última instancia, a la incapacidad absoluta del teatro mexicano para fomentar y darle vida y continuidad a su obra.

A partir de su muerte, en parte por la misma celebridad del narrador, por el aura simplista de autor "chistoso" que empezó a rodearlo y lo hizo tan popular, Ibargüengoitia es redescubierto como autor teatral. Contar con un artista de su talla en la constelación del teatro dignificaba nuestra escena. El teatro que tanto lo despreció y tantos dolores de cabeza le hizo pasar en vida, repentinamente se lo apropia, lo convierte en un demonio familiar y refuerza el mito del "dramaturgo incomprendido en su tiempo", el Chéjov, el Pinter que nunca descubrimos, una figura más que respetable para las nuevas generaciones. Su fracaso teatral incide en un lugar común que refuerza la justicia poética: "siempre es posible que a un autor se le descubra y mejor si no es en vida".

Los años ochenta y noventa son el tiempo de la reivindicación. Se publica su teatro completo, se suceden estrenos de obras que nunca habían sido representadas y reestrenos a manos de algunos de nuestros mejores directores. Su teatro se vuelve objeto de estudio, de culto, e instrumento para denostar otro tipo de teatro nacional: "aquí está éste, siempre tuvimos razón".

Ludwik Margules, quien pone en escena Ante varias esfinges en 1990, refuerza la tesis chejoviana en el tono del escritor guanajuatense. Leñero describe así la atmósfera de la obra que Margules, bajo su muy particular estética, potenció al extremo: "En el difícil pero siempre sugestivo clima dramático del ‘no ocurre nada’ se presenta en su pequeñez este mural de personajes que viven con desgano y que, sobre todo, se aburren infinitamente mientras aguardan la muerte de Marcos."

Ibargüengoitia ponía todas sus esperanzas en este texto "que lo lanzaría a la fama" y le confesó a Usigli, en una carta de 1975, que "la obra resulta de gran importancia para mí. Parece que ya encontré un estilo, mi estilo. Me han dicho que es una obra negra y no me importa…" El anticlímax, la antitensión, la resolución no estridente en tiempos donde el realismo norteamericano era el modelo de las tablas mexicanas, le valió el desprecio a esa obra donde fincaba todo su futuro. Pasarían más de treinta años para que Ante varias esfinges, en manos de un director netamente chejoviano en su comprensión del drama humano, desprovisto de cualquier estridencia y oropel, revelara su misteriosa fuerza.

A partir del montaje de Margules se afianzó la idea de un Ibargüengoitia "incomprendido". Ciertamente había ocurrido eso, pero la tesis no acababa de explicar tantas desventuras. ¿Tuvieron que pasar treinta años para descifrar los enigmas de las esfinges? Chéjov fue extraordinariamente montado por Margules a finales de los setenta, Pinter diez años atrás por diversos directores. Por tanto, más que "incomprendido" cabría reforzar la teoría del "desdén": por aquellos años no era fácil ser autor nacional, con una que otra obra publicada, mejor dicho sepultada en revistas y ediciones inasequibles, y a contracorriente de la línea dominante en la dramaturgia mexicana. Además, Ibargüengoitia ya no tenía por qué luchar, ya era el novelista que había renunciado al teatro por "nauseabundo" y, para colmo, todavía no estaba muerto.

En 1957, Ibargüengoitia piensa que ya encontró "un estilo [su estilo]" con Ante varias esfinges. Sin duda sus comedias y sus textos realistas, sean en la vena chejoviana o no, son pilares de su obra teatral. Pero de igual manera que Strindberg o Ibsen, el realismo de Ibargüengoitia se autoconsume y da lugar a sueños, extravagancias y mundos invisibles. El crítico de teatro amargoso que publica en la Revista de la Universidad hacia 1959 lleva al extremo sus herramientas literarias que, de manera moderada, ya estaban presentes en sus textos dramáticos: inteligencia, gusto por lo inesperado y un afán por pulsar todos los registros del humor. También, dado que siempre es muy personal al ensayar la crítica, Ibargüengoitia nos deja vislumbrar su interés en aquellos años por la obra de Pinter y de otros "absurdistas". Hubo que esperar a la gran crisis que se gesta entre 1958 y 1962 para ver al Ibargüengoitia más cercano al estilo, a la voz que lo caracterizaría en su narrativa. La clave para acceder a ese tono, el más personal, se lo brinda El atentado.

Una vez muerto y enterrado en su interior el "venerado" maestro Usigli, totémico, rígido, pleno de ideas fijas, Ibargüengoitia es libre, vence a su Súper Yo. El fenómeno, como bien lo indaga Leñero en sus Pasos de Jorge, se gesta desde 1957, cuando a pesar del "jalón de orejas" de Usigli, Ibargüengoitia no quita una sola coma al texto de las esfinges.

Obviamente, El atentado ya se escribe sin corsé. "Ibar" lleva al extremo las mejores características de su estilo: el diálogo breve, escueto, ingenioso: la sucesión de escenas vertiginosas que dan un ritmo delirante a los acontecimientos; el gusto por lo inesperado que descoyunta la cotidianidad, como parte de su vena "absurdista"; la construcción de personajes a partir de unas cuantas pinceladas y, ante todo, un humor desaforado, franco, abiertamente corrosivo. "Ibargüengoitia escribió El atentado –dice Leñero– como quien encuentra al fin, en la farsa antihistórica, el género ad hoc que había buscado desde que empezó a escribir, en 1951." Ahí aparecía su estilo, su verdadera voz.

El atentado es un texto "baciyeimo", una escritura dramática en transición. Ibargüengoitia no acaba de desprenderse de muchos elementos propios del realismo de su dramaturgia anterior, pero se abre a un mundo al revés pleno de sugerencias alucinantes. Como ningún otro de sus textos teatrales, el material verbal respira e inspira libertad. Las acotaciones son invitaciones a disparar la imaginación de los que hacen el espectáculo, los que le dan sangre, nervios y presencia a las palabras del dramaturgo. Es un texto moderno. Destaca, por ejemplo, aquella "incitación" durante la escena de los funerales de Borges, donde Ibargüengoitia acota: "Entran tres oradores. Gesticula el primero al compás de una trompeta", y luego propone que los otros dos gesticulan al compás de un saxofón y de un clarinete, respectivamente. No hay diálogo. La acotación lo dice todo. Nuestro dramaturgo está siendo radical: las palabras en su texto se ven, suenan, huelen, son estrictamente teatrales. Su imagen, como tantas otras "incitaciones" que recorren su texto, es poderosa: invita al juego escénico, a la acción y al suceder del teatro.

A este espíritu lúdico hay que sumar la fragmentación en la estructura. Hay partes en El atentado, como aquélla que hace el recuento del día previo a la muerte del general Borges, donde las secuencias paralelas, sin una palabra de diálogo, y como si se contara con el recurso del montaje fílmico, exigen al director una organización de enlaces que integre escenas, una precisión visual que permita hacer fluir la historia y acabe de narrar perfectamente, en términos concretos, sobre el escenario, la multiplicidad de espacios y situaciones que propone el texto. Pepe, el futuro asesino, marcha por un lado siguiendo a su víctima; Borges, el último caudillo de la revolución mexicana, herido de muerte en su conciencia, marcha por otro y se juntan, como si ambos saludaran a la muerte, en el cruce del destino con la historia. En cuatro páginas, Ibargüengoitia arma una especie de danza de las horas que recorre implacablemente una plaza pública, la sala presidencial, un estadio, un congal, un parque, la recámara de Borges, una calle y el tránsito de un auto que se dirige a San Ángel, a la Bombilla, para ver, por último, el salón de banquetes donde suena "El limoncito" y Borges muere de seis balazos que le propina Pepe, el joven dibujante cuya fe derriba "una montaña de generaciones".

¿Cine? No: teatro. ¿Unidades de acción, de lugar y de tiempo? Le importan un comino al autor de El atentado. Ni siquiera se lo cuestiona. Para eso existieron Shakespeare, Bückner o Jarry. La escena impone su convención de manera arbitraria y las capacidades para construir espacios son ilimitadas. Así entiende el teatro este Ibargüengoitia plenamente libre y brutal, juguetón y amargo. Aquí está la verdadera ruptura con la estética de su generación y la apertura de caminos para la experimentación dramatúrgica mexicana. La desgracia para nuestro teatro fue doble: El atentado no sólo fue la última obra de Ibargüengoitia, sino que durante casi quince años pasó inadvertida.

A partir de este sentido de libertad, asumimos la puesta en escena de El atentado. Encontré en su apertura y su fragmentación un rasgo de escritura moderna por demás estimulante. A diferencia de algunos críticos que en 1976 acusaron a la farsa de carente "de unidad" o de estar "un poco deshilvanada", eso representa, desde mi punto de vista, una virtud. El atentado exige a los realizadores y a los actores una organización escénica definitiva, una narrativa que vaya más allá del texto y posibilite la construcción de un estilo particular de montaje, un espacio mental neutro, un México que evoque el final de los veinte pero donde la imaginación de los actores y la menor cantidad de elementos externos construyan la variadísima diversidad de espacios y situaciones que el autor convoca.

Uno de los rasgos más característicos de la escritura dramática más innovadora es la fragmentación y las acotaciones que se convierten en sugerencias de espectáculo, "incitaciones" a la acción o a la imagen que narra casi como si fuera un libreto de dirección. Así, el espectáculo acaba por construir al texto. No estoy refiriéndome al viejo truco donde el director se guarda su as bajo la manga: el texto como pretexto. La característica de El atentado, como Woyzeck, Hamlet o Peer Gynt, es su apertura, eso que he llamado capacidad "incitadora" del suceso teatral. Esto demanda mucho del director y de su equipo de trabajo. Es un desafío, pues la irreverencia que está en la base misma del texto implica riesgos. Pero también permite la aventura de buscar un teatro sin corsé, un teatro que entusiasme y divierta con profundidad. Dos horas abiertas al arrebato, a un teatro que nos arranque de nuestra cotidianidad con el sencillo fin de recuperar el misterio: la risa que, en sí, es uno de nuestros máximos misterios.

Ibargüengoitia recurrió a proyecciones para acabar de afianzar su narrativa escénica. Recurre a Brecht para armar el sentido documental del texto y decirnos, de alguna manera, quién es quién, que el asunto ocurrió en la historia, que por ahí andan Calles, Obregón, Cruz, Toral, la madre Conchita, Serrano, Gómez, etcétera. Pero el recurso técnico se puede traducir a los antiguos medios de las tablas y conservar, aún así, la presencia de lo documental. Las proyecciones, como recurso escénico, se antojan lo único añejo y trillado en este texto sorprendente.

Libertad, humor, juego y fiesta son palabras claves en El atentado, pero la historia, evocando las palabras de un dublinés ilustre, también "es una pesadilla de la que me quiero despertar". La farsa es brutal, violenta, y en El atentado se construye una ficción con hechos concretos, despiadados, con la consistencia que sólo puede tener el México bronco: setenta y ocho generales fusilados a manera de mínima purga tras la muerte de Serrano y sus seguidores en Huitzilac; la cristiada que, en palabras de Luis González y González, "fue una guerra sangrienta como pocas, el mayor sacrificio humano colectivo en toda la historia de México"; mueren diputados hasta en la misma cámara; se ponen bombas; la agitación social es intensa; el conflicto entre poderes terrenales y divinos amenaza con desestabilizar a todo el país tras quince años de guerra; en 1928 muere un candidato a presidente y Calles, el Vidal Sánchez de Ibargüengoitia, se convierte, tras ejercer una política de "alas y plomo", en el jefe máximo.

A pesar de la fuerte carga de ficción, de que los personajes históricos están enmascarados al punto de obedecer más a su consistencia de criaturas ficticias que a la de personalidades históricas, Ibargüengoitia hace historia para desacralizar y tender lazos con nuestro presente. En buena medida eso explica la advertencia que incluye en su texto: "Si alguna semejanza hay entre esta obra y algún hecho de nuestra historia, no se trata de un accidente, sino de una vergüenza nacional." De ahí el tono desenfadado, el diapasón que va del realismo tragicómico a la caricatura fársica, para desentrañar al México bronco de aquellos años y hablar del pasado que pervive en la vida pública y las pasiones privadas del presente.

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Llevar a escena El atentado no sólo es un homenaje a uno de nuestros más grandes novelistas y dramaturgos, o un acto de justicia para con un gran texto olvidado, sino una apuesta por revelar a un Ibargüengoitia innovador en su manera de narrar teatralmente, lúdico, lúcido, crítico y provocador. El atentado muestra maneras de ser y de hacer por las que no pasa el tiempo: la ambición, el poder, la fe en una lucha religiosa en contra de las razones de Estado, la política de pistola. Estos son temas y situaciones que, en sí mismas, le dan actualidad al espectáculo. Pero también, si pensamos en el presente político de nuestro país, en momentos decisivos para su construcción democrática, en tiempos de revisión y repaso histórico del presente, la voz de Ibargüengoitia, siempre aguda, dará, sin duda, luces a la reflexión, al entendimiento y a la crítica de los días históricos que vivimos.