La Jornada Semanal, 15 de octubre del 2000  
 
Hugo García Robles
 
Bach: un mar de música
 
 
El rigor con que el músico manejó las formas musicales otorga a menudo la impresión de que son obras dictadas por un mandato técnico tan magistral y preciso que, una vez establecido, el curso de la música se desarrolla como el fatal movimiento de los astros en el cosmos
 
Beethoven dijo que Bach debería llamarse mar y no arroyo (Bach en alemán significa arroyo), pues su obra es un océano donde confluyen todas las voces y silencios de la música de todos los siglos. Aquí entregamos a nuestros lectores una biografía comentada del maestro total (desde la Cantata del café hasta los mismos Conciertos de Brandenburgo) que en este año celebramos, conmemoramos y escuchamos todos los convencidos de que la música es una ración anticipada (¡vaya optimismo!) del paraíso.
 
 
 

En la Navidad de 1823, Felix Mendelssohn, adolescente de catorce años, recibió de manos de su tía Babette Salomon el regalo de un ejemplar de la partitura de La pasión según San Mateo de Johann Sebastian Bach. El encuentro del romántico en ciernes con el maestro del barroco tuvo consecuencias para la historia de la música. Por lo pronto, Mendelssohn resucitó la olvidada obra maestra y la dirigió el 11 de marzo de 1829, en la Academia de Canto de Berlín, tras cinco años que empleó en estudiar la partitura. A partir de ese momento, un siglo después de que Bach la estrenara en Leipzig, la vigencia musical del maestro no ha decrecido y su prestigio se ha consolidado como una referencia inconmovible. Este año se cumplen los 250 de la muerte de Bach. Esa fecha, el 28 de julio, anima hoy en artículos, programas y ediciones de discos y libros, el curso entero de 2000.

El entorno natal

Bach nació el 21 de marzo de 1685 en la ciudad de Eisenach, un lugar dueño de una tradición cultural importante. En la región Turingia, Eisenach contaba con el castillo de la Wartburg, donde, en el siglo XIII, los más afamados minnesinger (trovadores) se daban cita. Entre ellos figuraban Walther von der Vogelweide y Wolfram de Eschenbach, enfrentados en justas trovadorescas, quienes por distintas vías se conectarían, siglos después, con algunas de las creaciones de Wagner.

Desde el punto de vista religioso, Eisenach es un reducto del luteranismo. En su vieja universidad el propio Martín Lutero formó parte de los alumnos y, junto a estas primicias de la Reforma, también aparecen los más remotos antepasados de Johann Sebastian, una familia dotada para la música desde el siglo XVI. Fue el propio Bach quien redactó en 1735 un Origen de la familia de músicos Bach, del que se han conservado cuatro copias, no así el original.

Johann Ambrosius Bach llegó a Eisenach con su familia, integrada entonces por su esposa y un hijo de pocos meses. Herederos del primer Bach que abandonó Hungría en el siglo xvi en busca de un lugar donde el ejercicio de la religión luterana no fuera reprimido, se instalaron en la casa del Frauenplan, frente a la avenida que trepa paulatinamente hacia la Wartburg y su castillo medieval. Según la leyenda, en ese castillo Lutero vio al diablo mientras traducía el Nuevo Testamento a la lengua alemana. La casa de los Bach se convirtió en museo, porque se afirma que allí nació no sólo Johann Sebastian, sino también los restantes hijos. Sin embargo, parecería que la verdadera casa natal que ocupara la familia, desde 1679, era el número 35 de la entonces llamada Fleischgasse (calle de la carne) y hoy Lutherstrasse.

Trabajo y rigor
Johann Sebastian es el cuarto hijo de Johann Ambrosius Bach y de su esposa Elisabeth. El padre era un músico estimado por sus conciudadanos y los miembros del Consejo de Eisenach. Seguramente Johann Ambrosius vio con alegría que su primer hijo Johann Christophe hubiera heredado los genes musicales de la familia, y se convirtiera en el organista de la ciudad de Ohrdruf desde muy joven.

El pequeño Johann Sebastian tampoco desdecía de sus ancestros. Desde los primeros años se inició en el violín y mostró también interés en el órgano por influjo de su tío Johann Christophe, hermano de Johann Ambrosius y el más grande de los compositores de la familia previos a Johann Sebastian. En cierto modo, por su carácter y estilo, este Johann Christophe anticipa la personalidad del sobrino.

La muerte en rápida sucesión de su madre y su padre dejó huérfano a Johann Sebastian a los nueve años. Acudió entonces a la casa de su hermano mayor en Ohrdruf. Entonces Johann Christophe tenía ingresos modestos pero acogió a Johann Sebastian y a un hermano más. Allí, junto a su hermano organista, Johann Sebastian recibió las primeras lecciones de clave. Los progresos fueron tan rápidos y su entusiasmo tal que, violentando las severas instrucciones de Johann Christophe, hurtó las músicas atesoradas por él, copiándolas durante muchas noches a la luz de la luna. Pero fue descubierto tras la proeza de la copia y despojado del fruto de un trabajo laborioso.

La permanencia en Ohrdruf fue breve, no sólo por las eventuales diferencias entre Johann Sebastian y su hermano, sino también porque la familia de Johann Christopher crece, de acuerdo con la condición prolífica de los Bach. Entonces Johann Sebastian se entera de que en Lüneburg –ciudad depositaria de la tradición musical del norte alemán– la iglesia de San Miguel intenta contratar coristas. Las condiciones implican preferir niños indigentes o de escaso nivel social, otorgándoles instrucción gratuita y un pequeño salario. El impulso andariego, que nunca lo abandonará, permite a Bach salvar a pie los casi 300 kilómetros que lo separan de su nuevo destino.

Llega a Lüneburg a los quince años de edad y, no obstante el cambio de voz que se está insinuando en él, cumple con la tarea de cantar y acompañar en algún instrumento. Gana dinero extra con sus actuaciones en bodas y sepelios. En la Escuela de Música de Lüneburg encuentra abundantes muestras de los compositores famosos en ese tiempo, desde el siglo xvi hasta los más recientes. Aprende, además, latín, griego, teología luterana y algo de francés, la lengua que la aristocracia alemana consideraba de buen tono.

El organista virtuoso

Desde Lüneburg visita la residencia de los duques de Brunswick-Lüneburg, en Celle, donde el contacto con la música francesa se identificaba con la presencia de Tomás de la Salle, un discípulo de Lully. Aunque Bach permanece poco tiempo en Celle, allí conoce y copia obras del barroco francés, en particular de François Couperin.

Su creciente inclinación por el órgano lo lleva a escuchar al organista Georg Böhm, un maestro del instrumento nacido en la región de Turingia. Desde Lüneburg visita Hamburgo, distante apenas cincuenta kilómetros –nada para su pasión andariega– para encontrar el gran arte organístico de Reinken y la ópera que dirigía Keiser. Pero el camino inmediato es crecer hacia un puesto profesional a la altura de sus progresos. A los dieciocho años se presenta en la iglesia de Arnstadt y deslumbra como organista al Consejo de Notables que lo contrata con un salario que nunca soñaron sus otros parientes músicos.

Arnstadt resultó ser un empleo con dificultades. La nueva iglesia en la cual desarrolló su labor de organista era la menos importante de la ciudad. Los coristas disponibles eran insatisfactorios en sus dotes vocales y formación. Durante dos años Bach pugnó en busca de la excelencia, no sin numerosos tropiezos. Uno de ellos fue el incidente con el fagotista Geyersmoire, a quien Bach ofendió al definir el timbre de su instrumento como una vieja cabra. El ofendido ataca a Bach a bastonazos y el maestro, que lleva su elegante espada a la cintura, contesta con ella.

Mediante un permiso de un mes, Bach viaja a Lübeck con la intención de escuchar al gran organista y compositor Buxtehude. El órgano ha ganado terreno en el amor de Bach y el contacto con los grandes maestros alemanes del instrumento le resulta imprescindible. La estancia de un mes se extiende, sin autorización, a cuatro. A su regreso, el Consistorio de Arnstadt no acepta las explicaciones y son numerosas las quejas por la conducta del organista. Entre ellas, la presencia de una joven en la tribuna del órgano durante los servicios. Se trata de su prima María Bárbara, que pronto se convertirá en su primera esposa.

La situación se resuelve con la partida de Bach hacia Mulhausen, donde la fortuna no lo acompaña debido a que se ve envuelto en las disputas entre los luteranos ortodoxos y la corriente pietista. Cuando en 1709 abandona Mulhausen por Weimar, Johann Sebastian es ya un músico maduro. A los veinticuatro años es un virtuoso del órgano y su ingreso al servicio del duque Wilhelm-Ernest lo coloca en un ámbito de luteranismo estricto y fuerte sentimiento religioso. En ese clima de recogimiento florecieron las mejores y más numerosas obras destinadas al órgano por Bach. También en Weimar hace amistad con el organista Johann Gottfried Walther, con quien comparte el interés por los maestros italianos: Benedetto Marcello, Frescobaldi, Legrenzi, y sobre todo Vivaldi, de quien Bach transcribe sus conciertos de cuerdas para teclados (clave u órgano).

El tramo más feliz

La permanencia de Bach en Weimar se ve perturbada por las tensiones entre el duque y su sobrino Ernest-August, en las que Johann Sebastian parece haber intervenido poniéndose a favor del joven. El sobrino tenía obvias aptitudes para la música y se convirtió en un discípulo que Bach llegó a estimar particularmente.

El 31 de octubre se celebra el segundo centenario de la Reforma y Bach queda alejado de los festejos que implicaban la composición de varias cantatas. Ello lo impulsa una vez más a cambiar de residencia y empleo. Gracias al duque Ernest-August se conecta con la corte de Cöthen y los arreglos progresan hacia un nuevo destino. Pero el duque de Weimar no quiere perder a su músico y la forma airada en la cual Johann Sebastian defiende su derecho a elegir otro empleo hace que sea encarcelado en noviembre de 1717 durante veinte días.

Superado el trance, Bach es recibido por el príncipe Leopoldo de Anhalt-Cöthen, gran aficionado a la música, en especial al género instrumental. En éste Bach trabajará los siguientes seis años que pasa en la corte: el Clave bien temperado (primera parte), los Conciertos Brandenburgueses, los dedicados al violín y dos violines y orquesta, las sonatas y suites para violonchelo y violín solo, y algunas de las Suites (Oberturas) para orquesta son fruto de este periodo de acogedor entorno.

Bach es feliz en Cöthen. El príncipe le cobra gran afecto y le dispensa su amistad personal. A diferencia de situaciones previas, ahora no depende de organismos pluripersonales, de un Consejo citadino o un Consistorio. Responde a un solo señor, que además admira su talento, y ello entraña una relación fluida. Sin embargo, no hay felicidad sin mácula. En junio de 1720 el príncipe viaja a Karlsbad, en Bohemia, pero se hace acompañar de su Maestro de Capilla, para no privarse, ni aun en medio de los baños, de su música. Cuando Bach regresa a Cöthen, al cabo de un mes de ausencia, se encuentra con la terrible nueva de la muerte inesperada de su esposa María Bárbara, ya enterrada varios días antes.

En esa época la viudez no era un estado prolongado y no debe sorprender que Bach, padre de varios hijos, haya buscado nueva esposa en corto tiempo, a pesar del dolor que padece por la pérdida de María Bárbara. La nueva figura se llama Ana Magdalena Wilken, es hija de un trompetista de la corte y cuenta con diecinueve años, apenas ocho más que Friedeman, el mayor de los hijos de Johann Sebastian. No obstante su extrema juventud, se convierte en el hada protectora de la casa. Atiende a los hijos del matrimonio anterior como propios, a la espera de los que nacerán de ella misma. Era dueña de una bella voz de soprano, de la cual Bach estaba orgulloso: han quedado testimonios de la legítima vanidad que sentía el músico por las dotes vocales de su esposa. En 1725 le regala el Cuaderno de Ana Magdalena Bach, donde Johann Sebastian escribe distintas obras que manifiestan su amor y admiración por ella. Por otra parte, esa relación brinda al hogar de los Bach trece hijos más, que redondean así la cifra de veinte herederos nacidos de Johann Sebastian.

El cantor de Santo Tomás

Pero la esposa del príncipe Leopoldo termina con el sueño que Bach se había forjado de permanecer en Cöthen hasta el fin de sus días. La esposa que elige el príncipe no tiene ningún interés en el arte sonoro y ello origina un desnivel en la actividad musical de la corte. No sin dolor y preocupación, Bach emprende la búsqueda de un nuevo ámbito donde desarrollar su oficio. Intenta hacerlo de modo que se convierta en un paso cualitativo en su carrera y, además, piensa en una ciudad que permita a sus hijos una formación universitaria.

La solución, que no fue fácil, lo traslada a Leipzig, donde durante los veintisiete años finales de su vida ejercerá el cargo de Cantor, es decir, responsable de la vida musical de la ciudad. Su elección es fruto de una sucesiva eliminación de candidatos más estimados que él. En primer lugar Telemann, amigo de Bach y padrino de su hijo Carl Felipe Emmanuel. Era un compositor extremadamente fecundo y muy cotizado, con una obra que sigue siendo valorada en la actualidad a pesar de no alcanzar los méritos de la de Johann Sebastian. Pero la opinión del Consejo de Leipzig es otra: cuando resulta imposible contratar a Telemann, el consejero Platz estampa, para una historia de opiniones erradas, esta frase en las actas de las sesiones referidas a la elección del Cantor: “Debemos conformarnos con un mediocre ya que no pudimos lograr el mejor.”

Los años de Leipzig corresponden a la composición de sus obras mayores (Misa, Pasiones, Arte de la fuga), pero también a continuos conflictos con interlocutores administrativos. El puesto de Cantor era, en rigor, el de Director de Música de la ciudad y, por lo tanto, era responsable de los programas de todas las iglesias, salvo de la universidad, que él hubiera preferido. Pero en todo momento Leipzig le hizo sentir que no tenía los títulos académicos de su predecesor, el ilustre Kunhau, compositor y jurista de grandes méritos. En Leipzig lucha diariamente para mantener la disciplina de los levantiscos estudiantes, y compone no menos de cinco ciclos completos de cantatas para el año litúrgico luterano, lo que implica alrededor de 300 cantatas.

En 1745 viaja a Berlín, donde su hijo Karl Felipe Emmanuel es maestro de capilla de Federico el Grande. Allí, en el Palacio de Potsdam, improvisa ante el estupefacto monarca sobre temas “regios” propuestos por él, fugas a tres y más voces que luego, en la calma de Leipzig, se convierten en esa obra maestra que se llama La ofrenda musical. Sus días finales están marcados por la ceguera. De todos modos, El arte de la fuga queda inconcluso, tras las infructuosas intervenciones quirúrgicas practicadas por el oculista inglés Taylos. El músico siente que no podrá coronar El arte de la fuga, de modo que dicta a su yerno Altnikol el último coral, Señor, ante su trono me presento.

Inesperadamente, el 18 de julio de 1750 recupera la visión, con el consiguiente choque emocional. Pero es una mejoría ilusoria: poco después es alcanzado por una apoplejía que prolonga durante diez días su agonía. Muere el 28 de julio.

El artista como dique

Considerar la posición de Bach en la historia de la música y el sentido de su obra, mueve a afirmar que no fue un revolucionario ni un innovador. Si ello es cierto a propósito de Beethoven, quien con sus concepciones desencadena el Romanticismo y fusiona la sinfonía y la cantata (en la Novena), no es el caso de Bach. Éste realiza aportes importantes, que en muchos casos implican novedades: su ejecución en el teclado con el empleo del pulgar y el meñique, así como la sustitución del clave como soporte armónico para trasformarlo en solista y encaminar así la forma del concierto para piano y orquesta, son hallazgos que Bach incorpora. Pero lo hace desde la vertiente del pasado heredado. Cumple su obra en el marco espiritual de su tiempo y su religión, y no intenta salvar las fronteras de sus límites estilísticos. Más bien asumió la historia musical previa, amalgamándola y perfeccionando sus posibilidades hasta agotarlas.

Fue Beethoven quien dijo que Johann Sebastian debería llamarse mar y no arroyo (Bach en alemán significa arroyo). Es una buena figura: un gran océano donde confluyen, como llamadas al gran encuentro, las distintas corrientes que venían del pasado y que con su obra concluyen. Bach recibe el arte de los maestros franceses y la herencia de los clavecinistas florece en sus suites y partitas que, para orquesta o clave, violín o violonchelo, operan en el terreno del barroco que Couperin ilustró como ningún otro compositor galo. A través de Schütz llegó hasta él la construcción policoral de los maestros venecianos. La pasión según San Mateo está escrita para doble coro y doble orquesta por la herencia de los Gabrieli, donde Schütz se formó. Por su parte, la influencia de Vivaldi –y en general de la escuela concertante italiana– alcanza no sólo a sus conciertos para violín y a las transcripciones de maestros de la península, sino también la construcción concertante de las arias de las Pasiones y de la propia Misa en Si menor, con el preludio y posludio instrumental que dialoga con la voz cantante.

El hecho de su ausencia por un siglo en la consideración de las generaciones que lo suceden, hasta que Mendelssohn lo redescubre, subraya su carácter de gran sintetizador, el carácter de dique que todo lo contiene como suma de lo precedente. Por ello son sus propios hijos los responsables de apuntar con sus composiciones al subsiguiente clasicismo vienés, al universo de Haydn y Mozart. Desde Londres, Johann Christian Bach articula con sus sinfonías ese cambio de frente que se produce del padre a los hijos. Sus herederos por la sangre –Karl Felipe Emmanuel, Friedemann y Johann Christian– abandonan el contrapunto, la polifonía y las formas del ejercicio luterano del órgano, toda la literatura magistral de corales, preludios de coral y cantatas, para desembarcar en una modernidad que implica, si no el olvido, por lo menos un empleo mucho menos sistemático de los mecanismos de creación atados a la polifonía.

Bach es ejemplar en esta clausura de las formas; después de él es preciso orientarse en otra dirección. Con las sonatas y partitas para violín solo agota de tal modo las posibilidades virtuosísticas del violín que será preciso el arribo de Paganini, un siglo y medio después, para que el violín recobre una manera inédita desde el punto de vista técnico.

Objetividad y expresión poética

Para su importante libro sobre Bach, Albert Schweitzer acuñó la fórmula El músico poeta. El rigor con que el músico manejó las formas musicales otorga a menudo la impresión de que son obras dictadas por un mandato técnico tan magistral y preciso que, una vez establecido, el curso de la música se desarrolla como el fatal movimiento de los astros en el cosmos. Schweitzer argumenta para corregir esa sensación y señala el simbolismo.

Sin dejar de reconocer que el dominio formal conduce a esa apariencia de relojería implacable, no es posible omitir que en las obras que contienen un texto, y por lo tanto un significado narrativo, dramático o festivo concreto, la música, sin abandonar su rigor formal y objetividad, se ciñe a las palabras y no es ajena a ellas. Esta observación vale para sus cantatas, religiosas y profanas, para las Pasiones y la Misa en Si menor y, en general, para todas las composiciones vocales. El musicólogo español Adolfo Salazar ha dicho que Bach, como músico barroco, disponía de una batería de símbolos sonoros en parte heredados, acuñados por la tradición previa. Si el texto habla de descenso a los infiernos o de ascenso a los cielos, en un ejemplo elemental, se hace difícil no proceder a un movimiento descendente o ascendente de las voces en obvia correspondencia expresiva.

Por supuesto que este simbolismo puede alcanzar matices más sutiles. En el Gloria de la Misa en Si menor, el primer versículo que dice “Gloria a Dios en las alturas” convoca las tres trompetas, timbales y el ritmo vivo de 3/4, que expresan júbilo y glorificación gozosa. El pasaje siguiente, “y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”, que completa las palabras que según la Biblia (Evangelios) pronunció el ángel a los pastores anunciándoles el nacimiento de Jesús, cambia de compás (pasa a 4/4), de instrumentación, y callan las trompetas y los timbales. Las voces pastoriles de oboes y flautas sostenidas por las cuerdas recrean un clima de serenidad espiritual que evoca el pesebre pintado por los maestros del Renacimiento. La cuna de heno, el buey, el asno y los pastores, la familia en torno al recién nacido, son una evocación eglógica que la música sugiere. Pero como el requisito formal A-B-A obliga a Bach a regresar al tema brillante del comienzo, con sus trompetas y timbales, la reiteración de la palabra “paz” consolida este concepto como un mandato. La palabra “paz” toma entonces el lugar de la palabra “gloria”, reaparecen el ritmo y la instrumentación primeras y la simetría exigida por la forma se cumple con igual atención al sentido del texto.

Los ejemplos podrían multiplicarse. En la Cantata actus tragicus, en el compás 161, mientras tenores, contraltos y bajos cantan las palabras terribles del Antiguo Testamento (Eclesiastés), que dictaminan que el hombre debe morir, las sopranos intercalan una corta figura reiterada muchas veces que dice simplemente: “Sí, sí, señor Jesús, ven.” El contraste entre las voces que se ciñen a la terrible memoria de la muerte inevitable, oscura y pesante, y la fresca voz de las sopranos (en algunas versiones enfatizada al emplear voces de niños) con su mensaje de salvación es clarísimo. Y mucho más cuando el pasaje entero se cierra, sin real conclusión armónica, sobre las sopranos que por última vez reiteran su promesa de llamado a Jesús. Y “Jesús” es la última palabra que se escucha, quedando suspendida en el ámbito de la música como una puerta abierta, efecto acentuado por la ausencia de cadencia conclusiva.

Es posible que en esta admirable condición de conciliar forma y contenido, objetividad y poesía expresiva, resida una de las aristas más sorprendentes de Johann Sebastian Bach. Por ello permanece.

Tomado de El País Cultural
 

 
Luis Ignacio Helguera
 
Bagatelas para Bach
 
 
Luis Ignacio Helguera (laguense y de familia muy amadora de la música) nos entrega estas facetas de la vida y la obra del que fue, es y será maestro de la gracia más profunda de la música. Helguera parte de una cita de Cioran: “Si hay alguien que le debe todo a Bach, ese es Dios.” Dios y los pequeños humanos que dependemos de su música para afirmar, como decía Bernanos, que “todo es gracia”.
 
 
 

Acuciosos investigadores fijan  en decenas o centenares –217, según Terry–, a los músicos que durante siglos, desde el xvi cuando menos, poblaron el frondoso árbol genealógico de los Bach, apellido que ortografiado como Baach llegó a ser sinónimo de musikanten (músicos) en las regiones centrales de Alemania, Turingia, Sajonia e Inglaterra. Acerca del molinero Vitus Bach escribió el gran Johann Sebastian: “Sobre todas las cosas se deleitaba tocando la citarina que se llevaba a su molino y tocaba cuando la rueda daba vueltas. ¡Bonita pareja formarían los dos! Pero así aprendió a llevar el tiempo y de esa manera, al parecer, comenzó la música en nuestra familia.” Tan sólo de los hijos de Johann Sebastian, cuatro son compositores célebres: Karl Felipe Emmanuel, Johann Christian, Johann Christophe Friedrich y Wilhelm Friedemann (otro más, Gottfried Heinrich, retrasado mental, era, según Karl Felipe Emmanuel, “un genio musical, aunque no llegó a desarrollarse”). Cuatro de veinte hijos que en dos matrimonios engendró Johann Sebastian, quien creaba al ritmo que procreaba, pues para mantener a semejante prole tenía que componer sin cesar, en la proporción, digamos, de varios conciertos, suites y cantatas por hijo. Con la proeza de no sólo satisfacer a la familia sino al hombre y a Dios.

Un problema semántico que desde hace muchos años me obsesiona: si la música es su propio significado, si todo lo que nos dice la música, y lo más profundo que nos dice, es intraducible a otro lenguaje que no sea el musical, el puramente sonoro (tradición estética que va de Hanslick a Stravinski o Copland), ¿por qué toda la obra de Bach, siendo música pura, es indisociable de un significado: Dios?

Escribió Cioran en 1952: “Si hay alguien que le debe todo a Bach, ése es Dios”; y en 1986: “Cuando escuchamos a Bach, vemos germinar a Dios. Su obra es generadora de divinidad. Tras un oratorio, una cantata, una Pasión, él tiene que existir. De lo contrario, toda la obra del Cantor sería una ilusión desgarradora... Pensar que tantos teólogos y filósofos han perdido días y noches buscando pruebas de la existencia de Dios, olvidando la única...” Ahora bien, no se trata de una prueba racional, sino de fideísmo: fe en Dios a través de la fe en la música de Bach, que es fe en Dios.

Con frecuencia, escuchar la música de Bach es más que escuchar música. En los momentos más profundamente dolorosos y depresivos de mi vida no he soportado la audición de algunas de las composiciones de Bach que más amo: La pasión según San Mateo, El clave bien temperado, la Suite para orquesta núm. 2, etcétera, pues rebasan los límites de mi control emocional.

El loco que está loco y sabe que está loco, ¿qué tanto lo está? El genio que sabe de su genio, ¿qué tanto puede saber hasta dónde llega su genio? ¿Habrá apreciado Bach, en la intimidad más recóndita de su conciencia, la grandeza de su genio (sólo reconocida, siglos después, gracias a los Mozart, Beethoven, Mendelssohn)? No: le preocupaban cuestiones más importantes.

Varias de las grandes obras maestras de la música del siglo xx están “tocadas” de alguna manera por el espíritu de Bach: el Concierto para violín y orquesta a la memoria de un ángel de Alban Berg –que poco antes de terminar cita un coral de Bach–, las Bachianas brasileiras 1 y 5 –entre otras– de Heitor Villa-Lobos, los 24 preludios y fugas de Shostakóvich... “¡Yo te saludo, Johann Sebastian Stravinski”, escribió Poulenc al autor de La consagración de la primavera, quien, en su vejez, confesaba a Robert Craft que entre sus preferencias más selectas, entre los cuartetos de Beethoven y Webern, ponía las cantatas de Bach, “nuestro mayor compositor europeo”.

¿Por qué dos hombres profundamente sensibles a la música sublime de Bach pueden llegar a la violencia, al insulto, al intercambio de golpes?

Soñé que dos eruditos de la música de Bach, y de El clave bien temperado, se trenzaban en una disputa acalorada y violenta. Uno atacaba a Glenn Gould y defendía a Rosalyn Tureck; el otro atacaba a Rosalyn Tureck y defendía a Glenn Gould.

La vida misma de Johann Sebastian Bach, entre el amor sacro y el amor profano, es una entrega de humildad y de piedad a Dios y su Creación, a la polifonía de los seres y las cosas, a la armonía del mundo, a la paz de la trascendencia. Pero humildad y piedad no significan sumisión ante la vileza y la mediocridad. Por eso Bach, que tenía un carácter fuerte y una “proverbial terquedad”, se arrancó una vez la peluca y la arrojó a la cara del mediocre y tiránico organista Goerner, gritándole que más le hubiera valido ser zapatero; por eso, en otra ocasión, empujó en plena sesión eclesiástica a un perfecto prefecto que amenazaba con azotar a los integrantes del coro de Bach si hacían caso a su director. Orgullo, pero no orgullo personal: orgullo de un servidor convencido de la música y de Dios.

La obra entera de Bach crea un orden sonoro entre el hombre y Dios, entre el mundo y la trascendencia. Ya ciego, Bach veía a Dios; poco antes de morir recuperó la vista durante unos instantes, vio la luz del mundo y se perdió para siempre en las tinieblas, hacia otra luz.