La Jornada Semanal, 15 de octubre del 2000  
 
Italo Calvino
 
Cesare Pavese, el amigo atormentado
 
 
En septiembre de 1952, cuando Cesare Pavese tenía dos años de muerto, Einaudi, su casa editorial, decidió publicar su testamento espiritual, El oficio de vivir, ese diario hallado después de su muerte y que en pocos años se convertiría en su texto más atormentado. Einaudi confió la presentación del diario de Pavese a un joven escritor, Italo Calvino, que redactó un texto de una fuerza y una pasión poco comunes, y que se publicó de manera anónima el 31 de agosto de 1952. El texto, olvidado y ahora encontrado por Roberto Cerati, es testimonio de cuánto amó Calvino a Pavese y explica el “mal de vivir” de unos de los más amados escritores italianos
 
 
 
Cuando Pavese murió, tuvimos que hacer un esfuerzo sobre nosotros mismos para acercarnos al voluminoso portafolios de su diario (en parte escrito a máquina, en parte de su propio puño), para vencer el sentimiento de temerosa reserva que nos inspiraban esas páginas, ese itinerario secreto de una vida que siempre habíamos intuido amarga y descontenta, y se nos revelaba trágicamente desesperada. Nuestras primeras miradas al diario estuvieron, pues, llenas de afán y de pudor. Sabíamos que no encontraríamos el “por qué” del suicidio de Pavese, como lo buscaban en esos días los articulistas de semanarios y diarios; sabíamos que el “por qué” de un gesto como ese no podía sintetizarse en una fórmula o en un episodio, sino que había que buscarlo en toda su vida, en aquel conjunto de constantes que Pavese, quien sin embargo no era fatalista, llamaba su propio “destino”. Pero también sentimos que encontraríamos toda la tensión dolorosa, las vibraciones secretas de su alma, que nosotros sus amigos no siempre habíamos logrado advertir; los signos del mal que cargaba bajo la corteza de su estoicismo.

De hecho, al abrir las páginas, nos dimos cuenta de que estábamos frente a un documento impresionante, páginas convulsas, gritos de desesperación, que de vez en cuando desbordan con estruendo, debido seguramente a episodios, encuentros, decepciones que el diario no nos narra pero nos deja adivinar. Sobre todo encontramos algo más: el término antitético de la desesperación y de la derrota y una paciente, tenaz fatiga de autoconstrucción, de claridad interior, de mejoramiento moral, que podía lograr con el trabajo y la reflexión sobre las razones últimas del arte, de su vida propia y de la de los demás. Así, la figura de Pavese que habíamos aprendido a amar como la del poeta y del amigo más fuerte y obstinado y riguroso, se recomponía ante nosotros después del choque tremendo de su fin, de manera más fuerte y obstinada y rigurosa, ahora que teníamos bajo los ojos el testimonio de qué esfuerzo, de qué lucha había sostenido durante años con esa oscura inclinación de su ánimo por absorber de la vida todos los motivos de sufrimiento.

El oficio de vivir es el título que Pavese escribió de su puño y letra en la descolorida cubierta verde del manuscrito del diario; y, en una hoja blanca puesta como frontispicio, seguramente en sus últimos días, repite el título con las dos fechas 1935-1950. De hecho, la primera anotación lleva la fecha 6 de octubre de 1935 (es decir, cuando Pavese estaba confinado en Brancaleone Calabro), y el diario sigue a Pavese a través de todos los años siguientes y recoge ya sean reflexiones sobre su trabajo literario, las lecturas hechas, sus estudios etnológicos, o bien reflexiones íntimas sobre sus problemas vitales, sus relaciones humanas, su soledad; pero a menudo estos alientos, el ensayista-literario y el más bien diarista y autobiográfico se encuentran juntos, inseparables uno de otro. Por largos trechos el diario procede con la lúcida compostura de un clásico y da testimonio de meses, a veces años, de relativa calma interior, de labor asidua, siempre confortado por el placer de descubrir nuevas cosas. A veces, y a menudo bruscamente, rompe en breves anotaciones, casi sollozos, casi imprecaciones, o se desahoga en amargas, ardientes consideraciones. Así, esas páginas siguen con la despiadada objetividad de una gráfica clínica la historia de un alma que ora se hace fuerte y templada, ora sucumbe a la depresión para luego, con fatiga, volver a ordenarse, consolidarse a través del trabajo y la inteligencia; y siempre con el ansia de hacerse mejor, documentado por los breves “exámenes de conciencia” que cierran cada año, hasta la última crisis de 1950, al abismo del que Pavese no logra salir a salvo, hasta la última línea del diario (18 de agosto): “No más palabras. Un gesto. No escribiré más.” Dadas la delicadeza de los argumentos que afloran en los periodos más dramáticos, y la violenta exasperación del lenguaje al que el autor se abandona –a menudo dirigiéndola contra sí mismo–, nos pareció justo (para no alentar lecturas no respetuosas de un texto que merece ser leído con toda seriedad y respeto humano) suprimir, en los puntos más críticos, algunas frases; y así hemos hecho allí donde se trataba de problemas privados de personas vivas. Hemos indicado con puntos suspensivos y entre corchetes cada frase o palabra omitida; hemos sustituido los nombres omitidos con asteriscos o iniciales. Nos hemos preocupado por que esos, aunque mínimos, cortes, no alteren de ningún modo ni la fisonomía ni algún aspecto del libro que ahora publicamos como Pavese nos lo ha dejado, para que todo de él –arte e inteligencia, alegrías y sufrimientos– sirva para el bien de sus semejantes.

Traducción de Annunziata Ross
 

 
Annunziata Rossi
 
Pavese, medio siglo después
 
 
Si por regla general, como se ha afirmado, la obra de arte no se explica por la biografía de su creador, el caso de Cesare Pavese introduce, por lo menos, el fértil beneficio de la duda. En esta atemperada y cabal semblanza que Annunziata Rossi nos ofrece del autor de Trabajar cansa, se pone en evidencia que en algunos casos, geniales los más, el oficio del arte, con todos sus riesgos, es también El oficio de vivir.
 
 
 

El narrador Pavese se identifica más con los personajes femeninos; en los masculinos proyecta más bien sus debilidades, sus traumas, su dificultad de vivir, la angustia de la soledad y al mismo tiempo el desasosiego por cualquier contacto humano.
 

Para J.G.P.
Nacido en 1908, el piamontés Cesare Pavese pertenece a la generación de los más significativos escritores de vanguardia italianos que –sin constituir un grupo entre sí– iniciaron, después de los grandes Svevo, Pirandello y C.E. Gadda, la moderna narrativa de su país: Moravia, Vittorini, Brancati, Piovene, Carlo Levi, Buzzati, Landolfi, nacidos entre 1906 y 1909; a ellos se unirán en pocos años Primo Levi y Natalia Ginzburg. La infancia de Pavese transcurrió en las Langhe, las míticas colinas de Santo Stefano de Belbo, donde vio la luz e hizo sus primeros estudios para luego transferirse a la aristocrática ciudad de Turín donde realizó estudios superiores titulándose en Filosofía y Letras con una tesis sobre Walt Whitman. Inicia pues su "oficio de vivir" bajo la dictadura fascista (que triunfó en 1922, cuando Pavese tenía catorce años), de la cual se mantuvo al margen (de la política solía repetir que le "importaba un bledo") asumiendo una posición agnóstica, no obstante su amistad con muchos antifascistas (Alberto Levi, Jaime Pintor, pero sobre todo Leone Ginzburg, quien murió en la sección alemana de la cárcel Regina Coeli de Roma). Sin embargo, en 1935 se encontró en su casa la propaganda antifascista que le había confiado la mujer amada ("la mujer de la voz ronca"), a la que no quiso traicionar, y fue condenado a tres años de prisión, de los cuales pasó un primer mes en Regina Coeli y después estuvo confinado un año en el pueblo de Brancaleone cálabro, donde escribió La cárcel. Amnistiado, cuando regresó a Turín se desmayó en la estación al recibir la noticia de que la mujer que amaba se había casado. Fue la primera experiencia traumática de su vida amorosa. Retomó su trabajo en la casa editorial Einaudi, y allí permaneció hasta su suicidio el 28 de agosto de 1950. Durante la guerra no participó en la Resistencia y se refugió en las colinas de las Langhe, donde escribió La casa en la colina (publicado en 1948), cuyo tema es en parte autobiográfico: la falta de compromiso de un intelectual que observa desde lejos las luchas cruentas entre partisanos y alemanes. En 1945 se decidió a tomar una posición políticamente comprometida afiliándose al Partido Comunista, con el que tuvo una relación nada fácil, pues se criticaba su obra por decadentista y malsana, y a él por no haber participado en la Resistencia. Sin embargo, en el ámbito comunista sí hubo quien lo admiró, como David Lajolo, que tras la muerte de Pavese escribió una biografía fundamental (El vicio absurdo) donde lo defiende: no todos están hechos para disparar fusiles y Pavese participó en la Resistencia con su obra de escritor. Estos son los escuetos datos biográficos de una vida intensamente atormentada.

En la infancia transcurrida en las Langhe y en su contacto con el americano Whitman se encuentran ya los elementos de su futura búsqueda personal y literaria que confluye en los grandes mitos de la infancia y de los Estados Unidos de América. Con Whitman, cuya influencia fue determinante en su poesía, empieza su pasión por los narradores estadunidenses –todavía desconocidos en Italia– publicando sobre ellos numerosos ensayos (desde Dreiser hasta Stein) que después de su muerte serán reunidos por la Einaudi en el tomo La literatura americana y otros ensayos, con una extensa y espléndida introducción de Italo Calvino. Al mismo tiempo traduce a la mayoría de ellos: Sinclair Lewis, Melville, Steinbeck, S. Anderson, Dos Passos, Faulkner, Gertrude Stein, etcétera; luego pasa a los narradores ingleses: Defoe (Molly Flanders), Dickens (David Copperfield) y Joyce (El retrato del artista adolescente). Sus perfectas traducciones todavía se leen en Italia. Melville es el narrador que más admira Pavese: "Clásico como un griego que vivió aventuras reales y fue bárbaro antes de entrar al mundo del pensamiento y de la cultura, aportándole la salud y el equilibrio adquiridos en la vida plenamente vivida." Pavese dirá que los años treinta y cuarenta serán recordados en Italia como la época de las grandes traducciones de la literatura anglosajona.

A él se une el siciliano Elio Vittorini, otro apasionado de la literatura en lengua inglesa. Traduce a Lawrence y a los americanos Faulkner, Saroya, etcétera, y reúne sus traducciones, las de Pavese y otros escritores en una antología, Americana, que tuvo una enorme difusión en Italia hasta su censura por el régimen de Mussolini. Alimentados con las principales corrientes del pensamiento europeo –existencialismo, marxismo, etnografía, psicoanálisis (cuando éste todavía era una novedad en Italia, donde se afirmará sólo hasta la segunda mitad del siglo xx)–, Pavese y Vittorini fueron los geniales outsiders que promovieron una visión de la literatura estadunidense opuesta a la tradición italiana entonces encabezada por el anglicista Emilio Cecchi quien, no obstante su admiración por Poe y Melville, juzgaba a la cultura americana con la óptica del intelectual europeo lleno de prejuicios hacia una nación joven, cuya literatura sólo veía como una prolongación de la inglesa, sin ninguna originalidad. Cecchi había viajado a Estados Unidos en 1940 y de su estancia allí nació América amarga, en la que criticó ásperamente las costumbres, la violencia de la sociedad estadunidense y su cultura tosca en comparación con la refinada cultura europea, cargada de tradición.

En el frente opuesto se atrincheran los jóvenes Pavese y Vittorini quienes, fuera del conservadurismo de la vieja Europa, sobre todo de la cultura oficial autárquica del régimen fascista, exaltan los valores de la América estadunidense y sus horizontes culturales, tan diferentes del opresor y asfixiante aire que se respiraba en la Italia de entreguerras. Los dos fueron portavoces de una nueva imagen, si se quiere deformada en sentido mítico, de Estados Unidos como tierra de libertad, país joven y "bárbaro" de energía creativa, con el que sueñan los intelectuales europeos, herederos de una vieja cultura, "harta –dice Pavese– de complicaciones y enferma de civilización"; una tierra ideal donde la literatura era el "gigantesco teatro en el que con mayor franqueza que en otros lugares se recita el drama de todos", es decir, una literatura nacida de una experiencia humana integral. El mito de América recuerda el mito de Italia que en el siglo xix había creado Stendhal. A una Francia cerebral cuya inteligencia y razón habían aniquilado su capacidad de sentimiento y de grandes pasiones, el gran escritor oponía una Italia arquetípica cuya energía vital impulsaba a la acción y a la realización individual. Como dice Italo Calvino en su introducción a Literatura americana y otros ensayos: "Los periodos de malestar ven nacer el mito literario de un país propuesto como término de comparación: una Alemania recreada por un Tácito, por un Stäel. El país descubierto es sólo una tierra de utopía, una alegoría social que con el país real apenas tiene algo en común; pero no por eso sirve menos, más bien, los elementos sacados a luz son los que la situación precisa." Y, de manera general, añade: "El primitivismo, el barbarismo, el culto de lo salvaje y de lo inconsciente son, en la cultura de Occidente, un ‘mal del siglo’ de los más vistosos y difíciles de esquivar." Pavese puntualiza que el encuentro con Estados Unidos de América "nos permitió en esos años ver desplegarse como en una gigantesca pantalla nuestro mismo drama... Nosotros descubrimos a Italia –este es el punto– buscando a los hombres y las palabras en América, en Rusia, en Francia, en España."

Además, la experiencia de la literatura americana, arraigada en el humus popular, llevó a Pavese a reflexionar en el carácter de la literatura italiana culta y preciosista, sin mediación con la vida, desvinculada del pueblo, "no nacional-popular según la definición que en esos mismos años formulaba en la cárcel Antonio Gramsci (a quien, cuando su obra fue publicada, Pavese leía y releía). Sobre todo, la lectura y traducción de Sinclair Lewis lo hace reflexionar en la relación provincia-nación, así como entre lengua y dialectos, llevándolo a la conclusión de que "sin sus provincianos una literatura no tiene nervio".

Al contrario de Vittorini, quien sin duda había sido un autodidacta genial, Pavese fue un literato en el más amplio sentido del término, de acuerdo con su propia exigencia de que "el verdadero poeta debe ser también el literato más culto de su tiempo". Su cultura, moderna y clásica, fue vastísima. Leía a Homero en el original y, a menudo, en momentos de euforia, acostumbraba leerlo o recitarlo de memoria en su estudio de corso Umberto (sede de la Einaudi). Así lo recuerda Natalia Ginzburg en Léxico familiar: "Pavese estaba en su mesa, con la pipa, revisando pruebas con la rapidez de un rayo. En sus horas de ocio leía la Ilíada en griego, salmodiando los versos en voz alta, con triste cantilena. O escribía, borrando rápida y violentamente sus novelas." Curiosamente, Pavese criticaba a los escritores formados a través de los libros, pero él mismo se autodefinía como un hombre-libro que "no ve más que con los libros, no sabe vivir más que por y con los libros, razona con los libros, siente con los libros, duerme, come, siempre con los libros: en suma, Cesare Pavese, el hombre-libro".

Después de su primera e ingenua novela, Ciau Masino, que pasó bajo el silencio de la crítica, debuta como poeta, con la publicación en 1936 de Trabajar cansa (iniciado en 1931), obra que no podía tener acogida en un ambiente dominado por los líricos del hermetismo poético (Ungaretti había publicado su segundo libro, Sentimiento del tiempo, en 1933, y Montale también el segundo suyo, Las ocasiones, en 1939, con los aplausos de la crítica y el entusiasmo de los lectores). Contra la subjetividad lírica del hermetismo dominante, Pavese propone como alternativa una poesía objetiva. Quiere evitar el lirismo porque los líricos se desfiguran en la obra poética con el "grito repentino y monótono" que irrumpe de la experiencia, y martillean en un estado de ánimo que es un fin en sí mismo, al contrario de los verdaderos creadores que desaparecen en una obra que es pura totalidad, como Dante y Shakespeare que miran "desde la ventana" al mundo humano para crear obras de vasta construcción. Pavese quiere una poesía "clara, sencilla", que evite el dato sentimental privado, una poesía-narración, como él la llama, introduciendo una novedad que no se limite a ser temática sino también métrica: sustituye el tradicional metro endecasílabo italiano con un verso hipermétrico que va de las trece a las dieciséis sílabas, un verso largo que se presta al fluir de la narración épica y popular de origen celta, con frecuentes iteraciones, fórmulas recurrentes, palabras-clave que sostuvieran el ritmo que perseguía afanosamente, y dieran el sentido de lo "cantado", de una monotonía intencional. Una vez que su "cúmulo pasional" fue completamente absorbido en su poesía, le pareció que su vena poética se había agotado y trabajaba sólo con recortes y sofismas. Entonces se orienta a la prosa, desemboque natural de su poesía-narración. Mientras, continúa escribiendo su diario, El oficio de vivir, en cuyo título está implícita su dificultad con la vida, un oficio difícil como cualquier otro y que hay que aprender con fatiga, opuesto a la "divina" espontaneidad del vivir, la inmediata adhesión a la realidad objetiva de otros. Introvertido, esquivo, hasta huraño, misógino, Pavese siempre estuvo desgarrado entre la soledad que amaba y el deseo urgente de una comunicación humana nunca lograda. El oficio de vivir sigue desde 1935 el arco de su vida, de su obra y de la maduración que perseguía, no sólo literaria sino personal. Entre el nacimiento y la muerte, sostiene, hay un estadio de justa maduración, de perfecto equilibrio, y cita frecuentemente al Shakespeare de Rey Lear: Ripeness is all. Su diario, uno de los pocos diarios analíticos de la literatura italiana, es la historia íntima y secreta del hombre Pavese, no sólo del literato que reflexiona sobre su poética y la literatura.

Fue un trabajador incansable. Su obra es un verdadero monolito, un ahondamiento continuo en los mismos temas de novela a novela. Después de Ciau Masino y de Trabajar cansa escribe una serie de cuentos que se publicaron de manera póstuma en dos tomos. En 1937 publica La cárcel, luego Países tuyos (1941) –que junto con La luna y las fogatas son dos de sus grandes novelas, con una riqueza simbólica comparable a Conversación en Sicilia de Vittorini de esos mismos años–, Vacaciones de agosto (1945), El compañero, (1947), Los diálogos con Leucó y La tierra y la muerte (1948), La casa en la colina en 1949, y ese mismo año sacó a la luz El bello verano, que comprende tres novelas breves: El hermoso verano, El diablo en las colinas y Entre mujeres solas, con las que obtiene, en 1950, el ambicionado premio Strega: se trata del reconocimiento más alto a su creación, como él anota irónicamente. Finalmente, en 1950 publica su última novela, La luna y las fogatas.

Hay en la narración pavesiana el contraste entre dos mundos, la campiña como infancia, espacio de lo imaginario, y la ciudad como edad madura infeliz. Dos Piamontes: las Langhe de su infancia, cerradas en sus costumbres ancestrales, y la ciudad moderna, la Turín abierta a las grandes corrientes europeas y a la literatura americana. Los dos rostros del Piamonte, dice Dominique Fernández, son como los dos rostros de Pavese, hombre de gran cultura y hombre ligado a la pasión oscura y ancestral de la tierra.

De allí deriva el tema recurrente de Pavese que es el contraste campiña-ciudad, naturaleza-historia, norte-sur, elementos simbólicos, emblemáticos de su obra: el mundo campesino que identifica con la infancia, lo primitivo, lo ancestral; el de la ciudad, la cultura y la historia que, como se dijo, identifica con la edad madura infeliz. Ambos mundos reflejan y simbolizan el "encuentro entre dos personas". En su diario, Pavese reflexiona: "Tu poética es forzosamente dramática porque tu mensaje es el encuentro entre dos personas, el misterio y el encanto de esos encuentros, y no la confesión de tu alma." En su obra se pueden distinguir las novelas de ambiente campesino y popular (ambientadas casi siempre en las Langhe), y las de ambientación burguesa y de la alta burguesía, o de la artística bohemia en Turín. Sus protagonistas son adolescentes, obreros, campesinos, desocupados, prostitutas, borrachos, que vagan sin meta por la ciudad, o ricos burgueses y artistas bohemios. Sus lugares preferidos son las colinas, las calles, los bares, la periferia, las barcas sobre el río Po que cruza Turín, las playas, los salones burgueses; metáforas de una posibilidad sin límite. Los personajes, en buena parte proyecciones del autor, pero fieles al antipsicologismo pavesiano, se manifiestan no a través de la descripción sino de los diálogos, de las conversaciones. Hay que observar cómo el narrador Pavese se identifica más con los personajes femeninos; en los masculinos proyecta más bien sus debilidades, sus traumas, su dificultad de vivir, la angustia de la soledad y al mismo tiempo el desasosiego por cualquier contacto humano. "La mayor desventura –anota en su diario del 15 de mayo de 1939– es la soledad [...] entonces todo el problema de la vida es este: cómo romper la propia soledad, cómo comunicarse con los demás"; pero los otros son para él "existencias inaccesibles", muros. La incomunicabilidad que lo desgarraba internamente es un tema central de su narración; incomunicabilidad que, dice, empieza "cuando se deja de ser joven, cuando se distingue entre sí y los otros, es decir, cuando no se tiene ya necesidad de su compañía". "Edad madura es el aislamiento que se basta a sí mismo [...] no buscar fuera sino dejar hablar a la vida íntima." En todas sus breves novelas corre la sangre, el sexo "misterio quemante", lo salvaje, el "nexo entre el hombre y lo natural-bestial", la muerte... Con esto, Pavese crea un estilo personal, discursivo, seco, un empaste de lengua literaria y dialecto, siempre atento al ritmo. El dominio in crescendo de sus medios técnicos y expresivos lo llevó a ese estilo inconfundible: "Decir estilo es decir cadencia, ritmo, regreso obsesivo del gesto y de la voz, y en ese estilo debe vivir el mito." Observa: "Escribir es consumir los malos estilos usándolos." Obsesivamente preocupado por el ritmo, usa la primera persona porque "en la narración en primera persona se puede ser realista sin caer en el verismo" y porque "con respecto al realismo, la narración resulta más cantada".

En su libro de ensayos El hombre como fin, Alberto Moravia critica la obra de Pavese. Acusa al escritor piamontés de llevar su psicología de hombre culto, de una cultura decadentista e irracional, al mundo popular. Sin hablar del supuesto decadentismo pavesiano, se puede objetar que no se necesita ser intelectual para tener la sensación más y más apremiante de ser llevados por oscuras fuerzas interiores que no pueden definirse. La crisis existencial envuelve a toda una sociedad, desde las esferas más altas hasta las más bajas, sólo que el ser humano común y corriente siente la inquietud y el malestar sin tener conciencia de ello. La diferencia con el intelectual consiste en la conciencia que éste tiene y que falta al hombre cualquiera, quien, sin embargo, respira la desesperación y la angustia en el aire, máxime en una ciudad industrial y de gran cultura, como Turín, con sus métodos de producción que enajenan al hombre.

Pavese quiso transformar cada personaje y cada acontecimiento de sus novelas en mito, y el mito es para él una revelación, un absoluto, un instante fuera del tiempo, y el poeta debe llevar a la evidencia el germen mítico, decantar lo inmediato en mítico. "La obra –escribe el 1 de diciembre de 1939– es un símbolo en el que tanto los personajes como el ambiente son medios [el subrayado es suyo] para la narración de una breve parábola que es la racine última de mi inspiración y de mi interés: el ‘camino del alma’ de mi Divina Comedia." A lo largo de su creación literaria madura sus ideas sobre el mito que verterá en los Diálogos con Leucó, su libro más querido, que se encontró al lado suyo en el hotel donde se suicidó. Complejo, de difícil lectura, mejor dicho críptico, el libro que surge de un subsuelo cultural enorme, contiene veintisiete breves diálogos con personajes mitológicos, en clave moderna. A través de ellos Pavese quiere entender la realidad actual sirviéndose de la experiencia de los antiguos; recurre a la mitología antigua para hallar un significado a los problemas contemporáneos, en los que indaga el tiempo mítico, lo inconsciente, lo numinoso, para llegar a la zona abismal, abrasadora, de sí mismo, de sus "desórdenes interiores", de su psique "enferma", "de esas enfermedades del espíritu que solas permiten experimentar y entrever los abismos de la conciencia".

Gran lector de G.B. Vico, tiene una visión del mundo en dos tiempos: "una primera vez" y "una segunda vez"; el mito y el gesto que lo renueva, es decir, la infancia-edad de los dioses, y la madurez-edad de los hombres. "En la edad de los dioses hemos tenido la primera visión de las cosas, a la que sigue la edad madura que en vez de mirar con sus propios ojos, ve con los ojos de los demás, bajo un esquema que nos llega desde fuera. Entre estas dos etapas de la vida no hay continuidad sino un abismo que angustia al hombre." La "segunda vez" resulta más importante que la primera, porque es memoria y da el conocimiento: "Conocer es reconocer, recordar." La memoria, entonces, es el verdadero conocimiento: "Las cosas se descubren a través de los recuerdos que se tienen de ellas." "En arte –sostiene– se expresa bien lo que se ha sentido ingenuamente", y por eso, "no les queda a los artistas más que dirigirse a la época en la que no eran todavía artistas, y esa es la infancia". "La única realidad importante para el espíritu y que cuenta en la vida de un hombre es la que precede la realidad", es decir, la prioridad del conocimiento prelógico. La infancia es "el más seguro vivero de símbolos", en otras palabras, el tiempo en que se almacena inconscientemente la experiencia de las cosas y la realidad que será revivida, en este caso el retorno al origen, crea la poesía. De esa visón nace su trágico fatalismo: el pasado determina el presente y el futuro: "lo que fue será" y "no se cambia más", o "mi idea fija es que lo que acontece a un hombre está condicionado por su pasado", para concluir en los Diálogos diciendo: "nadie se mata, la muerte es destino".

El mito, momento prehistórico absoluto, es para Pavese una revelación, un instante atemporal: "El mito es una norma, el esquema de un hecho acaecido de una vez por todas y extrae su valor de esa unicidad absoluta que lo conduce fuera del tiempo y lo consagra como una revelación. Por eso, siempre ocurre en los orígenes y, como en la infancia, está fuera del tiempo". Y concluye: "La sustancia del mito se toca en momentos inesperados y se repite por gracia, por éxtasis, por arrebato." En una palabra: epifanía. Su interés por el mito atemporal que se opone al mundo de la historia lo llevó a interesarse en la antropología, la etnografía y el psicoanálisis, a través de los cuales busca una razón de su destino de hombre. Crea para Einaudi la "Colección de estudios religiosos, antropológicos, sociológicos y psicológicos", dirigiendo su atención a Frazer, Freud y, sobre todo, a Jung, cuyo inconsciente colectivo tuvo una gran influencia en él. En El oficio de vivir anota: "Tu modernidad consiste en tu sentido de lo irracional", y se propone reducir lo irracional, lo mítico-monstruoso y lo arbitrario a la esfera de lo racional y previsible: "llevar orden y dibujo allí donde está el caos"; "la vida de cada hombre –insiste– es como la de los pueblos, un incesante esfuerzo para reducir sus mitos a claridad". El mito, una vez que se aclara, cala en la historia, se resuelve en cultura, y en fin, en literatura, como una operación racional liberadora. Pero ese reto fue para Pavese una amenaza de la que se da cuenta cabal cuando en 1938 anota en su diario: "Vendrá el día en que llevaremos a la luz todo nuestro misterio y no sabremos ya escribir." El 17 de enero de 1950 insiste: "Es fatal [el subrayado es suyo] una vida que tenga una cadencia mítica, un ritmo prefigurado pero no disuelto en conocimiento", añadiendo inmediatamente entre paréntesis: ("que lo destruiría"). Entonces, cuando llegó al momento de la claridad sintió que había perdido la fuerza fantástica para continuar escribiendo. Una vez resuelto el mito en clara imagen o lúcido concepto, su misterio no perdura y "quien continúa jugueteando con un mito ya explicado, penetrado, violado, no logra ser ni verdadero creyente ni poeta ni científico. A lo sumo, logra ser un esteta".

Una vez llevado el mito, lo irracional a la esfera de la conciencia en La luna y las fogatas, su última novela, Pavese se sintió como "un fusil disparado", vacío, incapaz de encontrar nuevas cosas que decir y nuevas formas de expresión. Cuando su mito se hace figura empieza el sufrimiento del artista Pavese, que no sabe ya creer en él pero tampoco sabe resignarse a la pérdida de aquella fe que había alimentado su obra y lo había mantenido en vida: "El poseso termina así, como todo poseso, a menos que la fuerte constitución humana no fuera tal que lo hiciera descuidar o inclusive ignorar la finalidad contemplativa de su labor, induciéndolo a dirigir su interés a una finalidad práctica (pedagógica, divulgativa, cultural o experimental)." No es el caso de Pavese, quien siempre quiso lo absoluto, y quienes aman lo absoluto difícilmente se adaptan a la realidad empírica. "Si fuera posible destruir los símbolos, todos los símbolos (‘el misterio de uno’) nos destruiríamos a nosotros mismos."

Su suicidio, el "vicio absurdo" que lo roía desde muy joven, es el suicidio de un escritor que siente agotadas todas sus capacidades creativas y no encuentra en el exterior una salida compensatoria a su pérdida. Ya cerrado el ciclo de la creación que era su motivo de vida, encuentra la única salida que había acariciado por años: "Es esto lo que me aterra –escribió en su diario el 10 de agosto de 1936–, mi principio es el suicidio, nunca consumado, que no consumaré nunca, pero que me acaricia la sensibilidad." Uno se pregunta cómo Pavese, embebido de psicoanálisis, no recurrió a ningún tratamiento (lo que salvó al poeta Saba) para superar sus males, para curarse de la eyaculación precoz que le impedía tener una relación sólida con las mujeres que amó. Prefirió el autoanálisis, "la carcoma del análisis", como lo llamó, que lo condenó a la autodestrucción. "El autodestructor –escribió el 24 de abril de 1936– no puede soportar la soledad, se esfuerza por descubrir en sí mismo cada vicio, cada vileza, y por favorecer esas disposiciones al aniquilamiento, buscándolas, embriagándose con ellas, gozándolas." Sin embargo, El oficio de vivir, más que una preparación al suicidio, fue una extrema, heroica resistencia en contra.

Su muerte suscitó muchas polémicas, los ataques de la prensa católica y la defensa de L’Unitá, órgano del Partido Comunista que trató el caso con extrema sensibilidad. ¿Fue su suicidio provocado por el abandono de Constance Dawling, corolario de muchos abandonos sufridos? Meses antes, el 20 de enero de 1950, anotó en su diario: "Uno no se mata por el amor de una mujer. Si se mata es porque el amor, cualquier amor, nos descubre nuestra desnudez, miseria, desamparo." ¿O más bien fue provocado por el abandono de la literatura que lo deja desamparado? Quizá todo a la vez lo llevó al suicidio, en el cuarto de un hotel, el 28 de agosto de 1950, a la edad de cuarenta y dos años. En mi opinión, Pavese, que había sobrevivido a todas sus decepciones amorosas, mientras había tenido a su lado el arte como compensación, hubiera continuado su vida si la literatura no lo hubiese abandonado. Cuando esto ocurre, se dice a sí mismo: "No tengo ya nada que pedir", y "la respuesta es una sola: suicidio". Con él, como dice el estudioso Dominique Fernández, se extingue "la voz más ansiosa, más insatisfecha que se haya levantado en la Europa de la posguerra".

Su último poema, sumamente lírico, "subjetivo", para decirlo con él, que amaba la poesía objetiva, "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos", es, creo, no tanto un adiós a la última mujer amada (el poema está dedicado a Constance Dawling), sino más bien un adiós a la literatura que lo abandona enteramente a su soledad:
 

Nota roja
Hugo Gutiérrez Vega
A Cesare Pavese
Salir una mañana de la casa
sin tomar el café, sin decir nada,
sin besar ni a la esposa ni a los hijos.
Salir e irse perdiendo por las calles,
tomar aquel tranvía,
recorrer el jardín sin ver que el sol
va colgando sus soles diminutos
de la rama del árbol.
Recorrer el jardín
sin ver que un niño nos está contemplando,
sin ver las cabelleras rubias, morenas, pálidas...

Pasar cargando una sonrisa muerta
con la boca cerrada hasta hacer daño.

Entrar en los hoteles,
hallar uno silencioso y lejano,
tenderse entre las sábanas lavadas
y sin decir palabra, sin abrir la ventana
para que el sol no meta su esperanza
apretar el gatillo.

He dicho nada.
Ni el sol,
ni la flor que nos dieron las muchachas.